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Benedicto XVI |
Encontré lo que considero una verdadera joya sobre la renuncia
de Benedicto XVI. Aunque el artículo es un poco largo, quisiera compartirlo con
los lectores de mi blog. Lo tomé del blog de Jorge Enrique Mujica, LC,
publicado en Religión en
Libertad:
En el artículo, Seewald ofrece una perspectiva más próxima y realista
sobre la renuncia de Benedicto XVI y, sobre todo, sobre el mismo Papa: además
de dar nuevas informaciones relevantes (la ceguera del ojo izquierdo, la
deficiente audición del Papa o el adelantar algunos de los temas que aparecerán
en la biografía oficial) saca a la luz algunos detalles de la personalidad de
Joseph Ratzinger-Benedicto XVI que, de otro modo, seguirían ocultos. Habla, en
definitiva, del gran hombre que está detrás del Papa. El artículo en español es
este:
Nuestro último encuentro se remonta a hace unas diez semanas. El Papa me
recibió en el Palacio Apostólico para continuar con nuestros coloquios
orientados a trabajar sobre su biografía. Su audición se había resentido; por
el ojo izquierdo ya no veía bien; el cuerpo encorvado. Se le veía muy delicado,
aún más amable y humilde, y totalmente reservado. No parecía enfermo, pero el
cansancio se había apoderado de toda su persona, cuerpo y alma, ya no se podía
ignorar.
Hablamos de cuando desertó del ejército de Hitler, de su relación con
sus padres, de los discos con los que aprendía idiomas, de los años
fundamentales en el «Mons doctus», en Frisinga, donde desde hace mil años las
elites espirituales del país son introducidas en los misterios de la fe. Aquí
dio sus primeras predicaciones ante una público escolar, como párroco acompañó
a los estudiantes y en el frío confesionario del Duomo escuchó las penas de la
gente. En agosto, durante un coloquio de hora y media en Castel Gandolfo, le
pregunté cómo le había afectado el caso Vatileaks. "No me dejo llevar por
una suerte de desesperación o dolor universal -me respondió-, simplemente me
parece incomprensible. Incluso considerando a la persona (Paolo Gabriele, ndr),
no entiende qué podemos esperar. No consigo penetrar en su psicología".
Sin embargo, sostenía que ese caso no le había hecho perder el norte ni le
había hecho sentir la fatiga que supone su papel, "porque siempre puede
suceder". Lo importante para él era que en el desarrollo del caso "se
garantice en el Vaticano la independencia de la justicia, que el monarca no
diga: ¡ahora yo me hago cargo!".
Nunca le había visto tan exhausto, casi postrado. Con las últimas
fuerzas que le quedaban llevó a término el tercer volumen de su obra sobre
Jesús, "mi último libro", me dijo con una mirada triste cuando nos
despedimos. Joseph Ratzinger es un hombre inquebrantable, una persona siempre
capaz de recuperarse rápidamente. Mientras dos años atrás, a pesar de los
primeros achaques propios de su edad, parecía aún ágil, casi joven, ahora
percibía cada bandeja que llegaba a su escritorio de parte de la Secretaría del
Estado como un golpe.
"¿Qué debemos esperar aún de Su Santidad, de Su pontificado?",
le pregunté. "¿De mí? De mí, no mucho. Soy un hombre anciano y las fuerzas
me abandonan. Creo que basta lo que he hecho". ¿Piensa en retirarse?
"Depende de lo que me impongan mis energías físicas". Ese mismo mes
escribió a uno de sus doctorandos que el siguiente encuentro sería el último.
Llovía en Roma, en noviembre de 1992, cuando nos encontramos por primera
vez en el Palacio de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Su apretón de
manos no era de esos que te rompen los dedos, su voz era del todo insólita para
un «panzerkardinal», leve, delicada. Me gustaba cómo hablaba de las cuestiones
pequeñas, y sobre todo de las grandes; cuando ponía en discusión nuestro
concepto de progreso e invitaba a reflexionar sobre si verdaderamente se podía
medir la felicidad del hombre en función del producto interior bruto.
Los años le pusieron duramente a prueba. Se le describió como
perseguidor mientras que era perseguido, el chivo expiatorio al que cargar con
todas las injusticias, el "gran inquisidor" por antonomasia, una
definición tan adecuada como la de equiparar gato con liebre. Sin embargo,
nunca nadie le oyó quejarse. Nadie ha oído salir de su boca una mala palabra,
un comentario negativo sobre otras personas, ni siquiera sobre Hans Küng.
Cuatro años después pasamos juntos muchas jornadas para hablar del
proyecto de un libro sobre la fe, la Iglesia, el celibato, el insomnio. Mi
interlocutor no daba paseos por la sala, como suelen hacer los profesores. No
había en él la más mínima huella de vanidad ni de presunción. Me impresionó su
superioridad, su pensamiento no salía al paso de los tiempos y me sorprendió en
cierto modo oír respuestas pertinentes a los problemas de nuestra época,
aparentemente casi irresolubles, tomadas del gran tesoro de la revelación, de
la inspiración de los padres de la Iglesia y de las reflexiones de aquel
guardián de la fe que tenía sentado ante mí. Un pensador radical -esa fue la
impresión que me causó- y un creyente radical que sin embargo en la radicalidad
de su fe no agarra la espada sino otra arma mucho más potente: la fuerza de la
humildad, de la sencillez y del amor.
Joseph Ratzinger es el hombre de las paradojas. Lenguaje suave, voz
fuerte. Mansedumbre y rigor. Piensa en grande pero presta atención al detalle.
Encarna una nueva inteligencia al reconocer y revelar los misterios de la fe,
es un teólogo pero defiende la fe del pueblo contra la religión de los
profesores, fría como ceniza.
Del mismo modo que él mismo era equilibrado, así era su modo de enseñar;
con la ligereza que le era propia, con su elegancia, su capacidad de
penetración, que hacía ligero lo que era serio, sin privarlo del misterio ni
banalizar su sacralidad. Un pensador que reza, para quien los misterios de Cristo
representan la realidad determinante de la creación y de la historia del mundo,
un amante del hombre que ante la pregunta sobre cuántos caminos llevan a Dios
no tenía que reflexionar mucho para responder: "Tantos como hombres
hay".
Es el pequeño Papa que con su lápiz ha escrito grandes obras. Nadie
antes que él, el mayor teólogo alemán de todos los tiempos, ha dejado al pueblo
de Dios durante su Pontificado una obra tan imponente sobre Jesús ni ha
redactado una cristología. Los críticos sostienes que su elección ha sido un
error. La verdad es que no había otra opción. Ratzinger nunca buscó el poder.
Se sustrajo al juego de las intrigas en el Vaticano. Siempre llevó una vida
modesta de monje, el lujo le resultaba extraño y un ambiente con un confort superior
al estrictamente necesario le resultaba completamente indiferente.
Pero vayamos a las pequeñas cosas, a menudo más elocuentes que las
grandes declaraciones, los congresos o los programas. Me gustaba su estilo
pontificio, que su primer acto fuera una carta a la comunidad hebrea, que
retirara la tiara de su escudo, símbolo del poder terreno de la Iglesia; que en
los sínodos de los obispos invitase también a hablar a los invitados de otras
religiones -otra novedad-.
Con Benedicto XVI, por primera vez, el hombre de arriba ha participado
en el debate, sin hablar de arriba abajo sino introduciendo esa colegialidad
por la cual luchó en el Concilio. Corregidme, decía, cuando presentaba su libro
sobre Jesús, que no quería anunciar como un dogma ni colocar el sello de la
máxima autoridad. La abolición del besamanos fue la más difícil de llevar a
cabo. Una vez tomó del brazo a un antiguo alumno que se inclinó para besarle el
anillo y le dijo: "Comportémonos normalmente". Tantas primeras veces.
Por primera vez un Papa visitó una sinagoga alemana. Por primera vez un Papa
visitó el monasterio de Martin Lutero, un acto histórico sin igual.
Ratzinger es un hombre de la tradición, se confía voluntariamente a lo
que está consolidado, pero sabe distinguir lo que es verdaderamente eterno de
lo que es válido sólo para la época en que emerge. Y si es necesario, como en
el caso de la misa tridentina, añade lo viejo a lo nuevo, porque estando juntos
no reducen el espacio litúrgico, sino que lo amplían.
No lo ha hecho todo bien, ha admitido errores, incluso aquellos (como el
escándalo Williamson) de los que no tenía ninguna responsabilidad. Ningún
fracaso le ha hecho sufrir más que el de sus sacerdotes, aunque ya como
prefecto tomó las medidas que le permitieran descubrir los terribles abusos y
castigar a los culpables. Benedicto XVI se va, pero su herencia se queda.
El sucesor de este humilde Papa de la era moderna seguirá sus pasos.
Será uno con otro carisma, con otro estilo, pero con la misma misión: no
incentivar las fuerzas centrífugas sino aquello que mantenga unido el
patrimonio de la fe, que infunda coraje, que anuncie un mensaje y dé un
auténtico testimonio. No es casual que el Papa saliente haya elegido el
Miércoles de Ceniza para su última gran liturgia. Mirad, parece querer decir,
era aquí adonde os quería llevar desde el principio, este es el camino.
Desintoxicaos, serenaos, liberaos de la zozobra, no os dejéis devorar por el
espíritu del tiempo, no perdáis el tiempo, desecularizáos.
Aligerar la carga
para aumentar el peso es el programa de la Iglesia del futuro. Privarse de la
grasa para ganar vitalidad, frescura espiritual, no como una última inspiración
o fascinación. Belleza, atractivo, en el fondo también fuerza, para hacer
frente a una tarea que se ha hecho tan difícil. "Convertíos", dice
usando las palabras de la Biblia al marcar la frente de los cardenales y abades
con las cenizas, "y creed en el Evangelio". "¿Usted es el final
de lo viejo -pregunté al Papa en nuestro último encuentro- o el inicio de lo
nuevo?". La respuesta fue: "Las dos cosas".