Un santo de rodillas ve más lejos que un filósofo de puntillas. (Corrie ten Boom)

26.11.12

Todos Vamos al Cielo, ¡Pero!...

No necesitamos predicciones esotéricas para estar preparados para el día del juicio, porque no se sabe ni el día ni la hora (Marcos 13,32). En la parábola de las vírgenes prudentes y necias (Mateo 25,1-13), Dios nos invita a estar siempre preparados.
Más importante que la fecha es el encuentro con Dios, lo que llamamos “el juicio”. Aunque la misma biblia usa este lenguaje, no debemos imaginárnoslo como si al final se presentara una sesión donde unos serían condenados y otros declarados inocentes. Porque, si somos sinceros, muchos de nosotros tienen una lista de gente que debe ser condenada “porque son malos”, mientras que nuestro orgullo nos pone, por supuesto, entre los buenos. Ya en esta vida no queremos ver a estos “malos” ni en pintura.
El otro caso puede ser que, por baja autoestima o por complejos de culpa, tememos ser condenados, sin confiar en la misericordia de Dios. Un día – cuenta San Gregorio Magno – se le apareció el “viejo enemigo” a San Benito y, haciendo juego de palabra con su nombre, lo llamó no bendito (Benito), sino maldito. ¿Qué hizo el Santo? Ni siquiera le contestó. El maligno no se merece que nosotros, hijos de Dios, le dirijamos la palabra. Nuestra relación es con Dios. Por supuesto, siempre habrá gente que nos descalifica, nos rebaja y desprecia, pero ¿qué autoridad tienen para ello? ¡Ninguna! Serán juzgados con la misma medida que aplican a nosotros.
Imagen de un juicio
Volviendo a la Biblia, una cosa es el lenguaje, otra, el mensaje. En el Nuevo Testamento se usa con frecuencia el lenguaje del Antiguo Testamento, con sus categorías de “crimen y castigo”. Pero hay otros textos que nos presentan el mensaje de que las cosas serán muy diferentes:
  • Yo no vine para condenar al mundo, sino para salvarlo (Juan 12,47).
  • Si somos infieles, él sigue siendo fiel, porque no puede negarse a sí mismo (2Timoteo 2,13).
  • El que cree en el Hijo de Dios, no está condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado por no creer en el Hijo único de Dios (Juan 3,18).
Estos pocos textos dicen claramente que Dios, cuyo amor para con nosotros no cesa nunca, no quiere nuestra perdición, sino nuestra salvación. Entonces, ¿quién condena? Esta estupidez la cometemos nosotros mismos. Me explico, por supuesto, en una imagen:
Todos, absolutamente todos, somos llamados a estar en presencia de Dios – que, en todo caso, está presente en todas partes. La presencia de Dios es nuestra felicidad, nuestro cielo. Ahora bien, si vemos en esta presencia de Dios a alguien que quisiéramos ver lejos de nosotros y sufriendo en el infierno, este deseo nuestro se estrella contra la realidad del amor de Dios y, si no lo aceptamos, será nuestro infierno. Porque todos nos encontramos con todos. Para usar una imagen (sin hacer ningún juicio sobre la persona en cuestión): Hitler – todos sabemos quién es – llega a la presencia de Dios, al cielo. Allí lo recibe Jesús - ¡un judío, para empezar! Allí están los millones de judíos y enfermos mentales que mandó matar. Insisto: No sabemos qué pasa entre Dios y la persona en este momento del encuentro definitivo; por eso no podemos juzgar. Pero podemos tomar esta imagen para prepararnos para nuestro encuentro con Dios. Allí está tu ex esposo, tu ex esposa; allí está el niño que abortaste. Allí está el obrero a quien explotaste, la mujer de la que te aprovechaste, la niña que abusaste y el hijo que maltrataste. Está al que asesinaste – y, si eres víctima, tu asesino. Todo lo que hicieron a uno de estos hermanos míos más humildes, a mí mismo lo hicieron (Mateo 25,40). Nuestras mentiras se deshacen a la luz de Dios. Los que están acostumbrados a ser el centro de atención de los demás ven ahora que todos están fascinados por Dios, y ellos son sólo uno más. Los que están acostumbrados a mandar, ahora se dan cuenta de que el único que manda es Dios. Si siguen empeñados en lo de siempre, eso será su infierno.
Jesús nos da una pista de cómo prepararnos para este encuentro supremo: Por tanto, el que me oye y hace lo que yo digo, es como un hombre prudente que construyó su casa sobre la roca. Vino la lluvia, crecieron los ríos y soplaron los vientos contra la casa; pero no cayó, porque tenía su base sobre la roca. Pero el que me oye y no hace lo que yo digo, es como un tonto que construyó su casa sobre la arena. Vino la lluvia, crecieron los ríos, soplaron los vientos y la casa se vino abajo. ¡Fue un gran desastre! (Mateo 7,24-27). Aquí no se habla de castigo, sólo de la realidad y de lo que pasa al que está preparado y al que no lo está. La palabra de Jesús nos invita a pedir perdón, a perdonar, a buscar la paz. Él mismo perdonó desde la cruz a los que lo mataron. Por eso, después de la resurrección, puede darnos a todos la paz que Él mismo encontró. Nos invita a la unidad. Esto mismo lo celebramos en los sacramentos: en el bautismo recibimos el perdón de Dios. Y, si Dios está a nuestro favor, ¡nadie podrá estar contra nosotros! (Romanos 8,31). Por eso, sin temor, podemos perdonar a los demás. Para eso recibimos el Espíritu: Reciban el Espíritu Santo; a quienes ustedes perdonen los pecados, les quedarán perdonados (Juan 20,23). En la Eucaristía celebramos nuestra unidad: Fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu (Plegaria Eucarística 3).
Esta preparación es un camino permanente, pero al final Dios se revelará en su amor.

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