Un santo de rodillas ve más lejos que un filósofo de puntillas. (Corrie ten Boom)

27.2.13

Mi Homenaje Personal A Benedicto XVI



Quisiera comentar brevemente cómo me ha tocado este Papa, Benedicto XVI, como ninguno de los anteriores. No sé por qué lo siento así, pero quiero compartirlo.
Cada Papa es exactamente el hombre que la iglesia necesita en ese momento. Así lo siento yo. Por supuesto, había muchos intentos de denigrarlo, ya antes cuando estaba todavía al frente de la Congregación de la Fe. Me parece buena señal. Porque los enemigos de la iglesia no se meten con gente “inofensiva” y mediocre. Este Papa ha dejado bien claro dónde están sus raíces: más allá de su nacionalidad y sus estudios, está plenamente arraigado en la fe y en una relación personal con Cristo. Eso lo noto al leer su libro sobre Jesús de Nazaret. No es un tratado seco, sino un testimonio que, más allá de toda profunda y amplia erudición, nos habla de una persona viva y presente, el centro de nuestra fe. De lo poquísimo que he leído del Papa, estos tres tomos me parecen la puesta en práctica de lo que puede considerarse un lema suyo: la fe que busca entender. Es la confianza en Dios, pero no una confianza ciega, sino una relación personal. Sobre esta relación se puede, y se debe, reflexionar. Sólo así es una fe personal y responsable.
En su última audiencia pública del 27 de febrero, reconoció haber tenido momentos «de gloria y de luz» y momentos «de aguas agitadas y viento contrario» a lo largo de estos casi ocho años, «pero en ningún momento me he sentido solo». Así lo comenta un artículo en Religión en Libertad. Es la vivencia de lo que dijo hace unos años en un viaje a Alemania: El que cree no está solo.
Ya antes de ser Papa, se le ha tildado de “Panzerkardinal” (Cardenal blindado), por considerarlo inflexible. Pero él mismo, en la misa para abrir el cónclave donde salió elegido, cuñó la expresión de la “dictadura del relativismo”. Con esto ha puesto el dedo en la llaga de nuestros tiempos. Inflexibles e intransigentes son los que quieren borrar a Dios de la consciencia; para eso recurren a todos los medios habidos y por haber. Es la fe en Cristo que, sí, nos blinda contra todo intento de alejarnos de la Fuente de nuestra vida.
Personalmente, creo que los tres tomos sobre Jesús de Nazaret y la proclamación de un Año de la Fe han sido el broche de oro de su pontificado; a la vez son, a mi manera de ver, dos temas de suma importancia para la gente de hoy. Podemos hablar mucho de renovación de la iglesia, de estructuras, de cambios; pero si éstos no provienen de una profunda fe que se manifiesta en una relación personal con Cristo, no nos llevan a ninguna parte.
Yo creía que con la obra sobre Jesús y el Año de la Fe iba a culminar su pontificado. Pero quedó una sorpresa mayúscula: su renuncia. Como dijo él mismo, según Religión en Libertad: Amar a la Iglesia es tomar decisiones difíciles. El Papa recordó que ha dado el paso de renunciar «en la plena conciencia de su gravedad y de su novedad, pero también con una profunda serenidad de ánimo», pues «amar a la Iglesia significa tener la valentía de tomar decisiones difíciles, dolorosas, teniendo siempre delante el bien de la Iglesia y no el propio». Es el ejemplo de humildad que se refleja en esta postura que, como se ha dicho, convendría a más de un político y personaje eclesiástico que lo tomara en cuenta.
Hay una fundación que está publicando todo el trabajo intelectual de Joseph Ratzinger – Benedicto XVI; está planificado para 16 tomos. Será un gran legado que nos deja este Hombre de Dios. Y estoy seguro de que, en un futuro, será declarado “Doctor de la Iglesia”. Serán sólo las generaciones después de nosotros que verán toda la grandeza de este hombre y de su obra o – mejor dicho – la obra de Dios en y a través de él.
Ahora se dedicará a la oración. Para nosotros que estamos tan acostumbrados a la acción, nos parece algo sencillo y, quizá como lo único que le queda por hacer a un “jubilado”. Pero creo que es un gran paso adelante. El Papa siempre sabía que él era un servidor. El que realmente guía a su iglesia es Cristo. A menudo ha citado al teólogo luterano Dietrich Bonhoeffer que dijo en una ocasión: Más vale hablarle a Dios del hermano, que hablarle al hermano de Dios. Con las fuerzas ya fallando, sólo le queda orar por sus hermanos y confiar en Cristo.
Doy gracias a Dios por habernos dado a este gran hombre como Papa.

25.2.13

El Futuro de la Iglesia, según Ratzinger

Foto: http://vaticaninsider.lastampa.it/
Este artículo me llegó a través de un correo electrónico. El autor es Marco Bardazzi, de Roma. Tiene fecha del 18 de febrero de 2013, o sea, una semana después de que el Papa Benedicto XVI anunciara su renuncia. Me parece muy importante, para ubicarnos en la realidad de la iglesia, no sólo en Europa, sino también en nuestra región. Si bien el problema tiene aspectos distintos, sin embargo, es universal. Sigue el texto de Bardazzi:
Una Iglesia redimensionada, con menos seguidores, obligada incluso a abandonar buena parte de los lugares de culto que ha construido a lo largo de los siglos. Una Iglesia católica de minoría, poco influyente en las decisiones políticas, socialmente irrelevante, humillada y obligada a «volver a empezar desde los orígenes».
Pero también una Iglesia que, a través de esta enorme sacudida, se reencontrará a sí misma y renacerá «simplificada y más espiritual»
. Es la profecía sobre el futuro del cristianismo que pronunció hace 40 años un joven teólogo bávaro, Joseph Ratzinger. Redescubrirla en estos momentos tal vez ayuda a ofrecer otra clave de interpretación para descifrar la renuncia de Benedicto XVI, porque coloca el sorprendente gesto de Ratzinger en su lectura de la historia.
La profecía cerró un ciclo de lecciones radiofónicas que el entonces profesor de teología pronunció en 1969, en un momento decisivo de su vida y de la vida de la Iglesia. Eran los años turbulentos de la contestación estudiantil, de la conquista de la Luna, pero también de las disputas tras el Concilio Vaticano II. Ratzinger, uno de los protagonistas del Concilio, acababa de dejar la turbulenta universidad de Tubinga y se había refugiado en la de Ratisbona, un poco más serena.
Como teólogo, estaba aislado, después de haberse alejado de las interpretaciones del Concilio de sus amigos “progres” Küng, Schillebeeckx y Rahner sull’interpretazione del Concilio. En ese periodo se fueron consolidando nuevas amistades con los teólogos Hans Urs von Balthasar y Henri de Lubac, con quienes habría fundado la revista “Communio”, misma que se habría convertido en el espacio para algunos jóvenes sacerdotes “ratzingerianos” que hoy son cardenales
(todos ellos indicados como posibles sucesores de Benedicto XVI: Angelo Scola, Christoph Schönborn y Marc Ouellet).
Era el complejo 1969 y el futuro Papa, en cinco discursos radiofónicos poco conocidos (y que la Ignatius Press publicó hace tiempo en el volumen “Faith and the Future”), expuso su visión sobre el futuro del hombre y de la Iglesia. La última lección, que fue leída el día de Navidad ante los micrófonos de la “Hessische Rundfunk”, tenía todo el tenor de una profecía.
Ratzinger dijo que estaba convencido de que la Iglesia estaba viviendo una época parecida a la que vivió después de la Ilustración y de la Revolución francesa. «Nos encontramos en un enorme punto de cambio –explicaba– en la evolución del género humano. Un momento con respecto al cual el paso de la Edad Media a los tiempos modernos parece casi insignificante». El profesor Ratzinger comparaba la época actual con la del Papa Pío VI, raptado por las tropas de la República francesa y muerto en prisión en 1799. En esa época, la Iglesia se encontró frente a frente con una fuerza que pretendía cancelarla para siempre.
Una situación parecida, explicaba, podría vivir la Iglesia de hoy, golpeada, según Ratzinger, por la tentación de reducir a los sacerdotes a meros «asistentes sociales» y la propia obra a mera presencia política. «De la crisis actual –afirmaba– surgirá una Iglesia que habrá perdido mucho. Será más pequeña y tendrá que volver a empezar más o menos desde el inicio. Ya no será capaz de habitar los edificios que construyó en tiempos de prosperidad. Con la disminución de sus fieles, también perderá gran parte de los privilegios sociales». Volverá a empezar con pequeños grupos, con movimientos y gracias a una minoría que volverá a la fe como centro de la experiencia. «Será una Iglesia más espiritual, que no suscribirá un mandato político coqueteando ya con la Izquierda, ya con la Derecha. Será pobre y se convertirá en la Iglesia de los indigentes».
Lo que Ratzinger exponía era un «largo proceso, pero cuando pase todo el trabajo, surgirá un gran poder de una Iglesia más espiritual y simplificada». Entonces, los hombres descubrirán que viven en un mundo de «indescriptible soledad», y cuando se den cuenta de que perdieron de vista a Dios, «advertirán el horror de su pobreza».
Entonces, y solo entonces, concluía Ratzinger, verán «a ese pequeño rebaño de creyentes como algo completamente nuevo: lo descubrirán como una esperanza para sí mismos, la respuesta que siempre habían buscado en secreto».

20.2.13

La Renuncia de Benedicto XVI



Benedicto XVI


Encontré lo que considero una verdadera joya sobre la renuncia de Benedicto XVI. Aunque el artículo es un poco largo, quisiera compartirlo con los lectores de mi blog. Lo tomé del blog de Jorge Enrique Mujica, LC, publicado en Religión en Libertad:
En el artículo, Seewald ofrece una perspectiva más próxima y realista sobre la renuncia de Benedicto XVI y, sobre todo, sobre el mismo Papa: además de dar nuevas informaciones relevantes (la ceguera del ojo izquierdo, la deficiente audición del Papa o el adelantar algunos de los temas que aparecerán en la biografía oficial) saca a la luz algunos detalles de la personalidad de Joseph Ratzinger-Benedicto XVI que, de otro modo, seguirían ocultos. Habla, en definitiva, del gran hombre que está detrás del Papa. El artículo en español es este:
Nuestro último encuentro se remonta a hace unas diez semanas. El Papa me recibió en el Palacio Apostólico para continuar con nuestros coloquios orientados a trabajar sobre su biografía. Su audición se había resentido; por el ojo izquierdo ya no veía bien; el cuerpo encorvado. Se le veía muy delicado, aún más amable y humilde, y totalmente reservado. No parecía enfermo, pero el cansancio se había apoderado de toda su persona, cuerpo y alma, ya no se podía ignorar.
Hablamos de cuando desertó del ejército de Hitler, de su relación con sus padres, de los discos con los que aprendía idiomas, de los años fundamentales en el «Mons doctus», en Frisinga, donde desde hace mil años las elites espirituales del país son introducidas en los misterios de la fe. Aquí dio sus primeras predicaciones ante una público escolar, como párroco acompañó a los estudiantes y en el frío confesionario del Duomo escuchó las penas de la gente. En agosto, durante un coloquio de hora y media en Castel Gandolfo, le pregunté cómo le había afectado el caso Vatileaks. "No me dejo llevar por una suerte de desesperación o dolor universal -me respondió-, simplemente me parece incomprensible. Incluso considerando a la persona (Paolo Gabriele, ndr), no entiende qué podemos esperar. No consigo penetrar en su psicología". Sin embargo, sostenía que ese caso no le había hecho perder el norte ni le había hecho sentir la fatiga que supone su papel, "porque siempre puede suceder". Lo importante para él era que en el desarrollo del caso "se garantice en el Vaticano la independencia de la justicia, que el monarca no diga: ¡ahora yo me hago cargo!".
Nunca le había visto tan exhausto, casi postrado. Con las últimas fuerzas que le quedaban llevó a término el tercer volumen de su obra sobre Jesús, "mi último libro", me dijo con una mirada triste cuando nos despedimos. Joseph Ratzinger es un hombre inquebrantable, una persona siempre capaz de recuperarse rápidamente. Mientras dos años atrás, a pesar de los primeros achaques propios de su edad, parecía aún ágil, casi joven, ahora percibía cada bandeja que llegaba a su escritorio de parte de la Secretaría del Estado como un golpe.
"¿Qué debemos esperar aún de Su Santidad, de Su pontificado?", le pregunté. "¿De mí? De mí, no mucho. Soy un hombre anciano y las fuerzas me abandonan. Creo que basta lo que he hecho". ¿Piensa en retirarse? "Depende de lo que me impongan mis energías físicas". Ese mismo mes escribió a uno de sus doctorandos que el siguiente encuentro sería el último.
Llovía en Roma, en noviembre de 1992, cuando nos encontramos por primera vez en el Palacio de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Su apretón de manos no era de esos que te rompen los dedos, su voz era del todo insólita para un «panzerkardinal», leve, delicada. Me gustaba cómo hablaba de las cuestiones pequeñas, y sobre todo de las grandes; cuando ponía en discusión nuestro concepto de progreso e invitaba a reflexionar sobre si verdaderamente se podía medir la felicidad del hombre en función del producto interior bruto.
Los años le pusieron duramente a prueba. Se le describió como perseguidor mientras que era perseguido, el chivo expiatorio al que cargar con todas las injusticias, el "gran inquisidor" por antonomasia, una definición tan adecuada como la de equiparar gato con liebre. Sin embargo, nunca nadie le oyó quejarse. Nadie ha oído salir de su boca una mala palabra, un comentario negativo sobre otras personas, ni siquiera sobre Hans Küng.
Cuatro años después pasamos juntos muchas jornadas para hablar del proyecto de un libro sobre la fe, la Iglesia, el celibato, el insomnio. Mi interlocutor no daba paseos por la sala, como suelen hacer los profesores. No había en él la más mínima huella de vanidad ni de presunción. Me impresionó su superioridad, su pensamiento no salía al paso de los tiempos y me sorprendió en cierto modo oír respuestas pertinentes a los problemas de nuestra época, aparentemente casi irresolubles, tomadas del gran tesoro de la revelación, de la inspiración de los padres de la Iglesia y de las reflexiones de aquel guardián de la fe que tenía sentado ante mí. Un pensador radical -esa fue la impresión que me causó- y un creyente radical que sin embargo en la radicalidad de su fe no agarra la espada sino otra arma mucho más potente: la fuerza de la humildad, de la sencillez y del amor.
Joseph Ratzinger es el hombre de las paradojas. Lenguaje suave, voz fuerte. Mansedumbre y rigor. Piensa en grande pero presta atención al detalle. Encarna una nueva inteligencia al reconocer y revelar los misterios de la fe, es un teólogo pero defiende la fe del pueblo contra la religión de los profesores, fría como ceniza.
Del mismo modo que él mismo era equilibrado, así era su modo de enseñar; con la ligereza que le era propia, con su elegancia, su capacidad de penetración, que hacía ligero lo que era serio, sin privarlo del misterio ni banalizar su sacralidad. Un pensador que reza, para quien los misterios de Cristo representan la realidad determinante de la creación y de la historia del mundo, un amante del hombre que ante la pregunta sobre cuántos caminos llevan a Dios no tenía que reflexionar mucho para responder: "Tantos como hombres hay".
Es el pequeño Papa que con su lápiz ha escrito grandes obras. Nadie antes que él, el mayor teólogo alemán de todos los tiempos, ha dejado al pueblo de Dios durante su Pontificado una obra tan imponente sobre Jesús ni ha redactado una cristología. Los críticos sostienes que su elección ha sido un error. La verdad es que no había otra opción. Ratzinger nunca buscó el poder. Se sustrajo al juego de las intrigas en el Vaticano. Siempre llevó una vida modesta de monje, el lujo le resultaba extraño y un ambiente con un confort superior al estrictamente necesario le resultaba completamente indiferente.
Pero vayamos a las pequeñas cosas, a menudo más elocuentes que las grandes declaraciones, los congresos o los programas. Me gustaba su estilo pontificio, que su primer acto fuera una carta a la comunidad hebrea, que retirara la tiara de su escudo, símbolo del poder terreno de la Iglesia; que en los sínodos de los obispos invitase también a hablar a los invitados de otras religiones -otra novedad-.
Con Benedicto XVI, por primera vez, el hombre de arriba ha participado en el debate, sin hablar de arriba abajo sino introduciendo esa colegialidad por la cual luchó en el Concilio. Corregidme, decía, cuando presentaba su libro sobre Jesús, que no quería anunciar como un dogma ni colocar el sello de la máxima autoridad. La abolición del besamanos fue la más difícil de llevar a cabo. Una vez tomó del brazo a un antiguo alumno que se inclinó para besarle el anillo y le dijo: "Comportémonos normalmente". Tantas primeras veces. Por primera vez un Papa visitó una sinagoga alemana. Por primera vez un Papa visitó el monasterio de Martin Lutero, un acto histórico sin igual.
Ratzinger es un hombre de la tradición, se confía voluntariamente a lo que está consolidado, pero sabe distinguir lo que es verdaderamente eterno de lo que es válido sólo para la época en que emerge. Y si es necesario, como en el caso de la misa tridentina, añade lo viejo a lo nuevo, porque estando juntos no reducen el espacio litúrgico, sino que lo amplían.
No lo ha hecho todo bien, ha admitido errores, incluso aquellos (como el escándalo Williamson) de los que no tenía ninguna responsabilidad. Ningún fracaso le ha hecho sufrir más que el de sus sacerdotes, aunque ya como prefecto tomó las medidas que le permitieran descubrir los terribles abusos y castigar a los culpables. Benedicto XVI se va, pero su herencia se queda.
El sucesor de este humilde Papa de la era moderna seguirá sus pasos. Será uno con otro carisma, con otro estilo, pero con la misma misión: no incentivar las fuerzas centrífugas sino aquello que mantenga unido el patrimonio de la fe, que infunda coraje, que anuncie un mensaje y dé un auténtico testimonio. No es casual que el Papa saliente haya elegido el Miércoles de Ceniza para su última gran liturgia. Mirad, parece querer decir, era aquí adonde os quería llevar desde el principio, este es el camino. Desintoxicaos, serenaos, liberaos de la zozobra, no os dejéis devorar por el espíritu del tiempo, no perdáis el tiempo, desecularizáos.
Aligerar la carga para aumentar el peso es el programa de la Iglesia del futuro. Privarse de la grasa para ganar vitalidad, frescura espiritual, no como una última inspiración o fascinación. Belleza, atractivo, en el fondo también fuerza, para hacer frente a una tarea que se ha hecho tan difícil. "Convertíos", dice usando las palabras de la Biblia al marcar la frente de los cardenales y abades con las cenizas, "y creed en el Evangelio". "¿Usted es el final de lo viejo -pregunté al Papa en nuestro último encuentro- o el inicio de lo nuevo?". La respuesta fue: "Las dos cosas".

18.2.13

Vivió consigo mismo



Subiaco, San Benito en la
Soledad de su Cueva

El 13 de febrero, al comenzar la cuaresma, medité brevemente en mi blog, bajo el título “Arrepiéntanse”, sobre las tres renuncias: la renuncia a nuestro ambiente acostumbrado, a lo que puede fomentar la dispersión; la renuncia a lo que se asoma desde dentro de nosotros, para desviar nuestra mirada de Dios; y la renuncia a nuestra imagen de Dios, en fin, a todo lo que nos desvía de una relación con el Dios verdadero. San Gregorio Magno nos cuenta en la Vida de San Benito, capítulo 3, cómo el Santo ha experimentado estas renuncias. Estas experiencias son como un paradigma para nosotros: Entonces (Benito) regresó a su amada soledad y allí vivió consigo mismo, bajo la mirada del celestial Espectador… Este venerable varón habitó consigo mismo, porque teniendo continuamente los ojos puestos en la guarda de sí mismo, viéndose siempre ante la mirada del Creador, y examinándose continuamente, no salió fuera de sí mismo, echando miradas al exterior.
No todos podemos retirarnos a la soledad de un desierto. Pero TODOS podemos organizar nuestra vida de tal manera que nos evita la dispersión, y nos permite estar más en comunión con Dios. ¿Tenemos realmente tanta necesidad de televisión, radio, internet, trabajo excesivo (no hablo del necesario), conversaciones inútiles, pasatiempos sin sentido? Por no hablar de adicciones más fuertes. ¿Por qué tenemos miedo al silencio, a la soledad?
Es allí donde surgen nuestros pensamientos, miedos, emociones; lo que hemos venido reprimiendo toda nuestra vida, pero que está allí. A veces todo este mundo se impone a nuestra consciencia; entonces entramos en crisis, y vamos al sicólogo. Por supuesto, la sicología es buena y útil. En un momento dado puede ser muy necesaria. Pero la sicología, como tal, no tiene acceso a nuestro recinto más íntimo, a nuestra relación con Dios. A veces los desajustes sicológicos son consecuencia del pecado, de nuestra falta de relación con Dios. Esto va más allá de un tratamiento sicológico; esto necesita ¡una conversión, y una absolución! No es suficiente la introspección, a no ser que es “bajo la mirada del celestial Espectador”, del Dios amoroso y misericordioso presente en nosotros. Sólo sacamos provecho de este viaje hacia dentro si vamos de la mano de Dios que conoce lo más íntimo de nuestro corazón, lo acepta, y lo sana.
Por eso, si queremos volver a nuestra relación con Dios, si queremos profundizarla, expongámonos a la soledad; quitemos de nuestra vida diaria todo lo que no es necesario; aceptemos el silencio, porque es allí donde Dios nos habla.
La oración centrante es una de las maneras para “entrar en nuestra habitación interior” (Mateo 6,6), para encontrarnos a solas con Dios. Para los que no conocen la oración centrante, les explico brevemente: En silencio, y con los ojos cerrados, tenemos la intención de consentir a la presencia y acción de Dios en nosotros. Pero, por el silencio, ni siquiera pronunciamos esta intención, sino que la expresamos mediante una “palabra sagrada”, de no más de una o dos sílabas, ésta es como un símbolo de esta nuestra intención. Compararía la palabra sagrada con un anillo de matrimonio. En una dificultad, una tentación, con sólo mirar el anillo, el esposo se acuerda del amor que prometió a su esposa, y vuelve a centrarse en él. Cada vez que un pensamiento quiere desviar nuestra atención hacia recuerdos, fantasías, ilusiones, etc., la repetición interior de la palabra sagrada expresa nuestra intención de consentir a la presencia y acción de Dios en nosotros. Practicamos esta forma de oración dos veces al día, por veinte minutos cada vez. Pueden ver más información en la página sobre la Oración Centrante, cuyo vínculo está al lado izquierdo de este blog.
Uno puede preguntarse, ¿qué es lo que se gana con esto, qué sentido tiene, para qué sirve? En el momento, parece que no sirve ¡para nada! Me explico mediante otra pregunta: ¿de qué sirve cuando un joven va al gimnasio, levanta pesos sin ponerlos en ninguna parte, corre sobre una banda sin llegar a ninguna parte, rema sin estar en ningún lago? Parece que todo esto no tiene sentido y es, además, pérdida de tiempo. PERO: a los pocos días uno siente que está mejor, que tiene más fuerza, etc. Así, los frutos y las consecuencias de la oración centrante no se sienten en el momento, sino más tarde en la vida diaria. El 3 de diciembre del año pasado escribí en este blog sobre el tema “Vivir en presencia de Dios”, que alude a esto. En la oración centrante, como en la relación con Dios, no buscamos efectos inmediatos, sino que nos abrimos a que Dios nos dé los frutos cuando Él quiera.
En las próximas entradas hablaré con más detalle sobre la segunda renuncia: los pensamientos, nuestro mundo interior. Éste, en realidad, es muchas veces solo lo que está en nuestra superficie, pero nos llama tanto la atención que obstaculiza el acceso a nuestra verdadera profundidad, a Dios que es la Fuente misma de nuestro ser. ¿Cómo hacemos para que pueda brotar esta Fuente? Sólo indicaré brevemente lo siguiente: Por supuesto, no retenemos voluntariamente ningún pensamiento. Tampoco nos resistimos a él, ni reaccionamos con emoción cuando se asoma. Simplemente volvemos con gran suavidad a nuestra intención de consentir a la presencia y acción de Dios en nosotros.