Michelangelo, Pietà San Pedro, Vaticano |
Ayer recordamos la muerte de Cristo. Hoy, la liturgia guarda silencio; no hay misa, ni celebraciones de otros sacramentos. Necesitamos silencio, para asimilar la magnitud de lo que ha pasado: el amor de Cristo “hasta el extremo”, pero también la monstruosidad del egoísmo humano “hasta el extremo”, y la cobardía humana, “hasta el extremo” de traicionar, negar y abandonar al Señor – cosas que conocemos por la historia, o también por experiencia propia.
¿Qué habrán sentido los discípulos aquel sábado? Era día de descanso obligatorio; estaban solos con sus pensamientos y sentimientos. Sentimientos de frustración, de vergüenza, de autorrecriminación, de culpa y - ¿quién sabe? – de recriminaciones mutuas. Uno de ellos no pudo con todo esto – y se ahorcó.
Y los demás, ¿pudieron? En medio de esta oscuridad, de esta nube espesa que no deja ver nada, que le deja a uno completamente desorientado, quedó un lazo débil, casi imperceptible, con Jesús. Una débil esperanza que el Reino de Dios se instauraría ahora. Pero, como dicen los discípulos en el camino a Emaús, “nada de eso ha pasado”.
Lo importante era que hayan perdido toda su seguridad en sí mismos, que hayan experimentado su impotencia. (Recordemos a Pedro: “Yo daré mi vida por ti” – “te juro que no conozco a éste”.) Esto los abrió a la acción de Dios.
¿Qué hacemos nosotros en situaciones extremas? Muchas veces tratamos de distraernos, sea con ruido, trabajo, placeres, alcohol o drogas. Pero intuimos que esto no resuelve nada. Lo que necesitamos es silencio – y soledad. Para poder asimilar lo que nos ha pasado, y para permitirle - ¡por fin! – a Dios que ÉL haga en nosotros su voluntad.
Es en el silencio y en la soledad y ejerciendo nuestra libertad de hijos de Dios, que dejamos a Dios ser Él en nosotros.
ResponderBorrarUn abrazo en Cristo Padre Beda. Bendición.