Un santo de rodillas ve más lejos que un filósofo de puntillas. (Corrie ten Boom)

27.12.12

San Juan Evangelista



El evangelio de San Juan es bastante distinto de los demás evangelios, si bien nos transmite el mismo mensaje. Juan, como los demás, habla desde su experiencia con Jesús. Hay una frase en el primer capítulo que siempre me llama la atención: Nadie ha visto jamás a Dios (Juan 1,18). Es, quizá, la frase más lapidar y contundente en la biblia. Es como decir, “olvídense de sus ideas acerca de Dios, de sus fantasías y, más importante, de sus intereses. Dios es diferente de lo que podemos imaginar; es sencillamente EL OTRO”. Entonces, ¿cómo podemos saber quién es Dios? Juan mismo nos da la respuesta: El Hijo único, Dios, que estaba al lado del Padre, Él nos lo dio a conocer. En otras palabras, si queremos saber cómo es Dios, debemos mirar a Jesús. Y esto destruye nuestra manera de ver a Dios, de imaginárnoslo, de hablar de Él, de hacer “teología”. Será por nuestra debilidad o por nuestra cultura occidental que buscamos primero la verdad. Y Jesús es la Verdad. Sin embargo, el contexto nos dice algo más, algo muy importante: Jesús mismo dice que Yo soy el camino, la verdad y la vida (Juan 14,6). Primero está un camino, el camino con Jesús, una relación personal. El conocimiento de la verdad es el fruto de esta relación; no es una verdad abstracta, sino el testimonio de una relación. Sólo eso nos lleva a la vida.
Entonces: si queremos hablar de Dios, lo podemos hacer solamente desde nuestra íntima unión con Él. Lo demás es fantasía; en vez de unir, fomenta la división. Porque hay tantas ideas de dios como hay cabezas; mientras que, en realidad, hay un solo Dios, un Dios que no es “objeto de conocimiento”, sino compañero de camino, es más: es la fuente misma de nuestro ser. Lo que necesitamos no es tanto más teología o más acción, sino una teología y una acción que es fruto de nuestra oración, de nuestro silencio delante de Dios.
En este contexto podemos ver también las palabras del Papa que pronunció hace pocos días: En cuanto al diálogo interreligioso que caracterizó su estancia en Beirut, (el Papa) recordó que "no se dirige a la conversión, sino más bien a la comprensión", pero matizó: "Comprender implica siempre un deseo de acercarse también a la verdad. De este modo, ambas partes, acercándose paso a paso a la verdad, avanzan y están en camino hacia modos de compartir más amplios, que se fundan en la unidad de la verdad. Por lo que se refiere al permanecer fieles a la propia identidad, sería demasiado poco que el cristiano, al decidir mantener su identidad, interrumpiese por su propia cuenta, por decirlo así, el camino hacia la verdad. Si así fuera, su ser cristiano sería algo arbitrario, una opción simplemente fáctica. De esta manera, pondría de manifiesto que él no tiene en cuenta que en la religión se está tratando con la verdad".
Anticipó asimismo que el documento postsinodal versará ampliamente sobre "el anuncio", esto es, "el kerigma, que toma su fuerza de la convicción interior del que anuncia" y "es eficaz allí donde en el hombre existe la disponibilidad dócil para la cercanía de Dios".

23.12.12

EL NACIMIENTO DE JESÚS EN NOSOTROS



El místico alemán Ángelus Silesius dijo en una ocasión, aunque Jesús haya nacido mil veces en Belén, si no nace en tu corazón habrá nacido en vano. Estas palabras nos pueden extrañar un poco, pero nos remiten a lo más importante de la Encarnación: no es sólo un asunto de Jesús; se trata de la transformación de toda la humanidad, también de nuestra transformación. Un texto del Nuevo Testamento puede ayudarnos a entender esto:
Llegaron su madre y sus hermanos, se detuvieron fuera y lo mandaron llamar. La gente estaba sentada en torno a él y le dijeron: Mira, tu madre y tus hermanos están fuera y te buscan. Él les respondió: ¿Quién es mi madre y mis hermanos? Y mirando a los que estaban sentados en círculo alrededor de él, dijo: Miren, éstos son mi madre y mis hermanos. El que haga la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre. (Marcos 3,31-35).
A primera vista, este texto no tiene nada que ver con Navidad. Sin embargo, me parece que explica lo que quiere decir Ángelus Silesius. En la Encarnación de Jesús, Dios se hizo hombre; se hizo presente y actuó entre nosotros, para nuestra salvación. Si nosotros, los que practicamos la oración centrante, consentimos a la presencia y acción de Dios en nosotros, entonces Dios se hace presente y actúa en y a través de nosotros. Lo “damos a luz”, le somos madre. Ya no cuenta la maternidad física, sino la espiritual. Una mujer de la multitud alzó la voz y dijo: ¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron! Él replicó: ¡Dichosos, más bien, los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen! (Lucas 11,27-28). Por eso María es grande, no porque haya dado a luz al Hijo de Dios, sino porque ella misma oyó su palabra y la cumplió.
Esto mismo se espera de nosotros. Estamos invitados a continuar la manifestación de Dios, o – mejor dicho – a permitirle que Él se manifieste a través de nosotros. Somos “Cristóforos”, portadores de Dios.
Esto, por supuesto, no se refiere solamente a los que practicamos la oración centrante; se refiere a cualquier persona que reza el Padre Nuestro. Allí decimos “Hágase tu voluntad”. ¿Hemos pensado alguna vez en la magnitud de lo que decimos cuando lo rezamos? ¿Por qué no intentas decir solamente estas tres palabras? ¡Pero, en serio! Queriendo decir lo que estás diciendo. Verás que no es tan fácil. Pero alguna vez en la vida, todos tenemos que llegar a este momento de verdad y sinceridad. Si no, seríamos como loros que rezan sin saber lo que dicen. Nuestra vocación es ser madres y hermanos de Jesús.

Les deseo a mis lectores una FELIZ NAVIDAD; que Cristo crezca en sus corazones, y se manifieste a través de Uds.

4.12.12

Vivir en la Presencia de Dios


Imagen de internet

Sí, vivimos en la presencia de Dios, nos guste o no, estemos conscientes de ello o no. Y allí está es detalle: normalmente no estamos conscientes de ello porque vivimos ensimismados en nuestro mundo de deseos y problemas personales.
¿Qué podemos hacer para estar conscientes de la presencia de Dios, para hacernos presentes a su Presencia? San Pablo nos da un consejo: Oren sin cesar (1 Tesalonicenses 5,17). ¿Cómo es posible hacer esto, si tenemos que estar pendientes de tantas cosas a lo largo del día? Esta pregunta sería legítima si nuestra oración fuera una actividad entre otras muchas. Pero, si entendemos bien lo que es orar, no es así. Nuestra oración – o la falta de ella – es la base de todo lo que hacemos. Es crear como una mentalidad o un presupuesto que influye espontáneamente en todas nuestras acciones.
Quisiera comparar esto con una mujer que va de compras: mientras ella es soltera y sin compromiso, va al supermercado y compra lo que le gusta. Cuando se casa, sigue yendo a comprar. Pero ya no piensa sólo en sí; ahora también el esposo, aunque esté muy lejos en su trabajo, está presente en su corazón. Ya no compra sólo lo que le gusta a ella; piensa en lo que le gusta al esposo, en lo que no le gusta – para no comprarlo –, o en un detalle que está en oferta.
Así, aunque tengamos que poner mucha atención en lo que estemos haciendo, podemos hacerlo de manera solitaria, pensando sólo en nosotros mismos, o conscientes de la presencia de Dios – y en tal caso, nuestra acción será diferente, y agradable a Él.
¿Cómo llegamos a esta consciencia? Hay varias maneras que, al final, siempre se reducen a lo mismo: períodos de oración intensiva y en silencio. Una de estas formas de orar es la oración centrante. La practicamos dos veces al día por 20 minutos a la vez, por la mañana y por la tarde. Uno de los frutos de esta oración es que crece nuestra consciencia de la presencia de Dios, igual que la mujer que va de compras tiene su esposo presente, aunque él esté lejos, porque se reserva tiempos intensivos para hablar y comunicarse con él. Esta práctica, aunque es muy sencilla, no es fácil. Somos muy dispersos. Pero la fidelidad a la práctica nos irá formando, y transformando nuestra consciencia. Hasta que se nos haga más espontáneo agradar a Dios.

26.11.12

Todos Vamos al Cielo, ¡Pero!...

No necesitamos predicciones esotéricas para estar preparados para el día del juicio, porque no se sabe ni el día ni la hora (Marcos 13,32). En la parábola de las vírgenes prudentes y necias (Mateo 25,1-13), Dios nos invita a estar siempre preparados.
Más importante que la fecha es el encuentro con Dios, lo que llamamos “el juicio”. Aunque la misma biblia usa este lenguaje, no debemos imaginárnoslo como si al final se presentara una sesión donde unos serían condenados y otros declarados inocentes. Porque, si somos sinceros, muchos de nosotros tienen una lista de gente que debe ser condenada “porque son malos”, mientras que nuestro orgullo nos pone, por supuesto, entre los buenos. Ya en esta vida no queremos ver a estos “malos” ni en pintura.
El otro caso puede ser que, por baja autoestima o por complejos de culpa, tememos ser condenados, sin confiar en la misericordia de Dios. Un día – cuenta San Gregorio Magno – se le apareció el “viejo enemigo” a San Benito y, haciendo juego de palabra con su nombre, lo llamó no bendito (Benito), sino maldito. ¿Qué hizo el Santo? Ni siquiera le contestó. El maligno no se merece que nosotros, hijos de Dios, le dirijamos la palabra. Nuestra relación es con Dios. Por supuesto, siempre habrá gente que nos descalifica, nos rebaja y desprecia, pero ¿qué autoridad tienen para ello? ¡Ninguna! Serán juzgados con la misma medida que aplican a nosotros.
Imagen de un juicio
Volviendo a la Biblia, una cosa es el lenguaje, otra, el mensaje. En el Nuevo Testamento se usa con frecuencia el lenguaje del Antiguo Testamento, con sus categorías de “crimen y castigo”. Pero hay otros textos que nos presentan el mensaje de que las cosas serán muy diferentes:
  • Yo no vine para condenar al mundo, sino para salvarlo (Juan 12,47).
  • Si somos infieles, él sigue siendo fiel, porque no puede negarse a sí mismo (2Timoteo 2,13).
  • El que cree en el Hijo de Dios, no está condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado por no creer en el Hijo único de Dios (Juan 3,18).
Estos pocos textos dicen claramente que Dios, cuyo amor para con nosotros no cesa nunca, no quiere nuestra perdición, sino nuestra salvación. Entonces, ¿quién condena? Esta estupidez la cometemos nosotros mismos. Me explico, por supuesto, en una imagen:
Todos, absolutamente todos, somos llamados a estar en presencia de Dios – que, en todo caso, está presente en todas partes. La presencia de Dios es nuestra felicidad, nuestro cielo. Ahora bien, si vemos en esta presencia de Dios a alguien que quisiéramos ver lejos de nosotros y sufriendo en el infierno, este deseo nuestro se estrella contra la realidad del amor de Dios y, si no lo aceptamos, será nuestro infierno. Porque todos nos encontramos con todos. Para usar una imagen (sin hacer ningún juicio sobre la persona en cuestión): Hitler – todos sabemos quién es – llega a la presencia de Dios, al cielo. Allí lo recibe Jesús - ¡un judío, para empezar! Allí están los millones de judíos y enfermos mentales que mandó matar. Insisto: No sabemos qué pasa entre Dios y la persona en este momento del encuentro definitivo; por eso no podemos juzgar. Pero podemos tomar esta imagen para prepararnos para nuestro encuentro con Dios. Allí está tu ex esposo, tu ex esposa; allí está el niño que abortaste. Allí está el obrero a quien explotaste, la mujer de la que te aprovechaste, la niña que abusaste y el hijo que maltrataste. Está al que asesinaste – y, si eres víctima, tu asesino. Todo lo que hicieron a uno de estos hermanos míos más humildes, a mí mismo lo hicieron (Mateo 25,40). Nuestras mentiras se deshacen a la luz de Dios. Los que están acostumbrados a ser el centro de atención de los demás ven ahora que todos están fascinados por Dios, y ellos son sólo uno más. Los que están acostumbrados a mandar, ahora se dan cuenta de que el único que manda es Dios. Si siguen empeñados en lo de siempre, eso será su infierno.
Jesús nos da una pista de cómo prepararnos para este encuentro supremo: Por tanto, el que me oye y hace lo que yo digo, es como un hombre prudente que construyó su casa sobre la roca. Vino la lluvia, crecieron los ríos y soplaron los vientos contra la casa; pero no cayó, porque tenía su base sobre la roca. Pero el que me oye y no hace lo que yo digo, es como un tonto que construyó su casa sobre la arena. Vino la lluvia, crecieron los ríos, soplaron los vientos y la casa se vino abajo. ¡Fue un gran desastre! (Mateo 7,24-27). Aquí no se habla de castigo, sólo de la realidad y de lo que pasa al que está preparado y al que no lo está. La palabra de Jesús nos invita a pedir perdón, a perdonar, a buscar la paz. Él mismo perdonó desde la cruz a los que lo mataron. Por eso, después de la resurrección, puede darnos a todos la paz que Él mismo encontró. Nos invita a la unidad. Esto mismo lo celebramos en los sacramentos: en el bautismo recibimos el perdón de Dios. Y, si Dios está a nuestro favor, ¡nadie podrá estar contra nosotros! (Romanos 8,31). Por eso, sin temor, podemos perdonar a los demás. Para eso recibimos el Espíritu: Reciban el Espíritu Santo; a quienes ustedes perdonen los pecados, les quedarán perdonados (Juan 20,23). En la Eucaristía celebramos nuestra unidad: Fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu (Plegaria Eucarística 3).
Esta preparación es un camino permanente, pero al final Dios se revelará en su amor.

2.11.12

Una Visión Diferente de la Muerte



Carta de Camille
Ayer publiqué una reseña sobre la muerte de Camille Homolle, una joven de 25 años, y cómo se preparó para ella. Hoy les dejo la carta de despedida que ella esribió pocos meses antes de morir, y que dejó a su director espiritual para que la entregara a su familia después de su muerte. El texto es un testimonio de fe y de crecimiento interior que nos puede dar fuerza en los trances más difíciles de la vida.
El texto no necesita comentario; habla por sí mismo.


  Carta de Camille


"Mi querida familia y amigos queridos,
Al escribirles esta carta, estoy llena de paz y alegría.
Para comenzar, quiero agradecer, en primer lugar a mi familia, luego a mis amigos. Les agradezco que me hayan elevado a lo más alto en el amor y que me hayan guiado a lo largo de toda mi vida, a fin de poder vivir plenamente la palabra de Cristo.
He vivido una vida maravillosa. Insisto mucho en este punto porque incluso estos dos últimos años he estado colmada de felicidad. De hecho, aunque eran difíciles, me han permitido descubrir dónde está la verdadera alegría: la alegría de la fe incluso en contrariedades. ¡Qué cosas tan hermosas encierran situaciones que a primera vista parecen terribles!
¡Nunca podría darles gracias suficientes por su apoyo, comprensión y sobre todo sus oraciones! Este amor que he recibido continuamente me dio la fuerza para no hundirme en la depresión y para buscar la meta del trayecto de mi vida. ¡Creo que la he encontrado y de ella saco mi alegría!
De cara al amor de Dios, la humildad, confianza y abandono es una tarea de cada instante. Nos puede dar miedo, pero si nos dejamos fortalecer por el amor de Jesús y de María, nuestros temores se calman. Hay que tomarse el tiempo para abrir completamente el corazón de uno y entregarse totalmente en los brazos de María, confiándole nuestras vidas.
Vivir en el amor de Dios no es fácil: ¡requiere perseverancia para desbaratar las tentaciones del maligno! Somos pecadores y Dios nos ama a pesar de ser nosotros  pecadores. Es necesario hacer un acto de humildad y exponerse al amor infinito de Dios. A veces da miedo exponerse a este amor infinito, siendo nosotros tan pequeños, tan indignos de su amor. Pero él nos ama, somos sus hijos; por lo tanto, tengamos la humildad de confesar, pedir perdón, escucharlo y poner nuestra confianza en él. ¡Tengamos la humildad para aceptar que somos pescadores, que tenemos dudas, que ciertas cosas sobrepasan nuestro entendimiento, pero que eso no quiere decir que Dios no existe o que se ha olvidado de nosotros!
Nuestros parientes en el cielo quieren definitivamente nuestra felicidad; basta con entregarse por completo a su voluntad, con dejarse tomar por la mano y dejarse guiar a nuestro destino que sólo puede traernos alegría y paz.
Este acto de sumisión no es fácil en la vida cotidiana, pero con la voluntad de dejar a Jesús en nuestros corazones y el uso de los sacramentos, ¡todo es posible! Esto nos permite entonces contemplar el amor infinito de Dios.
El duelo es un tiempo de sufrimiento y soledad, una vida terrena terrible. Pero cuando uno se abandona al amor de Dios, nos damos cuenta de que los muertos están siempre allí y que nos guían. Son angelitos que nos cargan, nos sostienen, nos aman, y es importante dejarles un lugar en nuestros corazones. ¡Estos angelitos son felices, la dicha misma!
El duelo está hecho por y para los que se quedan. Hace que aprendamos a vivir con nuestros muertos y a darles un lugar para que puedan guiarnos.
Se  aprende poco a poco otro tipo de relación con los que se fueron, ¡una relación mucho más hermosa y edificante! Esta vida terrena puede ser llenada por el amor infinito de Dios y de los difuntos en el Cielo. Ante el anuncio de un luto es humano pasar por una fase de infinita tristeza, vacío y aún ira. Pero es importante que esta fase no dure demasiado tiempo, para evitar que se endurezcan nuestros corazones. ¡Repítanse a sí mismos que somos felices!
¡Y uno siempre está ahí!
La vida terrenal sólo dura poco tiempo, y debemos prepararnos para la vida eterna. Por medio de nuestras oraciones y acciones, ¡nos preparamos para este feliz encuentro! Algunos se van más temprano que otros, pero estos pocos años ¡no son nada en comparación con la eternidad del amor que nos espera! Sobre todo, no duden en pedir la ayuda de sacerdotes, de los sacramentos, de personas guiadas por la fe y llenas del Espíritu Santo.
No se encierren en su dolor, y permitan alimentarse con los lazos de amor, de amistad y de familia que están a su alrededor. De estos lazos podrán sacar la fuerza para pasar por su duelo.
Tengan confianza, entréguense totalmente en los brazos de María para entrar en la esperanza de Salvación.
Mis oraciones los acompañan y acompañarán siempre."

Camille Homolle, 15 de marzo 2012