Un santo de rodillas ve más lejos que un filósofo de puntillas. (Corrie ten Boom)

8.6.14

Les conviene que yo me vaya



P. Polykarp Ühlein OSB,
Cristo y Magdalena ante la tumba vacía.
La solemnidad de Pentecostés es otra faceta más del misterio de la muerte y resurrección de Cristo. Celebramos la venida del Espíritu Santo sobre los discípulos reunidos, junto con María, la madre de Jesús. Con esta celebración cerramos el ciclo de las fiestas pascuales. Desde hace unos 40 años se ha renovado la consciencia de la presencia del Espíritu Santo en la iglesia. A pesar de errores y desviaciones - porque el ego humano es capaz de torcer todo - comenzó una renovación. Pero queda mucho camino por recorrer. Yo quisiera reflexionar sobre este misterio desde mi experiencia como sacerdote y monje que, en ocasiones, acompaña espiritualmente a otras personas.
Puede parecer extraño que no acompaño esta entrada con una representación del Espíritu Santo, sino con una imagen de Cristo y Magdalena frente a la tumba vacía. Pero éste es precisamente el aspecto que quiero resaltar. Recordemos cómo Magdalena, después de su dolorosa búsqueda, por fin encuentra a Jesús; no sólo su cuerpo, sino a él mismo, ¡vivo! ¡Qué alegría! Quiere aferrarse a él. Pero Jesús le dice ¡Suéltame!
Es verdad, todo comenzó con la presencia palpable de Jesús: Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y hemos palpado con nuestras manos, es lo que les anunciamos: la palabra de vida, dice San Juan en su primera carta (1 Juan 1,1). El Hijo de Dios se hizo hombre, asumió nuestra carne, para comunicarnos al amor de Dios a la manera humana: a través de los sentidos, también el del tacto.
Pero ahora ya no se trata de aferrarnos a alguien "allí fuera" de nosotros. El Espíritu Santo es, de ahora en adelante, el Dios "dentro" de nosotros, en lo más íntimo de nosotros mismos. Si alguien me ama cumplirá mi palabra, mi Padre lo amará, vendremos a él y habitaremos en él. Quien no me ama no cumple mis palabras, y la palabra que ustedes oyeron no es mía, sino del Padre que me envió. Les he dicho esto mientras estoy con ustedes. El Defensor, el Espíritu Santo que enviará el Padre en mi nombre, les enseñará todo y les recordará todo lo que yo les he dicho (Juan 14,23-26). Cristo nos ha hablado de parte del Padre; de ahora en adelante, eso lo hará el Espíritu Santo. Él será el Defensor, la presencia de Dios en nosotros. Yo pediré al Padre que les envíe otro Defensor que esté siempre con ustedes: el Espíritu de la verdad, que el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce (Juan 14,16-17). No podremos recibirlo mientras nos aferremos a un Cristo "allí fuera". Hay que soltar; entonces seremos capaces de recibir el Espíritu. Les conviene que yo me vaya. Si no me voy, no vendrá a ustedes el Defensor, pero si me voy, lo enviaré a ustedes (Juan 16,7). El Dios de nuestros padres ha resucitado a Jesús, a quien ustedes ejecutaron colgándolo de un madero. A él, Dios lo ha sentado a su derecha, nombrándolo jefe y salvador, para ofrecer a Israel el arrepentimiento y el perdón de los pecados. De estos hechos, nosotros somos testigos con el Espíritu Santo que Dios concede a los que creen en él (Hechos 5,30-32).
De nuevo pregunto, como ya en la entrada anterior sobre la Ascensión, ¿cómo nos afecta este misterio a nosotros? Jesús vino a anunciarnos el amor infinito del Padre, su perdón. Cuando había cumplido su misión, habiéndonos amado hasta el extremo de la muerte en una cruz, volvió al Padre. Ahora es el Espíritu, en su iglesia, quien sigue esta obra a lo largo de los siglos. Por eso, todos podemos esperar que Dios nos salga al encuentro en otra persona que, en su nombre, nos transmite y asegura su amor. A la vez, cada uno de nosotros es responsable de transmitir, de parte de Dios, este amor a los demás. Repito: de parte de Dios. No se trata de nuestro amor; no se trata de atraer a la gente hacia nuestra persona, sino de enseñarles el camino que lleva hacia el encuentro con Dios.
Visto de esta manera, da tristeza cómo la gente a veces se aferra a un párroco, y se opone a su traslado. Cómo hay gente que se desmorona cuando su director espiritual tiene que mudarse a otra parte, o se muere. Se nos olvida que estas personas están puestas por Dios en nuestro camino, pero un camino que no termina en un sacerdote determinado, sino que conduce, más allá del sacerdote, hacia Dios. Y Dios, quien nos acompaña a lo largo de nuestra vida, siempre puede suscitar una nueva persona que nos siga acompañando un trecho de nuestro camino. Porque es Dios quien nos guía; nosotros somos apenas unos "siervos inútiles" que Dios puede emplear o descartar según más convenga a sus planes.
Lo vemos en la imagen de Cristo y Magdalena frente a la tumba: Magdalena todavía sigue buscando el contacto concreto; trata de aferrarse a Jesús. Éste, sin embargo, parece alejarse de ella, y apunta con la mano a otra realidad. Después de decirle que lo suelte, le da una misión: vete, y diles a mis hermanos... La convierte en misionera. Ahora está autorizada para hablar a los demás. Más tarde vemos esto mismo en Pedro: el Pedro que niega a Jesús en la noche de su detención, unas semanas más tarde habla con todo aplomo a estas mismas autoridades que habían condenado a Jesús; les dice a la cara que hay que obedecer a Dios más que a los hombres. Ya no necesita protección desde fuera; es el Defensor interno, el Espíritu, quien le da esta valentía.
Así, a medida en que pongamos nuestra confianza en Dios - que siempre está presente - experimentaremos esta fuerza interior que nos libera de estar atados y dependientes de otra persona, y nos hace realmente adultos en la fe.

1.6.14

El Crucificado - Nombrado Juez

El misterio pascual de la muerte y resurrección de Jesucristo es tan profundo que la iglesia lo celebra en varias fiestas, dando así énfasis a sus diferentes aspectos. Normalmente hablamos de la resurrección, y ésta es la primera fiesta que celebramos, culminando el triduo sacro con la vigilia pascual.
Pero la misma palabra "resurrección" nos puede inducir a pensar que el muerto simplemente ha vuelto a la vida. Sin embargo, lo que celebramos en este misterio es mucho más amplio. No es un simple difunto de quien Pablo dice que vive (Hechos 25,19), sino que había sido condenado a la forma más atroz de la pena capital: la cruz. Atroz no sólo por el sufrimiento físico ella que significaba, sino también por las asociaciones que evocaba en la gente: crucificado entre malhechores, parecía a todas luces un malhechor; la cruz no era la forma de pena capital ni para los judíos ni para los romanos: era para un "apátrida", un nadie; maldito el que cuelga de un palo (Gálatas 3,13): a todas luces, Jesús parecía maldito incluso por Dios. En la ascensión celebramos el hecho de que el Dios de nuestros padres ha resucitado a Jesús, a quien ustedes ejecutaron colgándolo de un madero. A él, Dios lo ha sentado a su derecha, nombrándolo jefe y salvador, para ofrecer a Israel el arrepentimiento y el perdón de los pecados (Hechos 5,30-31). No se trata entonces solamente de un difunto que vuelve a la vida, ni de uno que, después de haber sufrido tanto, es premiado. Aquí se trata de un juicio, el juicio de Dios: el que fue condenado por los hombres, es rehabilitado por Dios.
Sin embargo, no podemos quedarnos sólo en la suerte de Jesús, como si fuera un relato interesante y edificante, pero que no nos afecta a nosotros. La pregunta es, ¿qué tiene que ver esto con nosotros? ¿Nos afecta y, en caso afirmativo, cómo nos afecta? Para responder a esta pregunta, tenemos que preguntarnos ¿por qué asesinaron a Jesús? Lo descubriremos remontándonos al tiempo de su actividad pública. Los sumos sacerdotes decidieron su muerte "por envidia": reunieron el Consejo y dijeron:  ¿Qué hacemos? Este hombre está haciendo muchos milagros. Si lo dejamos seguir así,  todos creerán en él, entonces vendrán los romanos y nos destruirán el santuario y la nación (Juan 11,47-48). Aparentemente estaban preocupados por el templo, lugar de la presencia de Dios. Pero el templo, en tiempos de Jesús, era también un gran negocio. No lo querían perder. Además, lo de los milagros fue, al menos en parte, también un pretexto. Lo que más les habrá dolido era que todos creían en Él. Porque Jesús no hacía sólo milagros, sino que incluso perdonaba pecados. Eso, según ellos, no debía ser. ¿Quién puede perdonar pecados, sino sólo Dios?...  El Hijo del Hombre tiene autoridad en la tierra para perdonar pecados  (Marcos 2,7.10). Cuando se alojó en la casa de Zaqueo, al verlo, murmuraban todos porque entraba a  hospedarse en casa de un pecador (Lucas 19,7). Cuando Leví (Mateo), el recaudador de impuestos, lo había invitado a un banquete, murmuraban diciendo: ¿Cómo es que comen y beben con recaudadores de impuestos y pecadores?  ... No tienen necesidad del médico los que tienen buena salud, sino los enfermos. No vine a  llamar a justos, sino a pecadores para que se arrepientan.  (Lucas 5, 30.31). Cuando una pecadora pública le lava los pies a Jesús, y los fariseos se extrañan, Él dice: se le han perdonado  numerosos pecados, por el mucho amor que demostró  (Lucas 36-50). Perdona a la mujer adúltera que estaba a punto de ser apedreada (Juan 11,3-8).
Con estos hechos y, además, con muchas parábolas, Jesús les trastorna a las autoridades su concepto de justicia de Dios que se basa en el premio para los buenos, y el castigo para los malos. Jesús perdona a TODOS, incluso a los que lo están crucificando. Y no es de extrañar que la gente cree en uno que los acoge y los ama, hasta perdonarles su pecado. Las máximas autoridades religiosas del pueblo judío dejaron claro que éste no era el camino. Al condenar a Jesús, y ejecutando la condena a través de los romanos, se puede decir que la humanidad entera, representada por su autoridad religiosa y local (judía) y la mundial y política (romanos) rechazó a Jesús. Y Dios permitió que este rechazo fuera consumado. Fue sólo entonces cuando Él resucitó a Jesús, como para decir que lo que representaba Jesús y lo que hacía, éste era el camino. ¡EL PERDÓN VA! Es la voluntad de Dios, es lo que nos une, es lo que nos trae la paz, y es lo que nos salva definitivamente. Por eso, Pedro dice el día de Pentecostés: Arrepiéntanse y háganse bautizar invocando el nombre de Jesucristo, para que se les perdonen los pecados (Hechos 2,38).
La fiesta de hoy nos invita a acercarnos con toda confianza a Jesús quien derramó su sangre para el perdón de los pecados (Texto de la consagración en la misa). No tengamos miedo a pedir perdón, ni a perdonar. A veces hay gente que trata de esquivar la responsabilidad del perdón, diciendo que "el hombre disculpa, sólo Dios perdona". Eso me parece una pobre acrobacia mental, para justificar cuando "espera al otro en la bajadita", para "pasarle factura". El perdón es una responsabilidad que ejercemos en nombre de Dios. No se trata sólo del perdón sacramental, reservado a los sacerdotes, sino también de crear un ambiente de perdón en las comunidades, en las familias, entre esposos, entre padres e hijos, entre vecinos, en toda la sociedad. El perdón sacramental sigue siendo necesario; en él se nos asegura con toda autoridad, por el servicio del sacerdote, que Dios nos perdona, aunque los hombres no lo hagan. Podemos pedir perdón por TODOS los pecados, hasta por los más escondidos, los más repetitivos, los que más nos dan vergüenza, los que creemos que no tienen perdón. San Pablo lo dice, de manera casi triunfal: Si Dios está de nuestra parte, ¿quién estará en contra? El que no reservó a  su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos va a regalar todo lo demás  con él? ¿Quién acusará a los que Dios eligió? Si Dios absuelve, ¿quién condenará? ¿Será acaso  Cristo Jesús, el que murió y después resucitó y está a la diestra de Dios y suplica por nosotros? ¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿Tribulación, angustia, persecución, hambre,  desnudez, peligro, espada? Como dice el texto: Por tu causa somos entregados continuamente a  la muerte, nos tratan como a ovejas destinadas al matadero. En todas esas circunstancias  salimos más que vencedores gracias al que nos amó.  Estoy seguro que ni muerte ni vida, ni ángeles ni potestades, ni presente ni futuro, ni poderes  ni altura ni hondura, ni criatura alguna nos podrá separar del amor de Dios manifestado en  Cristo Jesús Señor nuestro (Romanos 8,31-39).