P. Polykarp
Ühlein OSB,
Cristo y
Magdalena ante la tumba vacía.
|
La solemnidad de Pentecostés es otra
faceta más del misterio de la muerte y resurrección de Cristo.
Celebramos la venida del Espíritu Santo sobre los discípulos
reunidos, junto con María, la madre de Jesús. Con esta celebración
cerramos el ciclo de las fiestas pascuales. Desde hace unos 40 años
se ha renovado la consciencia de la presencia del Espíritu Santo en
la iglesia. A pesar de errores y desviaciones - porque el ego humano
es capaz de torcer todo - comenzó una renovación. Pero queda mucho
camino por recorrer. Yo quisiera reflexionar sobre este misterio
desde mi experiencia como sacerdote y monje que, en ocasiones,
acompaña espiritualmente a otras personas.
Puede parecer extraño que no acompaño
esta entrada con una representación del Espíritu Santo, sino con
una imagen de Cristo y Magdalena frente a la tumba vacía. Pero éste
es precisamente el aspecto que quiero resaltar. Recordemos cómo
Magdalena, después de su dolorosa búsqueda, por fin encuentra a
Jesús; no sólo su cuerpo, sino a él mismo, ¡vivo! ¡Qué alegría!
Quiere aferrarse a él. Pero Jesús le dice ¡Suéltame!
Es
verdad, todo comenzó con la presencia palpable de Jesús:
Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos
visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y hemos
palpado con nuestras manos, es lo que les anunciamos: la
palabra de vida, dice San Juan
en su primera carta (1 Juan 1,1). El Hijo de Dios se hizo hombre,
asumió nuestra carne, para comunicarnos al amor de Dios a la manera
humana: a través de los sentidos, también el del tacto.
Pero ahora ya no se trata de aferrarnos
a alguien "allí fuera" de nosotros. El Espíritu Santo es,
de ahora en adelante, el Dios "dentro" de nosotros, en lo
más íntimo de nosotros mismos. Si alguien me ama cumplirá mi
palabra, mi Padre lo amará, vendremos a él y habitaremos en él.
Quien no me ama no cumple mis palabras, y la palabra que ustedes
oyeron no es mía, sino del Padre que me envió. Les he dicho esto
mientras estoy con ustedes. El Defensor, el Espíritu Santo que
enviará el Padre en mi nombre, les enseñará todo y les recordará
todo lo que yo les he dicho (Juan 14,23-26). Cristo nos ha
hablado de parte del Padre; de ahora en adelante, eso lo hará el
Espíritu Santo. Él será el Defensor, la presencia de Dios en
nosotros. Yo pediré al Padre que les envíe otro Defensor que
esté siempre con ustedes: el Espíritu de la verdad, que el mundo no
puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce (Juan 14,16-17). No
podremos recibirlo mientras nos aferremos a un Cristo "allí
fuera". Hay que soltar; entonces seremos capaces de recibir el
Espíritu. Les conviene que yo me vaya. Si no me voy, no vendrá a
ustedes el Defensor, pero si me voy, lo enviaré a ustedes (Juan
16,7). El Dios de nuestros padres ha resucitado a Jesús, a quien
ustedes ejecutaron colgándolo de un madero. A él, Dios lo ha
sentado a su derecha, nombrándolo jefe y salvador, para ofrecer a
Israel el arrepentimiento y el perdón de los pecados. De estos
hechos, nosotros somos testigos con el Espíritu Santo
que Dios concede a los que creen en él (Hechos 5,30-32).
De nuevo pregunto, como ya en la
entrada anterior sobre la Ascensión, ¿cómo nos afecta este
misterio a nosotros? Jesús vino a anunciarnos el amor infinito del
Padre, su perdón. Cuando había cumplido su misión, habiéndonos
amado hasta el extremo de la muerte en una cruz, volvió al Padre.
Ahora es el Espíritu, en su iglesia, quien sigue esta obra a lo
largo de los siglos. Por eso, todos podemos esperar que Dios nos
salga al encuentro en otra persona que, en su nombre, nos transmite y
asegura su amor. A la vez, cada uno de nosotros es responsable de
transmitir, de parte de Dios, este amor a los demás. Repito: de
parte de Dios. No se trata de nuestro amor; no se trata de atraer
a la gente hacia nuestra persona, sino de enseñarles el camino que
lleva hacia el encuentro con Dios.
Visto de esta manera, da tristeza cómo
la gente a veces se aferra a un párroco, y se opone a su traslado.
Cómo hay gente que se desmorona cuando su director espiritual tiene
que mudarse a otra parte, o se muere. Se nos olvida que estas
personas están puestas por Dios en nuestro camino, pero un camino
que no termina en un sacerdote determinado, sino que conduce, más
allá del sacerdote, hacia Dios. Y Dios, quien nos acompaña a lo
largo de nuestra vida, siempre puede suscitar una nueva persona que
nos siga acompañando un trecho de nuestro camino. Porque es Dios
quien nos guía; nosotros somos apenas unos "siervos inútiles"
que Dios puede emplear o descartar según más convenga a sus planes.
Lo vemos en la imagen de Cristo y
Magdalena frente a la tumba: Magdalena todavía sigue buscando el
contacto concreto; trata de aferrarse a Jesús. Éste, sin embargo,
parece alejarse de ella, y apunta con la mano a otra realidad.
Después de decirle que lo suelte, le da una misión: vete, y
diles a mis hermanos... La convierte en misionera. Ahora está
autorizada para hablar a los demás. Más tarde vemos esto mismo en
Pedro: el Pedro que niega a Jesús en la noche de su detención, unas
semanas más tarde habla con todo aplomo a estas mismas autoridades
que habían condenado a Jesús; les dice a la cara que hay que
obedecer a Dios más que a los hombres. Ya no necesita protección
desde fuera; es el Defensor interno, el Espíritu, quien le da esta
valentía.
Así, a medida en que pongamos nuestra
confianza en Dios - que siempre está presente - experimentaremos
esta fuerza interior que nos libera de estar atados y dependientes de
otra persona, y nos hace realmente adultos en la fe.