Un santo de rodillas ve más lejos que un filósofo de puntillas. (Corrie ten Boom)

29.12.14

Madre de Dios


Con ocasión de la solemnidad de María, Madre de Dios, que celebramos el primer de enero, quisiera compartir con Uds. una breve reflexión.
En verdad, nunca había visto una imagen que representara de manera tan clara el hecho de que Dios se hizo hombre, se encarnó. Como dice San Pablo: Dios envió a su Hijo, nacido de mujer (Gálatas 4,4). Aquí no hay nada esotérico ni milagroso. El único milagro es que Dios asumió nuestra naturaleza humana - por iniciativa de Dios, en una virgen - y el resto fue la llegada al mundo como todos nosotros, nacidos de una mujer.
Hace poco encontré un breve artículo que medita sobre este hecho, sacando consecuencias importantes para todos nosotros. Como estoy totalmente de acuerdo con estas palabras, y no podría decirlo mejor, les ofrezco en una traducción lo que ya había compartido hace poco en Facebook. Christofer West escribe en "Christmas and the Glory of the Female Body" (La Navidad y la Gloria del Cuerpo Femenino):
En medio de un mundo que continuamente pornifica y profana el cuerpo femenino, es poderosamente sanador y redentor el reconocer que la navidad celebra la gloria definitiva del cuerpo de una mujer.
María nos revela cuál es esta gloria definitiva: Dios llega a nosotros a través del cuerpo de una mujer!
Reconocer el cuerpo de la mujer como el "portal" por el cual la Eternidad entra en el tiempo, por el cual el Infinito entra en lo finito para que podamos ser llevados a la Eternidad, al Infinito... reconocer esto es ser llenado de fascinación y maravilla por el misterio de la mujer. Es ser llenado de la "fascinación espiritualmente madura" de la cual habló el Santo Papa Juan Pablo II en su Teología del Cuerpo. Es una fascinación santa que endereza la fascinación distorsionada que prevalece tanto en nuestro mundo de hoy.
San Juan Pablo II nos dice que la "madurez espiritual de esta fascinación no es otra cosa que el fruto nacido del don del temor (reverencia), uno de los siete dones del Espíritu Santo" (Teología del Cuerpo 117b:4). Permitirle al Espíritu Santo que nos llene con este don significa ser llenado con la maravilla de la Iglesia que, como dice San Juan Pablo II, "a lo largo de los siglos honra y alaba 'el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron' (Lucas 11,27). Estas palabras," afirma Juan Pablo, "son el elogio de la maternidad, de la feminidad, del cuerpo femenino en su expresión típica de amor creativo" (Teología del Cuerpo 21:5).
Por el misterio de la Navidad, Dios asume la carne para redimir nuestra carne. ¿Cómo podemos permitirle a la Celebración de la Navidad que redima nuestra visión del cuerpo humano?
Ya escribí hace poco sobre esta pregunta, dando apenas unos impulsos que invitan a seguir meditando sobre el asunto.

... Y acampó

Madona Asiática
Este texto no na crecido en mi jardín, pero quisiera compartirlo porque es bellísimo, y fruto de la vida contemplativa. Allá queremos llegar. El texto es del diario de Thomas Merton, publicado en el blog de sus amigos. A continuación el texto:
“Dios se hizo hombre en Cristo. Al convertirse en lo que yo soy, Él me unió a sí mismo e hizo de mí su epifanía, de manera que ahora se supone que yo lo revelo a Él. Mi existencia misma como hombre depende de esto: que en virtud de mi libertad yo obedezca su luz, permitiéndole así revelarse a sí mismo en mí. Y el primero en ver esta revelación es mi propio yo. Yo soy su misión a mí mismo y, a través de mí, a todos los hombres. ¿Cómo podré yo verlo o recibirlo si desprecio o temo lo que soy: un hombre? ¿Cómo puedo yo amar lo que soy, un hombre, si odio al hombre en los demás?
El simple hecho de mi humanidad debería ser una fuente inagotable de gozo y placer. Al alegrarme por aquello que mi Creador ha hecho de mí, estoy abriendo mi corazón a la salvación que me ofrece mi Redentor. El gozo de ser hombre es tan puro que quienes tienen una comprensión cristiana débil pueden incluso llegar a confundirlo con el gozo de ser algo distinto del hombre, por ejemplo, un ángel o algo por el estilo. PERO DIOS NO SE HIZO ÁNGEL. SE HIZO HOMBRE.”

23.12.14

La Palabra se Hizo Carne


Veamos la alusión a un texto de la carta a los Hebreos (4,15), que la cuarta plegaria eucarística resume de esta manera: (Jesús) se encarnó por obra del Espíritu Santo, nació de María, la Virgen, y así compartió en todo nuestra condición humana menos en el pecado.


Compartió en todo nuestra condición humana.

Conviene recordar que Dios creó al hombre, varón y mujer los creó... y vio que era bueno (Génesis 1,27). Desde el principio - y: en principio - nuestra naturaleza humana es buena, tan buena que Dios mismo la asumió. No se trata de una naturaleza etérea, general; se trata de nuestra naturaleza concreta, hasta el último detalle. Crezcan y multiplíquense (Génesis 1,28) dijo Dios. Nuestro deseo de crecer, de defender y mantener nuestra vida, es de Dios. Nuestro impulso de procrearnos, con todo lo que implica, es de Dios.

En la antigüedad hubo falsas doctrinas (el maniqueísmo) que despreciaban el cuerpo, como algo malo, algo que impide la vida espiritual. La iglesia condenó estos errores. Hace pocos siglos volvieron a surgir bajo la forma del jansenismo, que fue igualmente condenado por la iglesia. Sin embargo, solapadamente esta tendencia se mantenía incluso en la enseñanza de nuestra catequesis, e inconscientemente se transmitía a la gente un enorme desprecio del cuerpo. Esto se conoce también bajo la forma del puritanismo, que todavía está haciendo estragos en la vida espiritual y en una plena felicidad matrimonial de muchos. Resumiendo, y quizá exagerando un poco, se daba a entender - aunque no se decía expresamente - que el cuerpo era malo; lo peor era el sexo; y lo más virulento de todo era el cuerpo de la mujer. Sólo Dios sabe cuánta angustia y complejos sufría la gente por siglos enteros, y hasta hoy, porque no se enseñaba a apreciar el cuerpo como don de Dios, sino a tenerle miedo y a despreciarlo como impedimento en la vida espiritual. ¡Esto no es bíblico! Estoy convencido de que el libertinaje sexual que observamos en nuestro medio es una reacción - exagerada pero comprensible - a esta represión.

La encarnación es un NO rotundo al jansenismo y todas las tendencias negativas. Éstas son una espiritualidad del miedo, que no conoce la confianza, ni un Dios digno de confianza. Eva, hizo una ley para cumplir la ley: Podemos comer de todos los árboles del jardín; solamente del árbol que está en medio del jardín nos ha prohibido Dios comer o tocarlo, bajo pena de muerte (Gen 3,2). Dios no había dicho nada de no tocarlo. Declaramos malo lo que no es malo.


Menos en el pecado

En último término, nuestros pecados son fruto de nuestra desconfianza en Dios, de nuestro miedo a la muerte, en su sentido más amplio: de la pérdida de nuestra seguridad y de la vida misma, de la pérdida del sentido de nuestra vida, de nuestra estima, del control sobre nuestra vida. Estamos separados de Dios hasta tal punto que incluso dudamos de su existencia. En vez de buscar la felicidad auténtica buscamos placeres pasajeros. Acumulamos bienes porque "no se sabe". Controlamos y sometemos a otros para evitar ser sometidos. Así llegamos a la espiral de violencia que, poco a poco, va perdiendo el respeto a los convenios mínimos de convivencia humana y de entendimiento; con el resultado de una violencia exacerbada e impune que pone en peligro la paz mundial.

Cristo vino para restablecer la relación con Dios, para inspirarnos la confianza en Él como Padre amoroso. Así como los hijos de una familia tienen una misma carne y sangre, también Jesús participó de esa condición, para anular con su muerte al que controlaba la muerte, es decir, al diablo, y para liberar a los que, por miedo a la muerte, pasan la vida como esclavos (Hebreos 2,14-15). De allí que toda nuestra naturaleza humana vuelve a ser declarada buena. La podemos vivir sin miedo, sin egoísmo, sin hacer daño a los demás. De allí, la relación entre hombre y mujer, incluyendo la relación sexual, puede vivirse como sacramento, como expresión del amor de Cristo a su iglesia. Esta nueva vida es todo un camino largo que se enfoca con más detalle en la liturgia del ciclo pascual. Ahora, en este ciclo navideño, lo importante es aceptar la redención de nuestra condición humana, de nuestro cuerpo, en todas sus facetas.

Aprovecho para desear a mis lectores una Feliz Navidad. Que dejemos nacer a Jesús dentro de nosotros, hasta que podamos decir con Pablo, ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí.

19.12.14

¡No Abortemos a Jesús!


El místico Angelus Silesius (1624 - 1677) dijo en una ocasión, aunque Cristo haya nacido mil veces en Belén, si no nace en tu corazón, habrá nacido en vano. ¿Cómo será esto? Recordemos: el niño es engendrado en la madre, y crece en su seno, hasta que nace. Todos llevamos a Dios dentro de nosotros. La Palabra de Dios lo despierta a la vida, lo hace crecer, hasta que se vean los frutos de su presencia en nosotros o, como dice San Pablo, hasta que sea Cristo quien viva en nosotros.
Que éstas no son sólamente unas "bellas reflexiones" como las hacemos en Navidad, sino una realidad exigente, nos lo recuerda el Evangelio de Mateo, cuando Jesús dice en el último juicio, lo que (no) hicimos a uno de los más pequeños, (no) se lo hemos hecho a Él. Es decir que Jesús es una realidad presente en nosotros. También nos dice el Evangelio que somos templos del Espíritu Santo, es decir: lugar de la presencia de Dios.
Para que el niño crezca bien y sano en el seno de su madre, lo primero y más necesario es que ella lo acepte. Eso implica cambios profundos en su estilo de vida, en sus prioridades, en todo su ser. Esta aceptación se transmite al niño. Así a nosotros, antes que todo, se nos pide que aceptemos la presencia de Dios en nosotros, cambiando nuestra vida. Dios responderá a esta aceptación, manifestándose y actuando en nosotros. Como una madre habla con el bebé que lleva en su seno, así nosotros podemos hablar con ese Dios que es invisible pero que llevamos en nuestro corazón. Igual que una madre que vive una vida sana y se alimenta bien, nosotros contribuimos al crecimiento de Cristo en nosotros, si vivimos en una relación con Dios y nos alimentamos con su Palabra.
Es el pecado, son los malos hábitos, el olvido y la despreocupación, los que no dejan crecer a Jesús en nosotros, los que impiden que se manifieste. Y en el momento menos pensado, lo que damos a luz es un monstruo, el monstruo de nuestro egoísmo en todas sus facetas. Pero ésta no es nuestra vocación. Al contrario: como una madre vive para su hijo, así nosotros estamos invitados a reorientar toda nuestra vida en función de la presencia y manifestación de Dios en nosotros. Entonces podremos celebrar la Navidad porque será Navidad en nosotros, en nuestro ambiente.

6.12.14

Año de la Vida Consagrada


Retiro introductorio a la oración centrante
noviembre 2014
El primer domingo de adviento, el Papa inició el Año de la Vida Consagrada. Con esta ocasión publicó una Carta Apostólica, en cuyo final hay también unas palabras para todos los que practican la oración centrante o una disciplina semejante. Siguen las palabras que interesan en este contexto:
Del N° II,5:
Los monasterios y los grupos de orientación contemplativa podrían reunirse entre sí, o estar en contacto de algún modo, para intercambiar experiencias sobre la vida de oración, sobre el modo de crecer en la comunión con toda la Iglesia, sobre cómo apoyar a los cristianos perseguidos, sobre la forma de acoger y acompañar a los que están en busca de una vida espiritual más intensa o tienen necesidad de apoyo moral o material.
N° III - Horizontes del Año de la Vida Consagrada
1. Con esta carta me dirijo, además de a las personas consagradas, a los laicos que comparten con ellas ideales, espíritu y misión. Algunos Institutos religiosos tienen una larga tradición en este sentido, otros tienen una experiencia más reciente. En efecto, alrededor de cada familia religiosa, y también de las Sociedades de vida apostólica y de los mismos Institutos seculares, existe una familia más grande, la «familia carismática», que comprende varios Institutos que se reconocen en el mismo carisma, y sobre todo cristianos laicos que se sienten llamados, precisamente en su condición laical, a participar en el mismo espíritu carismático.
También os animo a vosotros, fieles laicos, a vivir este Año de la Vida Consagrada como una gracia que os puede hacer más conscientes del don recibido. Celebradlo con toda la «familia» para crecer y responder a las llamadas del Espíritu en la sociedad actual. En algunas ocasiones, cuando los consagrados de diversos Institutos se reúnan entre ellos este Año, procurad estar presentes también vosotros, como expresión del único don de Dios, con el fin de conocer las experiencias de otras familias carismáticas, de los otros grupos laicos y enriqueceros y ayudaros recíprocamente.
2. El Año de la Vida Consagrada no sólo afecta a las personas consagradas, sino a toda la Iglesia. Me dirijo, pues, a todo el pueblo cristiano, para que tome conciencia cada vez más del don de tantos consagrados y consagradas, herederos de grandes santos que han fraguado la historia del cristianismo. ¿Qué sería la Iglesia sin san Benito y san Basilio, san Agustín y san Bernardo, san Francisco y santo Domingo, sin san Ignacio de Loyola y santa Teresa de Ávila, santa Ángela Merici y san Vicente de Paúl? La lista sería casi infinita, hasta san Juan Bosco, la beata Teresa de Calcuta. El beato Pablo VI decía: «Sin este signo concreto, la caridad que anima la Iglesia entera correría el riesgo de enfriarse, la paradoja salvífica del Evangelio de perder garra, la “sal” de la fe de disolverse en un mundo de secularización» (Evangelica testificatio, 3).
Invito por tanto a todas las comunidades cristianas a vivir este Año, ante todo dando gracias al Señor y haciendo memoria reconocida de los dones recibidos, y que todavía recibimos, a través de la santidad de los fundadores y fundadoras, y de la fidelidad de tantos consagrados al propio carisma. Invito a todos a unirse en torno  a las personas consagradas, a alegrarse con ellas, a compartir sus dificultades, a colaborar con ellas en la medida de lo posible, para la realización de su ministerio y sus obras, que son también las de toda la Iglesia. Hacedles sentir el afecto y el calor de todo el pueblo cristiano.
Bendigo al Señor por la feliz coincidencia del Año de la Vida Consagrada con el Sínodo sobre la familia. Familia y vida consagrada son vocaciones portadoras de riqueza y gracia para todos, ámbitos de humanización en la construcción de relaciones vitales, lugares de evangelización. Se pueden ayudar unos a otros.

30.11.14

Adviento, Dios se hace Presente

Philippe de Champaigne: El Sueño de San José.
The National Gallery, London
Con el tiempo de Adviento nos preparamos para la fiesta de la Navidad. Pero, más que eso, nos preparamos para la venida del Señor. Por lo tanto, lo que nos interesa aquí no son, en primer término, los pormenores del nacimiento en Belén, sino el hecho de que Dios se hizo hombre. Además, la encarnación del Hijo de Dios es sólo el punto final de un largo proceso en que Dios se venía revelando durante siglos enteros.
Ya desde mucho antes del nacimiento de Cristo, Dios comenzó a acercarse y a manifestarse a los hombres y, desde Abrahán, a comunicarse con ellos. Después de haber leído en Génesis 4 - 11 los fracasos de los intentos vanos de la humanidad de salir de las consecuencias del pecado, es Dios quien toma la iniciativa, y se acerca al hombre. Porque el hombre, por sí solo, solamente se enreda más y más en su pecado. Esta situación es muy seria. Aquí no hablamos de pecados, en el sentido de infracciones a un mandamiento, sino de una situación de separación del Dios que es la fuente y el origen de nuestra vida.
Lucas, en el contexto de la parábola del rico y del pobre Lázaro, explica la situación del pecado así: Entre ustedes y nosotros se abre un inmenso abismo; de modo que, aunque se quiera, no se puede atravesar desde aquí hasta ustedes ni pasar desde allí hasta nosotros (Lucas 16,26). En los idiomas de origen germánico, el pecado se traduce con esta imagen: Sin (en inglés), Sünde (en alemán), que vienen del noruego "Sund", la imagen de un abismo, una separación, como también el Caño Grande en Estados Unidos. Sólo Dios, mediante la encarnación, es capaz de salirle al encuentro al hombre, para superar esta separación que es el pecado.
Así nos enteramos a partir del capítulo 12 del libro de Génesis cómo Dios toma la iniciativa y dice a Abrahán: Sal de tu tierra nativa y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré. Haré de ti un gran pueblo, te bendeciré, haré famoso tu nombre, y servirá de bendición. Bendeciré a los que te bendigan, maldeciré a los que te maldigan. En tu nombre se bendecirán todas las familias del mundo (Génesis 12,1-3). Vemos en estas pocas palabras una alusión a nuestra condición humana de pecado: dejar la identificación con el grupo que sirve de ambiente protector; recibir la fama de parte de Dios; en vez de seguridades, recibir la bendición de Dios; en vez de dominación, ser una bendición.
Esta relación amorosa libera al hombre de la esclavitud. He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos. Y he bajado a librarlos de los egipcios, a sacarlos de esta tierra para llevarlos a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel...  Yo estoy contigo (Éxodo 3,7-8.12).
A lo largo de los siglos Dios confirma una y otra vez su presencia por la palabra de los profetas. Sirva como botón de muestra la palabra de Dios a Jeremías: No les tengas miedo, que yo estoy contigo para librarte (Jeremías 1,8).
Una limitación en todo este proceso fue que el hombre, por su situación de pecado, no era capaz de entender todo el alcance de la revelación de Dios. Para entenderlo, le tomó un proceso largo, de siglos enteros. La carta a los Hebreos lo resume así: En el pasado muchas veces y de muchas formas habló Dios a nuestros padres por medio de los profetas. En esta etapa final nos ha hablado por medio de su Hijo, a quien nombró heredero de todo, y por quien creó el universo. Él es reflejo de su gloria, la imagen misma de lo que Dios es, y mantiene el universo con su Palabra poderosa. Él es el que purificó al mundo de sus pecados, y tomó asiento en el cielo a la derecha del trono de Dios (Hebreos 1,1-3).
Los Judíos no tenían imágenes de Dios, pero creían tener una idea muy clara de cómo era Él, de cómo debía ser el Mesías. Como respuesta a este error, el evangelio de Juan pone en el primer capítulo esta frase lapidar: Nadie ha visto jamás a Dios; el Hijo único, Dios, que estaba al lado del Padre, Él nos lo dio a conocer (Juan 1,18). Es como si dijera, "¡déjense de fantasías! ¡no se pongan a inventar!" Por eso, en la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo. La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros (Juan 1,14). O, como diría San Pablo: Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos (Filipenses 2,6-7). Jesús, al entrar en este mundo, trastorna todo lo que la humanidad pueda pensar y decir sobre Dios. Todos estos intentos no son más que proyecciones de nuestros deseos y miedos que, al fin y al cabo, provienen de nuestro ego, nuestro falso yo.
Con la encarnación, Dios nos revela dos cosas íntimamente relacionadas: En primer término, se revela a si mismo, nos dice quién es Él realmente: un misterio insondable, pero que se relaciona con el hombre. Se llamará Emanuel, que significa: Dios con nosotros (Mateo 1,23). Y es más: es precisamente entrando en relación con Dios que nos damos cuenta de quién es Él. Dios no es un objeto para analizarlo (éste es el error de nuestra mentalidad científica occidental), sino alguien que nos ama y quiere entrar en una relación con nosotros. Podemos hablar de Dios no tanto en conceptos; eso nos divide porque nuestros conceptos e ideas son distintas y, como dije, proyecciones de nuestra mente contaminada por el pecado. Pero podemos hablar de nuestra experiencia.
El mismo Señor tuvo la experiencia de Dios como Padre, como totalmente digno de confianza. Lamentablemente, muchas veces nos olvidamos del aspecto materno de Dios, porque, por tantas ideas nuestras sobre Él, lo hemos puesto muy lejos, "allá en el cielo". Nos hemos olvidado de la presencia en y entre nosotros, una presencia que, igualmente, nos inspira una confianza íntima. El hecho de que Jesús llamara a Dios "Padre", no tiene nada que ver con una mentalidad patriarcal. A mi manera de ver, llamar a Dios "Madre" refleja nuestra experiencia de la presencia protectora de Él, como dice el salmo: En el asilo de tu presencia nos escondes (Sal 30,21), mientras que, cuando lo llamamos Padre, nos referimos a esta experiencia donde se nos pide salir de nuestras limitaciones y nuestra área protegida, cuando se nos exige más de lo que creemos poder dar. Además, estas discusiones sobre el género es un asunto de nuestros idiomas europeos. En otros idiomas, los sustantivos no tienen género. Y en hebreo, "ruaj", el Espíritu Santo, es femenino. Es esta presencia de Dios que nos acompaña siempre. Durante estas fiestas navideñas podemos poner más énfasis en el rostro materno de Dios, en su presencia amante y protectora, y las consecuencias que tiene esto para nosotros. En el triduo pascual, cuando celebramos la muerte y resurrección del Señor, podríamos meditar más sobre la experiencia de Dios como Padre.
En todo caso, hablando de experiencia, hablamos de la experiencia de un solo Dios; eso nos une, nos lleva a formar la iglesia. Por eso, Jesús envía a sus apóstoles a ser, más que maestros: testigos.
En segundo término, nos revela nuestra verdadera condición humana, tal como Dios nos había pensado desde el principio: "El ángel fue enviado a María en el sexto mes"; según el simbolismo del número 6, el sexto día Dios creó al hombre. Ahora, con Jesús, se crea al hombre cabal, la imagen perfecta de Dios. Según Juan, Jesús muere en la cruz el "sexto día", diciendo que todo se ha cumplido (Juan 19,30). Hablamos de nada menos que la divinización del hombre. Podemos llegar a este punto cuando consentimos no sólo a su presencia, sino también a su acción en nosotros.
Otro aspecto de la presencia de Dios es el perdón. Así, el ángel dice a José en sueños: (María) dará a luz un hijo, a quien llamarás Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados. (Mateo 1,21). Tanto en la anunciación a José como en la predicación de los apóstoles, este mensaje fue de cabal importancia; porque, mediante el perdón se sana la brecha que dejó nuestra condición humana entre Dios y nosotros.  El perdón de los pecados es consecuencia de este encuentro de Dios con nosotros.
Las genealogías en Mateo y Lucas nos dan a entender que todos, muchas veces sin saberlo, ponemos nuestro granito de sal, para que Cristo pueda hacerse presente entre nosotros: Todas las generaciones de Abrahán a David son catorce; de David hasta el destierro a Babilonia, catorce; del destierro de Babilonia hasta el Mesías, catorce (Mateo 1,17). "¿Quién, al leer esta primera página del evangelio, se sentirá excluido de la familia de Jesús? ¿Quién no se sentirá llamado a participar de la plenitud de las promesas de Dios que se han hecho carne en un miembro de nuestra familia humana?" - así dice un comentario a este texto.
Esta presencia de Dios, ¿a qué nos invita? María y José nos muestran el camino. María da su consentimiento a la presencia de Dios en ella, sabiendo que esto tendría consecuencias importantes para su vida futura. Se pone en manos del Señor. También José, a su manera, consiente a esta presencia y a la acción de Dios. En su prometida nació algo en que él no tuvo ni arte ni parte. Pero tenía una mente y un corazón suficientemente abiertos para escuchar el mensaje de Dios que despejó sus dudas y que le animó a aceptar a su prometida con el fruto que era obra de Dios. Cuando José se despertó del sueño, hizo lo que el ángel del Señor le había ordenado y recibió a María como esposa (Mateo 1,24).
¡Cuántas veces se nos presenta Dios en nuestra vida de una manera inesperada que rompe todos nuestros esquemas! Es justo que, como María y José, pidamos a Dios que despeje nuestras dudas. Así se nos facilita más aceptar la obra de Dios en nosotros.

21.10.14

¿Cuál es el Mensaje?

Foto: Prensa
Hace pocos días, el "Socorro-móvil" amaneció quemado. Aun sabiendo que el tema de las "peregrinaciones de la Virgen del Socorro" es casi intocable, yo, sí, lo voy a tocar. Ocurrió lo que yo temía que iba a ocurrir cuando esta actividad se hizo una costumbre. En algún momento íbamos a tener un problema, un accidente o las consecuencias de un acto malintencionado. Gracias a Dios que no le tocó a la estatua, sino sólo al carro que la transportaba. En la situación en que estamos hoy en día, de inseguridad y de hostilidad antirreligiosa velada y abierta, eso podía ocurrir. Era una cuestión de tiempo - y ¡de prudencia!
Pero, eso no es tanto el problema. La cuestión es, ¿qué pastoral está detrás de estas peregrinaciones? Y ¿qué quiere decirnos Dios a través de este hecho? Preguntémonos ¿qué provecho pastoral traen estas peregrinaciones? ¿A qué camino espiritual invitan? ¿Cuáles son, con el tiempo, los cambios positivos en las personas? "Por sus frutos los conocerán". ¿Dónde hay estos frutos, y cuáles son? ¿No es, acaso, más bien el deseo de demostrar que todavía tenemos poder de convocatoria, de que hay que tomar en cuenta la institución de la iglesia? ¿No son estas peregrinaciones una coartada, para mantener nuestra consciencia tranquila, porque se hace algo, "se mueve" algo?
¿Dónde está la formación continua y paciente que lleva a la gente a VIVIR el ejemplo de la Virgen, a decir a la palabra del Señor? No niego que no haya formación buena; la hay. Pero, ¿es suficiente? ¿No seguimos desperdiciando el tiempo en mucho activismo - Marta, Marta, te preocupas de muchas cosas...?
Ahora, el Gobernador acaba de regalar un nuevo "Socorro-móvil". ¿Qué hay detrás de esto? Recuerdo que, cuando estaba en Suráfrica, todavía en tiempos del racismo, un funcionario del gobierno blanco me dijo una vez, "hay que dejar que estos negros celebren su culto, canten y bailen en la iglesia; esto los mantiene felices". Al mismo tiempo casi no se mencionaba que Nelson Mandela estaba preso; y cuando hablaban de él, lo pintaban casi como al diablo en persona. ¡OPIO DEL PUEBLO! Así dijo Marx, quien no era precisamente cristiano, pero tenía ojos para ver - ¡y los usó! Nuestro gobierno tampoco se distingue por ser amistoso hacia la iglesia. Si regala un carro para que sigan estas peregrinaciones, por algo será. ¿Por qué no se regala una carro a un trabajador del volante que pierde su trabajo, y el sustento de su familia porque no consigue ni un pequeño repuesto? ¿Por qué se ayuda al transporte de una imagen, mientras que las verdaderas imágenes de Dios están en las cárceles? ¿Los presos políticos, los presos víctimas de hacinamiento porque se los mantiene presos sin sentencia firme, o inocentes? Como siempre, el "bozal de arepa" parece funcionar.
Recuerdo que, cuando de niño, iba a la escuela primaria. Eran los tiempos de Hitler, en la Alemania nazi. Pero teníamos clases de religión en la escuela pública. Podíamos ir a misa. Había procesiones y peregrinaciones. Ningún problema. Sólo, si a alguien se le ocurría hablar contra el gobierno, lo mínimo era el internamiento en un campo de concentración, pero muchas veces la muerte.
Lo que necesitamos es gente que tome a la Virgen como ejemplo en su camino con Dios, gente que sigue a Jesús hasta el Getsemaní y el Gólgota. Y eso no se consigue con "movidas", sino con formación, y tomando decisiones.
No todo el que me diga: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre del cielo (Mateo 7,21).

29.8.14

Lectio - Por Dónde Comenzar


Líbranos del mal; así terminamos el rezo del Padre Nuestro. Otras traducciones dicen "del Maligno". El original griego no habla del Diablo o de Satanás, sino del "ponerós", del que no nos deja respiro, que nos importuna, nos acosa y nos "tiene a monte" con sus sugerencias y exigencias. Pensemos en la avalancha de información que tenemos hoy en el mercado, incluso en el de literatura religiosa. No nos permite sosiego ni tiempo para pensar. El bombardeo de impresiones y la lectura rápida no quieren permitirnos entrar en nuestro centro donde está Dios. Igual como la comida rápida frecuente puede darnos una indigestión, así la lectura rápida, puramente intelectual y superficial, nos da una indigestión espiritual, es decir, un caos en nuestro corazón. No asimilamos el alimento espiritual. Como lo indica la imagen adjunta, incluso la Escritura puede inducirnos a fijarnos en menudencias y detalles, para quedarnos "en las ramas". Es necesario, por lo tanto, leer una cosa a la vez, pausadamente, para que pueda tocarnos el corazón. Pero, dado que Dios es infinito, incluso si nos fijamos en lo esencial, se nos hace difícil decidir por dónde comenzar.
Por eso, como primer criterio, recordemos una cosa: El centro de toda la Escritura es Jesucristo. En el pasado muchas veces y de muchas formas habló Dios a nuestros padres por medio de los profetas. En esta etapa final nos ha hablado por medio de su Hijo, a quien nombró heredero de todo, y por quien creó el universo. Él es reflejo de su gloria, la imagen misma de lo que Dios es, y mantiene el universo con su Palabra poderosa. Él es el que purificó al mundo de sus pecados, y tomó asiento en el cielo a la derecha del trono de Dios (Hebreos 1,1-3).
El mismo Jesús lo dejó claro en la tarde de su resurrección, cuando caminaba con dos discípulos a Emaús: Jesús les dijo: ¡Qué duros de entendimiento!, ¡cómo les cuesta creer lo que dijeron los profetas! ¿No tenía que padecer eso el Mesías para entrar en su gloria? Y comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que en toda la Escritura se refería a él. (Lucas 24,25-27). En este texto de Lucas vemos, además, otra faceta esencial para una buena lectio divina: el centro no es sólamente Jesús, con sus enseñanzas y milagros. El centro es Jesús, en su muerte y resurrección. De esta manera, Dios mismo nos da una primera orientación acerca de dónde comenzar: en el nuevo testamento. Esto nos facilita más tarde entender mejor los textos del antiguo testamento que, por ser de una cultura y época muy remotas, son a veces más difíciles de entender que los del nuevo testamento - que tampoco son fáciles.
Esto nos lleva a un segundo criterio que es consecuencia del primero: si el mismo Señor ya nos indica por dónde podemos comenzar, permitámosle que sea Él mismo quien tome la iniciativa. ¿Cómo podemos hacer esto? Ateniéndonos a la disciplina de leer, no lo que quisiéramos en un momento dado, sino lo que Él nos ofrece en su iglesia. Quisiera explicar esto un poco más. Hay varias maneras, a mi modo de ver, erróneas, de escoger el texto para la lectio divina:
A veces, para escoger un texto, nos dejamos guiar por nuestro estado de ánimo. Por ejemplo, cuando estoy deprimido leo el salmo 87: Soy un desdichado y muero quejumbroso. He soportado tus terrores y estoy aturdido. Tu incendio ha pasado sobre mí, tus espantos me han aniquilado; me envuelven como agua todo el día, me cercan todos a la vez. Alejaste de mí amigos y compañeros, mi compañía son las tinieblas (Salmo 87,16-19).
Cuando me siento muy bien, por no decir, eufórico, leo el texto de las bodas de Caná (Juan 2,1-12). Seiscientos litros de agua convertidos en vino: ¡eso, sí, es lo mío!
Pero, ¿qué pasa en estos casos? Utilizo la palabra de Dios para confirmar lo que ya pienso o siento. No me sacude, no me saca de mí mismo. En el fondo, no estoy interesado en Dios, sino en girar alrededor de mi ego. Por supuesto, no confundamos esto con una oración sincera: los salmos expresan mejor, y con la palabra de Dios, lo que sentimos. Como oración, está bien; pero no es lectio divina. Tengamos eso bien claro.
Otro método, para mí erróneo, es el "del dedo". Uno tiene una inquietud, una pregunta y, con fe, abre la biblia al azar, y donde le cae el dedo, allí cree que está la respuesta. He visto que es un método bastante utilizado. Por supuesto, no excluyo que Dios nos puede hablar de esta manera. Él nos sale al encuentro en todas partes, hasta en el pecado. Para Él no hay límites. Pero veamos lo que pasa cuando hago esto: YO mantengo el control, YO estoy en el centro. Porque soy yo quien presenta su inquietud, soy yo quien pregunta. Dios me debe la respuesta. Seguro que Él nos responde; por eso, esta manera de relacionarnos con Dios puede ser en un momento dado legítima, pero no es lectio divina. En ésta, nos abrimos a la palabra de Dios como oyentes, nos mantenemos en silencio, le "permitimos" que nos diga lo que ÉL quiere decirnos, nos dejamos sorprender. Lo nuestro es el silencio y un corazón muy abierto.
Recuerdo que una vez hice una demostración de esto en un retiro; y mi dedo cayó en una página en blanco que estaba entre el final de un libro y el comienzo del siguiente. Si hago esto como método de lectio divina, ¿qué querrá decirme Dios con eso?... Más drástica fue la sorpresa de alguien - no sé si ocurrió así, o si es sólo una anécdota - que abrió la biblia, y su dedo cayó en las palabras: (Judas) se fue y se ahorcó (Mateo 27,5). Como no sabía qué hacer con este texto, volvió a abrir la biblia al azar, y su dedo cayó en las palabras: Vete y haz tú lo mismo (Lucas 10,37)... Aunque no sea verdad, es un caso típico de leer la palabra de Dios fuera de su contexto. Dios puede, como dije, hablarnos si usamos este método, pero no conviene hacer de esto una costumbre; porque la palabra de Dios se merece respeto. Si la consulto sólamente por un problema, buscando una respuesta a una pregunta precisa, la reduzco a un libro de consultas y adivinaciones, igual que un libro de oráculos, el I Ching, el Tarot, u otra cosa semejante. En el centro siempre estaré yo.
¿Cómo proceder entonces para dejar la iniciativa a Dios? Hay una manera muy sencilla para eso: leemos los textos del día. Hoy en día, cada misa tiene sus lecturas propias. Si nos fijamos, para comenzar, sólo en el evangelio, ya tenemos textos para cada día de un año. Como esta disposición ya está hecha, el texto me llega y, a veces, se me revela como una caja de sorpresas. No importa cómo me siento o qué preguntas e inquietudes tengo, Dios puede darme algo mucho mejor de lo que yo estoy esperando. Puede ampliar mis horizontes, hacerme ver otras facetas de mi realidad - en fin, se revela siempre en una grandeza que yo ni siquiera puedo imaginarme.
La lectio divina no es sólo información, sino formación: Dios quiere formarnos a su imagen y semejanza. Es nuestra fidelidad a la disciplina diaria de la lectio que le da a Dios mano libre para hacer de nosotros aquel hombre y a aquella mujer que Él tenía en mente desde un principio cuando nos creó.
Otra manera, igual de buena, de dejar la iniciativa a Dios, sería la de escoger, en oración, un libro determinado de la biblia. Eso lo leemos, poco a poco, párrafo por párrafo, desde el principio hasta el fin. Es la misma disciplina para obligarnos a atenernos a un texto, sabiendo que allí Dios nos habla. En todo caso, es bueno recordar que cuánto más deseamos conocer a Dios, tanto más Él se nos revelará.
Para terminar, les dejo dos textos que pueden expresar este deseo de Dios:
Recuerdo los tiempos antiguos,
medito todas tus acciones
considero las obras de tus manos
y extiendo mis brazos hacia ti:
tengo sed de ti como tierra reseca. (Del salmo 142)
¡Oh Dios!, tú eres mi Dios, por ti madrugo,
mi alma está sedienta de ti;
mi carne tiene ansia de ti,
como tierra reseca, agostada, sin agua. (Del salmo 62)

14.8.14

Lectio - Escucha

"Toma y lee"; éstas son las palabras que escuchó San Agustín cuando Dios lo invitó a la conversión. El primer paso en este camino es: salir de nosotros mismos, de nuestro mundo pequeño, e interesarnos seriamente por el Otro. También el camino de los monjes comienza así: Escucha, hijo, estos preceptos de un maestro, inclina el oído de tu corazón, acoge con gusto esta exhortación de un padre entrañable y ponla en práctica, para que por el esfuerzo de tu obediencia retornes a Dios, del que te habías alejado por la desidia de tu desobediencia. Con estas palabras comienza la Regla de San Benito (Prólogo 1-2).
No sólo los monjes, sino todos los cristianos estamos invitados a escuchar, a salir de nosotros mismos, a cuestionar y a distanciarnos de nuestros criterios, y a permitirle a otro que nos manifieste sus ideas y, más aun, que se nos manifieste a sí mismo. La palabra "escuchar" viene del latín "auscultare"; de allí nuestra palabra castellana "auscultar". La usan los médicos, usando incluso un dispositivo que les permite escuchar los sonidos más débiles en el cuerpo de su paciente. Un buen médico no querrá escuchar lo que él se imagina, sino lo que ocurre en realidad; esto puede ser muy diferente de lo que él se imagina. Por eso debemos preguntarnos siempre: ¿Estamos escuchando para entender al otro, o apenas lo dejamos hablar para contestar enseguida? ¿Leemos la palabra de Dios para conocerlo a Él, o para encontrar un texto que apoya nuestras ideas? Caemos fácilmente en esta trampa cuando leemos un texto sin tomar en cuenta el contexto en que fue escrito. Y es muy importante atenernos al texto, no saltar precipidadamente a conclusiones. No nos imaginemos lo que no dice el texto. Se necesita mucha disciplina para quedarse con el significado de una palabra, sin ver en ella lo que nos gustaría encontrar, pero que no está allí. Puede ser útil consultar un comentario o la nota al pie de página, sin que eso degenere en un estudio puramente cerebral para satisfacer la curiosidad. Lo importante es el encuentro personal con Dios a través de la palabra.
Sabemos con cuánto gusto escuchamos a una persona que comparte nuestros mismos criterios, que nos toma en serio y nos respeta. Podemos pasar horas conversando y escuchando sin darnos cuenta de cómo pasa el tiempo. Por otra parte, evitamos a gente que nos lleva la contraria, que tiene criterios muy distintos de los nuestros. Aunque nos respeta, sabemos que, al darle conversación, nos puede cuestionar, y hasta cambiar nuestra vida.
Esta dinámica se ve muy claramente en el evangelio de Juan, donde la gente se encuentra con Jesús y, al final, toma una decisión o hace una profesión de fe. Incluso en Cafarnaum, después de la larga catequesis sobre el pan de vida, la gente se ve obligada a tomar posición: Desde entonces muchos de sus discípulos lo abandonaron y ya no andaban con él (Juan 6,66). Pedro, por su parte, se decide a favor de Jesús: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros hemos creído y reconocemos que tú eres el Consagrado de Dios (Juan 6,68-69).
Es la Palabra de Dios la que nos da vida eterna. La encontramos en la escritura, cuando nos dedicamos a una escucha asidua, diaria, hasta que, poco a poco, nos vemos impregnados y transformados por esta palabra. En vez de hablar de "lectura", sería mejor hablar de "escucha". Los antiguos no leían en silencio y sólo mentalmente, como nosotros hoy en día. Leían como con un murmullo, susurrando, para escuchar ellos mismos la lectura. Se hacían oyentes.
Al comenzar este camino de lectio divina, y al disponernos cada día a esta práctica, es necesario ubicarnos, conscientizarnos de lo que estamos a punto de hacer. Nos comunicamos con otro, con EL OTRO, que no se amolda a nuestras ideas que podamos tener de Él, sino que es Él quien quiere crearnos a su imagen y semejanza (Génesis 1,27). Por eso, antes de hacer lectio divina, necesitamos pedirle a Dios que abra nuestros corazones, que nos diga, como al sordo del Evangelio: ¡"effetá" - ábrete!
Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mis senderos (Salmo 118,105).

9.8.14

La mujer adúltera


En María vemos la santidad de la Iglesia. Siendo modelo de los creyentes, ha respondido, desde siempre y cabalmente, a la voluntad del Señor. Pero la Iglesia es también pecadora y, sin embargo, Iglesia de Cristo. Los discípulos que después de Pentecostés iban a actuar, llenos y guiados por el Espíritu Santo, no han sido gente muy perfecta que se diga. ¿Podrán llevar adelante la obra que se les encomendó? Para ser breve: dados sus antecedentes, hoy en día no tendrían la posibilidad de ser nombrados obispos o elegidos como papa.
En el Evangelio de Juan hay tres ocasiones más donde Jesús se dirige a una mujer como a su esposa - ¡y no son precisamente mujeres perfectas! Ya hemos meditado sobre Magdalena y la Samaritana.
Otra faceta de la Iglesia es representada por la mujer sorprendida en adulterio. Antes de apedrearla, los presentes aprovechan la situación para tender una trampa a Jesús; la ley de Moisés es clara: el adulterio está penado con la muerte. Jesús les recuerda a los jueces que todos somos pecadores. Se incorporó y le dijo: Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado? Ella contestó: Nadie, Señor. Jesús le dijo: Tampoco yo te condeno. Ve y en adelante no peques más (Juan 8,10-11).
Jesús trata a esta pobre infeliz como “mujer”, es decir, esposa. En este contexto es importante que no pensemos en su adulterio solamente como un pecado sexual. A lo largo del Antiguo Testamento, el adulterio ha sido el símbolo de la infidelidad del pueblo de Israel a la alianza con Dios. La idolatría es adulterio. La mujer adúltera del evangelio representa a la iglesia que, a lo largo de su historia, una y otra vez ha sido infiel a la misión que el Resucitado le ha encomendado. Fue el Papa Juan Paulo II quien públicamente pidió perdón por tantos errores y pecados cometidos por la Iglesia a lo largo de los siglos.
Y donde otros se esfuerzan por encontrar los “trapos sucios” de la Iglesia y sus ministros, Jesús les ofrece continuamente su perdón. “No mires nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia” rezamos en la misa antes de darnos la paz. Porque donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia (Romanos 5,20). Nuestros pecados pueden ser muchos y graves, pero Jesús nos ofrece continuamente su perdón. La Iglesia es este ambiente de perdón. Esa es su misión, nuestra misión: reconciliar, en vez de condenar
Tomado, y ligeramente editado de mi libro "María, Modelo del Creyente"

1.8.14

La Samaritana

En María hemos visto la santidad de la Iglesia. Pero la Iglesia es también pecadora y, sin embargo, Iglesia de Cristo. En el Evangelio de Juan hay tres ocasiones  más donde Jesús se dirige, aparte de su madre, a una mujer como a su esposa - ¡y no son precisamente mujeres perfectas!  En la entrada pasada ya hablé de Magdalena. Esta vez quisiera meditar brevemente sobre el encuentro de Jesús con la Samaritana.
En el capítulo 4 de Juan leemos un diálogo largo donde Jesús lleva a una mujer  samaritana poco a poco a reconocerlo como el Mesías. En un momento dado, se  nos revela su pasado: (Jesús) le dice: Ve, llama a tu marido y vuelve acá. Le contestó la mujer: No tengo marido. Le dice Jesús: Tienes razón al decir que no tienes  marido; porque has tenido cinco hombres, y el que tienes ahora tampoco es tu  marido. En eso has dicho la verdad (Juan 4,16-18).
Los samaritanos son descendientes de gente que, siglos atrás, habían sido deportados de otras partes del Oriente Medio o de Asia, para asentarlos en tierras que  habían pertenecido a Israel. Habían traído sus tradiciones religiosas, las habían  mezclado con las tradiciones de los pobladores israelitas que no habían sido deportados, para llegar a una mezcla de cultos ajenos a la fe estricta de los  judíos en un solo Dios. De esta manera, la samaritana representa a aquella gente  que, si bien es religiosa, está peregrinando de una religión a otra (has tenido cinco  hombres), el sincretismo, los que pasan del cristianismo al budismo, al hinduismo,  a la nueva era, y a toda creencia que se les pueda presentar. Son los “turistas espirituales”, bajo la  “dictadura del relativismo”, como diría Benedicto XVI.
Y sigue Jesús hablando: Créeme, mujer... llega la hora, ya ha llegado, en que los  que dan culto auténtico adorarán al Padre en espíritu y en verdad. Porque esos  son los adoradores que busca el Padre. Dios es Espíritu y los que lo adoran deben  hacerlo en espíritu y verdad (Juan 4,21-24). Así le abre el entendimiento, y la lleva  a reconocerlo como Mesías. Al facilitarle Jesús una relación personal con Dios  como Padre, en espíritu y en verdad, termina la búsqueda inquieta de esta mujer, y  ella se convierte en testigo frente a sus paisanos.
Hace años leí en un libro de la nueva era que no necesitábamos testigos, sino maestros. Pero, en los evangelios se nos muestra exactamente lo contrario. La Samaritana representa a la Iglesia, grupo de creyentes, de aquellos que, después de una  larga búsqueda y muchos errores, encontramos nuestro descanso en una relación  profunda con Dios, y nos convertimos en testigos y misioneros.
Texto, ligeramente editado, de mi libro María, Modelo del Creyente.

20.7.14

Maria Magdalena

Antes de hablar de esta mujer, debemos estar claros en un punto: aunque la tradición - por no hablar del arte - la identifica con la adúltera que estaba a punto de ser apedreada, o con la pecadora que lavó con sus lágrimas los pies de Jesús, y con la mujer que ungió a Jesús con aceite costoso, no son la misma persona. Del “pasado”  de Magdalena sabemos sólo que es la mujer de la que (Jesús) había expulsado  siete demonios (Marcos 16,9).
¿Qué quieren decir Marcos y los evangelios en general cuando hablan de demonios? “Daimon”, en el griego de la época, significa una deidad inferior que puede  ser buena o mala. Es más fuerte que el hombre, pero está sometida a los dioses  del Olimpo. Son fuerzas espirituales que el hombre no controla. A los demonios no se les puede expulsar con Belcebú, el jefe de los demonios (Lucas 11,15). Mientras un hombre fuerte y armado guarda su casa, todo lo que posee está seguro.  Pero si llega uno más fuerte y lo vence, le quita las armas en que confiaba y reparte sus bienes (Lucas 11,21-22).
Mientras antes se confundía a los demonios con el mismo diablo o Satanás, hoy  es comúnmente aceptado que se trata más bien de fuerzas sicológicas y espirituales que están fuera de nuestro control. No se trata de caer en sicologismo, de reducir todo a un problema sicológico que, con ayuda profesional, se podría resolver. También los sicólogos saben que siempre queda un recinto donde ellos, como sicólogos, no pueden penetrar. En este recinto más íntimo de nosotros, el hombre  está solo frente a Dios, dándole la cara o la espalda. En este recinto, Jesús puede  penetrar para sanarnos.
Volviendo a Magdalena, podemos decir que esta mujer había vivido completamente (siete demonios) fuera de sí, víctima de sus complejos, heridas, compulsiones y todo lo que puede esclavizar a una persona y alienarla de sí misma. Jesús sanó a esta mujer, le devolvió su dignidad, su libertad, su dominio de sí y su mente sana.
No es de extrañar que después de haber recobrado su salud, fuera una fiel seguidora de Jesús, hasta la cruz y la sepultura. Quizá sus sufrimientos pasados la hicieron muy sensible y perceptiva y, en todo caso, muy agradecida. Esta sensibilidad, ahora sanada, este saber que ella no es nada sin Jesús, le permite ser la  primera que ve al Resucitado: El primer día de la semana por la mañana resucitó Jesús y se apareció a María Magdalena (Marcos 16,9); Jesús (frente a la tumba  vacía) le dice: Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? (Juan 20,15). Cuando lo reconoce, la alegría es inmensa y Jesús le dice: ¡Suéltame! Magdalena ya no debe aferrarse a Él como hubiera querido, sino que recibe una misión. De esta manera, María Magdalena representa a los que hemos estado esclavizados y alienados de nuestro centro. La iglesia está conformada por hombres débiles. Es el Señor quien nos sana continuamente, y nos capacita para seguirle y ser testigos de las obras grandes que hizo en nosotros.  Nuestra relación con Dios da como fruto una experiencia que no podemos enseñar; sólo podemos ser, como la Magdalena, testigos de ella.

(Último capítulo, ligeramente editado, de mi libro "María, Modelo del Creyente", Academia Internacional de Hagiografía, serie escritorio, no. 6)

8.6.14

Les conviene que yo me vaya



P. Polykarp Ühlein OSB,
Cristo y Magdalena ante la tumba vacía.
La solemnidad de Pentecostés es otra faceta más del misterio de la muerte y resurrección de Cristo. Celebramos la venida del Espíritu Santo sobre los discípulos reunidos, junto con María, la madre de Jesús. Con esta celebración cerramos el ciclo de las fiestas pascuales. Desde hace unos 40 años se ha renovado la consciencia de la presencia del Espíritu Santo en la iglesia. A pesar de errores y desviaciones - porque el ego humano es capaz de torcer todo - comenzó una renovación. Pero queda mucho camino por recorrer. Yo quisiera reflexionar sobre este misterio desde mi experiencia como sacerdote y monje que, en ocasiones, acompaña espiritualmente a otras personas.
Puede parecer extraño que no acompaño esta entrada con una representación del Espíritu Santo, sino con una imagen de Cristo y Magdalena frente a la tumba vacía. Pero éste es precisamente el aspecto que quiero resaltar. Recordemos cómo Magdalena, después de su dolorosa búsqueda, por fin encuentra a Jesús; no sólo su cuerpo, sino a él mismo, ¡vivo! ¡Qué alegría! Quiere aferrarse a él. Pero Jesús le dice ¡Suéltame!
Es verdad, todo comenzó con la presencia palpable de Jesús: Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y hemos palpado con nuestras manos, es lo que les anunciamos: la palabra de vida, dice San Juan en su primera carta (1 Juan 1,1). El Hijo de Dios se hizo hombre, asumió nuestra carne, para comunicarnos al amor de Dios a la manera humana: a través de los sentidos, también el del tacto.
Pero ahora ya no se trata de aferrarnos a alguien "allí fuera" de nosotros. El Espíritu Santo es, de ahora en adelante, el Dios "dentro" de nosotros, en lo más íntimo de nosotros mismos. Si alguien me ama cumplirá mi palabra, mi Padre lo amará, vendremos a él y habitaremos en él. Quien no me ama no cumple mis palabras, y la palabra que ustedes oyeron no es mía, sino del Padre que me envió. Les he dicho esto mientras estoy con ustedes. El Defensor, el Espíritu Santo que enviará el Padre en mi nombre, les enseñará todo y les recordará todo lo que yo les he dicho (Juan 14,23-26). Cristo nos ha hablado de parte del Padre; de ahora en adelante, eso lo hará el Espíritu Santo. Él será el Defensor, la presencia de Dios en nosotros. Yo pediré al Padre que les envíe otro Defensor que esté siempre con ustedes: el Espíritu de la verdad, que el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce (Juan 14,16-17). No podremos recibirlo mientras nos aferremos a un Cristo "allí fuera". Hay que soltar; entonces seremos capaces de recibir el Espíritu. Les conviene que yo me vaya. Si no me voy, no vendrá a ustedes el Defensor, pero si me voy, lo enviaré a ustedes (Juan 16,7). El Dios de nuestros padres ha resucitado a Jesús, a quien ustedes ejecutaron colgándolo de un madero. A él, Dios lo ha sentado a su derecha, nombrándolo jefe y salvador, para ofrecer a Israel el arrepentimiento y el perdón de los pecados. De estos hechos, nosotros somos testigos con el Espíritu Santo que Dios concede a los que creen en él (Hechos 5,30-32).
De nuevo pregunto, como ya en la entrada anterior sobre la Ascensión, ¿cómo nos afecta este misterio a nosotros? Jesús vino a anunciarnos el amor infinito del Padre, su perdón. Cuando había cumplido su misión, habiéndonos amado hasta el extremo de la muerte en una cruz, volvió al Padre. Ahora es el Espíritu, en su iglesia, quien sigue esta obra a lo largo de los siglos. Por eso, todos podemos esperar que Dios nos salga al encuentro en otra persona que, en su nombre, nos transmite y asegura su amor. A la vez, cada uno de nosotros es responsable de transmitir, de parte de Dios, este amor a los demás. Repito: de parte de Dios. No se trata de nuestro amor; no se trata de atraer a la gente hacia nuestra persona, sino de enseñarles el camino que lleva hacia el encuentro con Dios.
Visto de esta manera, da tristeza cómo la gente a veces se aferra a un párroco, y se opone a su traslado. Cómo hay gente que se desmorona cuando su director espiritual tiene que mudarse a otra parte, o se muere. Se nos olvida que estas personas están puestas por Dios en nuestro camino, pero un camino que no termina en un sacerdote determinado, sino que conduce, más allá del sacerdote, hacia Dios. Y Dios, quien nos acompaña a lo largo de nuestra vida, siempre puede suscitar una nueva persona que nos siga acompañando un trecho de nuestro camino. Porque es Dios quien nos guía; nosotros somos apenas unos "siervos inútiles" que Dios puede emplear o descartar según más convenga a sus planes.
Lo vemos en la imagen de Cristo y Magdalena frente a la tumba: Magdalena todavía sigue buscando el contacto concreto; trata de aferrarse a Jesús. Éste, sin embargo, parece alejarse de ella, y apunta con la mano a otra realidad. Después de decirle que lo suelte, le da una misión: vete, y diles a mis hermanos... La convierte en misionera. Ahora está autorizada para hablar a los demás. Más tarde vemos esto mismo en Pedro: el Pedro que niega a Jesús en la noche de su detención, unas semanas más tarde habla con todo aplomo a estas mismas autoridades que habían condenado a Jesús; les dice a la cara que hay que obedecer a Dios más que a los hombres. Ya no necesita protección desde fuera; es el Defensor interno, el Espíritu, quien le da esta valentía.
Así, a medida en que pongamos nuestra confianza en Dios - que siempre está presente - experimentaremos esta fuerza interior que nos libera de estar atados y dependientes de otra persona, y nos hace realmente adultos en la fe.

1.6.14

El Crucificado - Nombrado Juez

El misterio pascual de la muerte y resurrección de Jesucristo es tan profundo que la iglesia lo celebra en varias fiestas, dando así énfasis a sus diferentes aspectos. Normalmente hablamos de la resurrección, y ésta es la primera fiesta que celebramos, culminando el triduo sacro con la vigilia pascual.
Pero la misma palabra "resurrección" nos puede inducir a pensar que el muerto simplemente ha vuelto a la vida. Sin embargo, lo que celebramos en este misterio es mucho más amplio. No es un simple difunto de quien Pablo dice que vive (Hechos 25,19), sino que había sido condenado a la forma más atroz de la pena capital: la cruz. Atroz no sólo por el sufrimiento físico ella que significaba, sino también por las asociaciones que evocaba en la gente: crucificado entre malhechores, parecía a todas luces un malhechor; la cruz no era la forma de pena capital ni para los judíos ni para los romanos: era para un "apátrida", un nadie; maldito el que cuelga de un palo (Gálatas 3,13): a todas luces, Jesús parecía maldito incluso por Dios. En la ascensión celebramos el hecho de que el Dios de nuestros padres ha resucitado a Jesús, a quien ustedes ejecutaron colgándolo de un madero. A él, Dios lo ha sentado a su derecha, nombrándolo jefe y salvador, para ofrecer a Israel el arrepentimiento y el perdón de los pecados (Hechos 5,30-31). No se trata entonces solamente de un difunto que vuelve a la vida, ni de uno que, después de haber sufrido tanto, es premiado. Aquí se trata de un juicio, el juicio de Dios: el que fue condenado por los hombres, es rehabilitado por Dios.
Sin embargo, no podemos quedarnos sólo en la suerte de Jesús, como si fuera un relato interesante y edificante, pero que no nos afecta a nosotros. La pregunta es, ¿qué tiene que ver esto con nosotros? ¿Nos afecta y, en caso afirmativo, cómo nos afecta? Para responder a esta pregunta, tenemos que preguntarnos ¿por qué asesinaron a Jesús? Lo descubriremos remontándonos al tiempo de su actividad pública. Los sumos sacerdotes decidieron su muerte "por envidia": reunieron el Consejo y dijeron:  ¿Qué hacemos? Este hombre está haciendo muchos milagros. Si lo dejamos seguir así,  todos creerán en él, entonces vendrán los romanos y nos destruirán el santuario y la nación (Juan 11,47-48). Aparentemente estaban preocupados por el templo, lugar de la presencia de Dios. Pero el templo, en tiempos de Jesús, era también un gran negocio. No lo querían perder. Además, lo de los milagros fue, al menos en parte, también un pretexto. Lo que más les habrá dolido era que todos creían en Él. Porque Jesús no hacía sólo milagros, sino que incluso perdonaba pecados. Eso, según ellos, no debía ser. ¿Quién puede perdonar pecados, sino sólo Dios?...  El Hijo del Hombre tiene autoridad en la tierra para perdonar pecados  (Marcos 2,7.10). Cuando se alojó en la casa de Zaqueo, al verlo, murmuraban todos porque entraba a  hospedarse en casa de un pecador (Lucas 19,7). Cuando Leví (Mateo), el recaudador de impuestos, lo había invitado a un banquete, murmuraban diciendo: ¿Cómo es que comen y beben con recaudadores de impuestos y pecadores?  ... No tienen necesidad del médico los que tienen buena salud, sino los enfermos. No vine a  llamar a justos, sino a pecadores para que se arrepientan.  (Lucas 5, 30.31). Cuando una pecadora pública le lava los pies a Jesús, y los fariseos se extrañan, Él dice: se le han perdonado  numerosos pecados, por el mucho amor que demostró  (Lucas 36-50). Perdona a la mujer adúltera que estaba a punto de ser apedreada (Juan 11,3-8).
Con estos hechos y, además, con muchas parábolas, Jesús les trastorna a las autoridades su concepto de justicia de Dios que se basa en el premio para los buenos, y el castigo para los malos. Jesús perdona a TODOS, incluso a los que lo están crucificando. Y no es de extrañar que la gente cree en uno que los acoge y los ama, hasta perdonarles su pecado. Las máximas autoridades religiosas del pueblo judío dejaron claro que éste no era el camino. Al condenar a Jesús, y ejecutando la condena a través de los romanos, se puede decir que la humanidad entera, representada por su autoridad religiosa y local (judía) y la mundial y política (romanos) rechazó a Jesús. Y Dios permitió que este rechazo fuera consumado. Fue sólo entonces cuando Él resucitó a Jesús, como para decir que lo que representaba Jesús y lo que hacía, éste era el camino. ¡EL PERDÓN VA! Es la voluntad de Dios, es lo que nos une, es lo que nos trae la paz, y es lo que nos salva definitivamente. Por eso, Pedro dice el día de Pentecostés: Arrepiéntanse y háganse bautizar invocando el nombre de Jesucristo, para que se les perdonen los pecados (Hechos 2,38).
La fiesta de hoy nos invita a acercarnos con toda confianza a Jesús quien derramó su sangre para el perdón de los pecados (Texto de la consagración en la misa). No tengamos miedo a pedir perdón, ni a perdonar. A veces hay gente que trata de esquivar la responsabilidad del perdón, diciendo que "el hombre disculpa, sólo Dios perdona". Eso me parece una pobre acrobacia mental, para justificar cuando "espera al otro en la bajadita", para "pasarle factura". El perdón es una responsabilidad que ejercemos en nombre de Dios. No se trata sólo del perdón sacramental, reservado a los sacerdotes, sino también de crear un ambiente de perdón en las comunidades, en las familias, entre esposos, entre padres e hijos, entre vecinos, en toda la sociedad. El perdón sacramental sigue siendo necesario; en él se nos asegura con toda autoridad, por el servicio del sacerdote, que Dios nos perdona, aunque los hombres no lo hagan. Podemos pedir perdón por TODOS los pecados, hasta por los más escondidos, los más repetitivos, los que más nos dan vergüenza, los que creemos que no tienen perdón. San Pablo lo dice, de manera casi triunfal: Si Dios está de nuestra parte, ¿quién estará en contra? El que no reservó a  su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos va a regalar todo lo demás  con él? ¿Quién acusará a los que Dios eligió? Si Dios absuelve, ¿quién condenará? ¿Será acaso  Cristo Jesús, el que murió y después resucitó y está a la diestra de Dios y suplica por nosotros? ¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿Tribulación, angustia, persecución, hambre,  desnudez, peligro, espada? Como dice el texto: Por tu causa somos entregados continuamente a  la muerte, nos tratan como a ovejas destinadas al matadero. En todas esas circunstancias  salimos más que vencedores gracias al que nos amó.  Estoy seguro que ni muerte ni vida, ni ángeles ni potestades, ni presente ni futuro, ni poderes  ni altura ni hondura, ni criatura alguna nos podrá separar del amor de Dios manifestado en  Cristo Jesús Señor nuestro (Romanos 8,31-39).

28.5.14

Lectio Monástica

Es realmente una gracia de Dios el hecho de que, después del Concilio Vaticano II, se haya redescubierto la práctica de la Lectio Divina. Ahora, unos 50 años después, se ha introducido en muchísimas parroquias, y comienza a ser patrimonio de todos los creyentes - como lo era durante los primeros mil años de la iglesia.
Lamentablemente, hoy en día mucha gente recibe un método de Lectio Divina muy elaborado; el peligro es que uno se queda en el método, sin dirigirse a la fuente del texto, que es Dios mismo. Caemos en la trampa de una lectura cerebral, informativa - pero no formativa. Si evitamos los peligros, este método tiene su sentido, especialmente para principiantes de esta práctica. En los primeros siglos, la Lectio Divina - o simplemente "Lectio" - era una dinámica viva, un encuentro entre Dios y el hombre. La llamamos "Lectio Monástica", porque fue practicada primeramente por los monjes, pero no exclusivamente. En la Edad Media, cuando el hombre comenzó a distinguir más facetas de una cosa o un asunto, surgió la filosofía escolástica que se dedicaba precisamente a esto: a diferenciar, distinguir, analizar, separar. Esto influyó en la teología, y en la vida espiritual en general. Fue así que un monje llamado Guigo El Cartujo aplicó esta manera de pensar también a la práctica de la Lectio Divina. Lo que antes eran diferentes aspectos de un encuentro vivo con Dios, ahora se comenzó a analizar y a convertir  en "pasos". Así tenemos hoy una enseñanza muy elaborada que nos presenta estos "pasos", usando incluso las palabras latinas, porque éstas, a veces tienen un significado algo distinto de estas mismas palabras en castellano, aunque suenen casi iguales:
1. Statio: Antiguamente era el sitio donde se congregaba la gente para ir después en procesión al sitio donde se celebraba la liturgia. Es como ubicarse, silenciarse, dejar atrás las preocupaciones, para concentrarse en el encuentro con Dios.
2. Lectio: Es la lectura que, antiguamente, no se hacía en silencio, como nosotros hoy en día, sino con un murmullo, para que al menos uno mismo podía oírse. Más que "leer", era un "escuchar" la palabra de Dios.
3. Meditatio: No es lo mismo de lo que llamamos hoy en día "meditación". Ésta es una actividad mental. Sin embargo, antiguamente, éste era el aspecto más importante: interiorizar - diríamos hoy - la palabra; hacer que baje de la cabeza al corazón.
4. Oratio: Es nuestra respuesta a lo que Dios nos dice en su palabra.
5. Contemplatio: No es una contemplación en sentido estricto, sino un silencio, consciente de la presencia amorosa de Dios, donde su palabra puede resonar un tiempo más.
6. Discretio: La palabra de Dios nos facilita el discernimiento.
7. Collatio: literalmente "juntar". podemos compartir la palabra de Dios con otros, si bien la Lectio Divina es, en primer término, una práctica individual.
8. Actio: la acción. La palabra de Dios nos guía en nuestras acciones, para que estén de acuerdo con la voluntad de Dios. (He tomado estos "pasos" del libro de Arturo Somoza Ramos, Qué es la Lectio Divina, Paulinas, Madrid 1996. Es lo más elaborado y detallado que he visto sobre el tema).
Esta forma de Lectio, según los pasos, la llamamos "Lectio Escolástica", porque se originó bajo la influencia de la filosofía escolástica. Como dije, esto puede ser muy útil para principiantes. Pero si nos quedamos allí, no tendremos ningún fruto. Me explico: a veces, en las charlas, comparo este método con un joven que se enamora de una muchacha, dando los siguientes pasos:
1. mira a la muchacha
2. le sonríe
3. se encamina hacia ella
4. se le acerca y le habla...
A lo más tardar, cuando llego a este paso, la gente comienza a reírse. Y con razón, porque semejante relación es algo vivo, de corazón a corazón. Por supuesto, se podrá observar estos "pasos", y otros más. Pero lo importante no son los pasos, sino la persona y el encuentro con ella.
Lo esencial de la lectio divina no consiste en seguir unos pasos, sino en el encuentro personal con Dios. El eje de este encuentro es la meditatio y la oratio. Escuchamos lo que Dios nos dice, y le respondemos. Las veces que sea necesario, o que el Espíritu nos lo sugiere. Un buen ejemplo de esta dinámica es el capítulo seis del evangelio de Juan, la larga catequesis de Jesús en Cafarnaum. Él habla a la gente, y ellos contestan o piden más explicaciones. Jesús vuelve a hablar, y ellos vuelven a preguntar. Así llegan, al final, a un punto donde tienen que tomar una decisión, en contra o en favor de Jesús. No es posible quedarse neutral. Así, también la lectio nos lleva poco a poco, a lo largo del tiempo, a un punto donde nos vemos invitados a consentir la presencia y acción de Dios en nosotros. La lectio divina no es una actividad cerebral, sino que nos relacionamos con una persona: Dios. Es un encuentro de corazón a corazón.
Esta forma dinámica la llamamos Lectio Monástica, porque desde los tiempos de los monjes antiguos todo el mundo la practicaba así, con mucha libertad. Es este encuentro personal con Dios que, tarde o temprano, dejará ver sus frutos.

20.4.14

Nuestro Dios Escondido en la Cruz

Foto: Beda Hornung
Abadía de San José
Hace poco leí que "Dios se esconde en las dificultades". Definitivamente, ¡qué más dificultad puede haber que la cruz! Hasta el mismo Jesús clama desde la cruz "Dios mío, ¡por qué me has abandonado!" El dios que salva al justo no apareció por ningún lado - ¡como si no existiera! Este hecho nos remite a la pregunta de quién es Dios realmente.
¡Tanta filosofía, tanta discusión de si hay un dios o no! Pero estamos buscando donde no es. Buscamos a Dios en el cumplimiento de nuestros deseos. Lo confundimos con las proyecciones de nuestras mentes. Nos hacemos una idea de Él. Dios sabe muy bien por qué prohibe al pueblo elegido hacerse una imagen de Él. Porque una imagen, una idea de Dios no puede ser sino el fruto de nuestras  proyecciones mentales contaminadas por nuestro egoísmo; así que el "dios" que nos inventamos, es una faceta de nuestro ego.
Jesús nos reveló que Dios no cabe en ninguna imagen; sólo podemos relacionarnos con Él. Y esta relación nos revela cada vez más facetas y aspectos desconocidos que superan nuestra comprensión. Sólo podemos entrar en relación con Dios, lo que tarde o temprano nos impulsa a consentir a su presencia y acción en nosotros, a decir "hágase tu voluntad". Entonces, y sólo entonces, lo conoceremos, y sabremos de cuánto es capaz.
Las dificultades son contrarias a nuestros deseos. Al dejar ir a estos, descubrimos que los problemas son, en realidad, oportunidades para crecer, para ir más allá de lo acostumbrado. No se trata de salvar la vida, sino de entregarla. Así encontraremos la resurrección. La Escritura habla de los que, por miedo a la muerte, pasaron toda su vida como esclavos (Hebreos 2,15). Una vez que aceptamos las dificultades, incluso la muerte, seremos libres para servir, para responder a Dios. En esto encontraremos, ya ahora, el sentido de nuestra vida, que es una vida que nadie, ni la muerte, podrá arrancarnos. Lo que se manifestará en nosotros será la vida divina.
Jesús se llama el Hijo de Dios (Juan 10,33-36), y les recuerda a los Judíos que se escandalizan por eso, que la ley llama dioses a aquellos a quienes ha llegado la Palabra de Dios. Cristo se hizo hombre para manifestarnos cómo es Dios realmente. Nadie ha visto jamás a Dios; el Hijo único, Dios, que estaba al lado del Padre, Él nos lo dio a conocer (Juan 1,18). Y también vino para divinizarnos a nosotros, a sacarnos de nuestra condición humana pecadora y esclavizante, para llevarnos a la libertad de los hijos de Dios, para que Él pudiera manifestarse en nosotros.
¿Divinizarnos? Esto ¿no es una inflación, una megalomanía, una idea para sicópatas? Más de un loco creía que era dios; y no sólo los locos, sino también los poderosos de todas las épocas, los ídolos del deporte y de la farándula, los superricos se lo creen. Su "divinidad" consiste en sentirse grandes, por encima de las leyes y convenciones, pero a expensas de los demás. Esta "auto-divinización" requiere que se rebajen, desprecien, y hasta eliminen los demás que puedan hacerle sombra a su "divinidad". Sin embargo, la auténtica divinización pasa por la muerte, el "a-no-nada-miento", el ser vuelto nada, la muerte en la cruz. Como dice el P. Keating en alguna parte, "Dios, por así decirlo, se dio el lujo de botarse a sí mismo". Y el que crea de la nada, también es capaz de volver a dar al que le entregó la vida, desde la nada, Su vida, Vida Divina. Nuestra divinización no viene de un esfuerzo nuestro, sino que es puro don de Dios. Los que creemos en Dios, consentimos a su acción en nosotros, dejando atrás los deseos del ego, y muriendo a nosotros mismos. Esto es lo que dice Jesús a los que le preguntan: Entonces, ¿qué tenemos que hacer? La obra de Dios consiste en que ustedes crean en aquel que él envió (Juan 6,29).
Quisiera terminar con las palabras de San Pablo: Lo que para mí era ganancia lo consideré, por Cristo, pérdida. Más aún, todo lo considero pérdida comparado con el bien supremo de conocer a Cristo Jesús mi Señor; por él doy todo por perdido y lo considero basura con tal de ganarme a Cristo y estar unido a él, no con mi propia justicia basada en la ley, sino con aquella que nace de la fe en Cristo, la justicia que Dios concede al que cree. Lo que quiero es conocer a Cristo, y sentir en mí el poder de su resurrección, tomar parte en sus sufrimientos; configurarme con su muerte con la esperanza de alcanzar la resurrección de la muerte (Efesios 3,7-11).