Un santo de rodillas ve más lejos que un filósofo de puntillas. (Corrie ten Boom)

29.8.14

Lectio - Por Dónde Comenzar


Líbranos del mal; así terminamos el rezo del Padre Nuestro. Otras traducciones dicen "del Maligno". El original griego no habla del Diablo o de Satanás, sino del "ponerós", del que no nos deja respiro, que nos importuna, nos acosa y nos "tiene a monte" con sus sugerencias y exigencias. Pensemos en la avalancha de información que tenemos hoy en el mercado, incluso en el de literatura religiosa. No nos permite sosiego ni tiempo para pensar. El bombardeo de impresiones y la lectura rápida no quieren permitirnos entrar en nuestro centro donde está Dios. Igual como la comida rápida frecuente puede darnos una indigestión, así la lectura rápida, puramente intelectual y superficial, nos da una indigestión espiritual, es decir, un caos en nuestro corazón. No asimilamos el alimento espiritual. Como lo indica la imagen adjunta, incluso la Escritura puede inducirnos a fijarnos en menudencias y detalles, para quedarnos "en las ramas". Es necesario, por lo tanto, leer una cosa a la vez, pausadamente, para que pueda tocarnos el corazón. Pero, dado que Dios es infinito, incluso si nos fijamos en lo esencial, se nos hace difícil decidir por dónde comenzar.
Por eso, como primer criterio, recordemos una cosa: El centro de toda la Escritura es Jesucristo. En el pasado muchas veces y de muchas formas habló Dios a nuestros padres por medio de los profetas. En esta etapa final nos ha hablado por medio de su Hijo, a quien nombró heredero de todo, y por quien creó el universo. Él es reflejo de su gloria, la imagen misma de lo que Dios es, y mantiene el universo con su Palabra poderosa. Él es el que purificó al mundo de sus pecados, y tomó asiento en el cielo a la derecha del trono de Dios (Hebreos 1,1-3).
El mismo Jesús lo dejó claro en la tarde de su resurrección, cuando caminaba con dos discípulos a Emaús: Jesús les dijo: ¡Qué duros de entendimiento!, ¡cómo les cuesta creer lo que dijeron los profetas! ¿No tenía que padecer eso el Mesías para entrar en su gloria? Y comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que en toda la Escritura se refería a él. (Lucas 24,25-27). En este texto de Lucas vemos, además, otra faceta esencial para una buena lectio divina: el centro no es sólamente Jesús, con sus enseñanzas y milagros. El centro es Jesús, en su muerte y resurrección. De esta manera, Dios mismo nos da una primera orientación acerca de dónde comenzar: en el nuevo testamento. Esto nos facilita más tarde entender mejor los textos del antiguo testamento que, por ser de una cultura y época muy remotas, son a veces más difíciles de entender que los del nuevo testamento - que tampoco son fáciles.
Esto nos lleva a un segundo criterio que es consecuencia del primero: si el mismo Señor ya nos indica por dónde podemos comenzar, permitámosle que sea Él mismo quien tome la iniciativa. ¿Cómo podemos hacer esto? Ateniéndonos a la disciplina de leer, no lo que quisiéramos en un momento dado, sino lo que Él nos ofrece en su iglesia. Quisiera explicar esto un poco más. Hay varias maneras, a mi modo de ver, erróneas, de escoger el texto para la lectio divina:
A veces, para escoger un texto, nos dejamos guiar por nuestro estado de ánimo. Por ejemplo, cuando estoy deprimido leo el salmo 87: Soy un desdichado y muero quejumbroso. He soportado tus terrores y estoy aturdido. Tu incendio ha pasado sobre mí, tus espantos me han aniquilado; me envuelven como agua todo el día, me cercan todos a la vez. Alejaste de mí amigos y compañeros, mi compañía son las tinieblas (Salmo 87,16-19).
Cuando me siento muy bien, por no decir, eufórico, leo el texto de las bodas de Caná (Juan 2,1-12). Seiscientos litros de agua convertidos en vino: ¡eso, sí, es lo mío!
Pero, ¿qué pasa en estos casos? Utilizo la palabra de Dios para confirmar lo que ya pienso o siento. No me sacude, no me saca de mí mismo. En el fondo, no estoy interesado en Dios, sino en girar alrededor de mi ego. Por supuesto, no confundamos esto con una oración sincera: los salmos expresan mejor, y con la palabra de Dios, lo que sentimos. Como oración, está bien; pero no es lectio divina. Tengamos eso bien claro.
Otro método, para mí erróneo, es el "del dedo". Uno tiene una inquietud, una pregunta y, con fe, abre la biblia al azar, y donde le cae el dedo, allí cree que está la respuesta. He visto que es un método bastante utilizado. Por supuesto, no excluyo que Dios nos puede hablar de esta manera. Él nos sale al encuentro en todas partes, hasta en el pecado. Para Él no hay límites. Pero veamos lo que pasa cuando hago esto: YO mantengo el control, YO estoy en el centro. Porque soy yo quien presenta su inquietud, soy yo quien pregunta. Dios me debe la respuesta. Seguro que Él nos responde; por eso, esta manera de relacionarnos con Dios puede ser en un momento dado legítima, pero no es lectio divina. En ésta, nos abrimos a la palabra de Dios como oyentes, nos mantenemos en silencio, le "permitimos" que nos diga lo que ÉL quiere decirnos, nos dejamos sorprender. Lo nuestro es el silencio y un corazón muy abierto.
Recuerdo que una vez hice una demostración de esto en un retiro; y mi dedo cayó en una página en blanco que estaba entre el final de un libro y el comienzo del siguiente. Si hago esto como método de lectio divina, ¿qué querrá decirme Dios con eso?... Más drástica fue la sorpresa de alguien - no sé si ocurrió así, o si es sólo una anécdota - que abrió la biblia, y su dedo cayó en las palabras: (Judas) se fue y se ahorcó (Mateo 27,5). Como no sabía qué hacer con este texto, volvió a abrir la biblia al azar, y su dedo cayó en las palabras: Vete y haz tú lo mismo (Lucas 10,37)... Aunque no sea verdad, es un caso típico de leer la palabra de Dios fuera de su contexto. Dios puede, como dije, hablarnos si usamos este método, pero no conviene hacer de esto una costumbre; porque la palabra de Dios se merece respeto. Si la consulto sólamente por un problema, buscando una respuesta a una pregunta precisa, la reduzco a un libro de consultas y adivinaciones, igual que un libro de oráculos, el I Ching, el Tarot, u otra cosa semejante. En el centro siempre estaré yo.
¿Cómo proceder entonces para dejar la iniciativa a Dios? Hay una manera muy sencilla para eso: leemos los textos del día. Hoy en día, cada misa tiene sus lecturas propias. Si nos fijamos, para comenzar, sólo en el evangelio, ya tenemos textos para cada día de un año. Como esta disposición ya está hecha, el texto me llega y, a veces, se me revela como una caja de sorpresas. No importa cómo me siento o qué preguntas e inquietudes tengo, Dios puede darme algo mucho mejor de lo que yo estoy esperando. Puede ampliar mis horizontes, hacerme ver otras facetas de mi realidad - en fin, se revela siempre en una grandeza que yo ni siquiera puedo imaginarme.
La lectio divina no es sólo información, sino formación: Dios quiere formarnos a su imagen y semejanza. Es nuestra fidelidad a la disciplina diaria de la lectio que le da a Dios mano libre para hacer de nosotros aquel hombre y a aquella mujer que Él tenía en mente desde un principio cuando nos creó.
Otra manera, igual de buena, de dejar la iniciativa a Dios, sería la de escoger, en oración, un libro determinado de la biblia. Eso lo leemos, poco a poco, párrafo por párrafo, desde el principio hasta el fin. Es la misma disciplina para obligarnos a atenernos a un texto, sabiendo que allí Dios nos habla. En todo caso, es bueno recordar que cuánto más deseamos conocer a Dios, tanto más Él se nos revelará.
Para terminar, les dejo dos textos que pueden expresar este deseo de Dios:
Recuerdo los tiempos antiguos,
medito todas tus acciones
considero las obras de tus manos
y extiendo mis brazos hacia ti:
tengo sed de ti como tierra reseca. (Del salmo 142)
¡Oh Dios!, tú eres mi Dios, por ti madrugo,
mi alma está sedienta de ti;
mi carne tiene ansia de ti,
como tierra reseca, agostada, sin agua. (Del salmo 62)

14.8.14

Lectio - Escucha

"Toma y lee"; éstas son las palabras que escuchó San Agustín cuando Dios lo invitó a la conversión. El primer paso en este camino es: salir de nosotros mismos, de nuestro mundo pequeño, e interesarnos seriamente por el Otro. También el camino de los monjes comienza así: Escucha, hijo, estos preceptos de un maestro, inclina el oído de tu corazón, acoge con gusto esta exhortación de un padre entrañable y ponla en práctica, para que por el esfuerzo de tu obediencia retornes a Dios, del que te habías alejado por la desidia de tu desobediencia. Con estas palabras comienza la Regla de San Benito (Prólogo 1-2).
No sólo los monjes, sino todos los cristianos estamos invitados a escuchar, a salir de nosotros mismos, a cuestionar y a distanciarnos de nuestros criterios, y a permitirle a otro que nos manifieste sus ideas y, más aun, que se nos manifieste a sí mismo. La palabra "escuchar" viene del latín "auscultare"; de allí nuestra palabra castellana "auscultar". La usan los médicos, usando incluso un dispositivo que les permite escuchar los sonidos más débiles en el cuerpo de su paciente. Un buen médico no querrá escuchar lo que él se imagina, sino lo que ocurre en realidad; esto puede ser muy diferente de lo que él se imagina. Por eso debemos preguntarnos siempre: ¿Estamos escuchando para entender al otro, o apenas lo dejamos hablar para contestar enseguida? ¿Leemos la palabra de Dios para conocerlo a Él, o para encontrar un texto que apoya nuestras ideas? Caemos fácilmente en esta trampa cuando leemos un texto sin tomar en cuenta el contexto en que fue escrito. Y es muy importante atenernos al texto, no saltar precipidadamente a conclusiones. No nos imaginemos lo que no dice el texto. Se necesita mucha disciplina para quedarse con el significado de una palabra, sin ver en ella lo que nos gustaría encontrar, pero que no está allí. Puede ser útil consultar un comentario o la nota al pie de página, sin que eso degenere en un estudio puramente cerebral para satisfacer la curiosidad. Lo importante es el encuentro personal con Dios a través de la palabra.
Sabemos con cuánto gusto escuchamos a una persona que comparte nuestros mismos criterios, que nos toma en serio y nos respeta. Podemos pasar horas conversando y escuchando sin darnos cuenta de cómo pasa el tiempo. Por otra parte, evitamos a gente que nos lleva la contraria, que tiene criterios muy distintos de los nuestros. Aunque nos respeta, sabemos que, al darle conversación, nos puede cuestionar, y hasta cambiar nuestra vida.
Esta dinámica se ve muy claramente en el evangelio de Juan, donde la gente se encuentra con Jesús y, al final, toma una decisión o hace una profesión de fe. Incluso en Cafarnaum, después de la larga catequesis sobre el pan de vida, la gente se ve obligada a tomar posición: Desde entonces muchos de sus discípulos lo abandonaron y ya no andaban con él (Juan 6,66). Pedro, por su parte, se decide a favor de Jesús: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros hemos creído y reconocemos que tú eres el Consagrado de Dios (Juan 6,68-69).
Es la Palabra de Dios la que nos da vida eterna. La encontramos en la escritura, cuando nos dedicamos a una escucha asidua, diaria, hasta que, poco a poco, nos vemos impregnados y transformados por esta palabra. En vez de hablar de "lectura", sería mejor hablar de "escucha". Los antiguos no leían en silencio y sólo mentalmente, como nosotros hoy en día. Leían como con un murmullo, susurrando, para escuchar ellos mismos la lectura. Se hacían oyentes.
Al comenzar este camino de lectio divina, y al disponernos cada día a esta práctica, es necesario ubicarnos, conscientizarnos de lo que estamos a punto de hacer. Nos comunicamos con otro, con EL OTRO, que no se amolda a nuestras ideas que podamos tener de Él, sino que es Él quien quiere crearnos a su imagen y semejanza (Génesis 1,27). Por eso, antes de hacer lectio divina, necesitamos pedirle a Dios que abra nuestros corazones, que nos diga, como al sordo del Evangelio: ¡"effetá" - ábrete!
Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mis senderos (Salmo 118,105).

9.8.14

La mujer adúltera


En María vemos la santidad de la Iglesia. Siendo modelo de los creyentes, ha respondido, desde siempre y cabalmente, a la voluntad del Señor. Pero la Iglesia es también pecadora y, sin embargo, Iglesia de Cristo. Los discípulos que después de Pentecostés iban a actuar, llenos y guiados por el Espíritu Santo, no han sido gente muy perfecta que se diga. ¿Podrán llevar adelante la obra que se les encomendó? Para ser breve: dados sus antecedentes, hoy en día no tendrían la posibilidad de ser nombrados obispos o elegidos como papa.
En el Evangelio de Juan hay tres ocasiones más donde Jesús se dirige a una mujer como a su esposa - ¡y no son precisamente mujeres perfectas! Ya hemos meditado sobre Magdalena y la Samaritana.
Otra faceta de la Iglesia es representada por la mujer sorprendida en adulterio. Antes de apedrearla, los presentes aprovechan la situación para tender una trampa a Jesús; la ley de Moisés es clara: el adulterio está penado con la muerte. Jesús les recuerda a los jueces que todos somos pecadores. Se incorporó y le dijo: Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado? Ella contestó: Nadie, Señor. Jesús le dijo: Tampoco yo te condeno. Ve y en adelante no peques más (Juan 8,10-11).
Jesús trata a esta pobre infeliz como “mujer”, es decir, esposa. En este contexto es importante que no pensemos en su adulterio solamente como un pecado sexual. A lo largo del Antiguo Testamento, el adulterio ha sido el símbolo de la infidelidad del pueblo de Israel a la alianza con Dios. La idolatría es adulterio. La mujer adúltera del evangelio representa a la iglesia que, a lo largo de su historia, una y otra vez ha sido infiel a la misión que el Resucitado le ha encomendado. Fue el Papa Juan Paulo II quien públicamente pidió perdón por tantos errores y pecados cometidos por la Iglesia a lo largo de los siglos.
Y donde otros se esfuerzan por encontrar los “trapos sucios” de la Iglesia y sus ministros, Jesús les ofrece continuamente su perdón. “No mires nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia” rezamos en la misa antes de darnos la paz. Porque donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia (Romanos 5,20). Nuestros pecados pueden ser muchos y graves, pero Jesús nos ofrece continuamente su perdón. La Iglesia es este ambiente de perdón. Esa es su misión, nuestra misión: reconciliar, en vez de condenar
Tomado, y ligeramente editado de mi libro "María, Modelo del Creyente"

1.8.14

La Samaritana

En María hemos visto la santidad de la Iglesia. Pero la Iglesia es también pecadora y, sin embargo, Iglesia de Cristo. En el Evangelio de Juan hay tres ocasiones  más donde Jesús se dirige, aparte de su madre, a una mujer como a su esposa - ¡y no son precisamente mujeres perfectas!  En la entrada pasada ya hablé de Magdalena. Esta vez quisiera meditar brevemente sobre el encuentro de Jesús con la Samaritana.
En el capítulo 4 de Juan leemos un diálogo largo donde Jesús lleva a una mujer  samaritana poco a poco a reconocerlo como el Mesías. En un momento dado, se  nos revela su pasado: (Jesús) le dice: Ve, llama a tu marido y vuelve acá. Le contestó la mujer: No tengo marido. Le dice Jesús: Tienes razón al decir que no tienes  marido; porque has tenido cinco hombres, y el que tienes ahora tampoco es tu  marido. En eso has dicho la verdad (Juan 4,16-18).
Los samaritanos son descendientes de gente que, siglos atrás, habían sido deportados de otras partes del Oriente Medio o de Asia, para asentarlos en tierras que  habían pertenecido a Israel. Habían traído sus tradiciones religiosas, las habían  mezclado con las tradiciones de los pobladores israelitas que no habían sido deportados, para llegar a una mezcla de cultos ajenos a la fe estricta de los  judíos en un solo Dios. De esta manera, la samaritana representa a aquella gente  que, si bien es religiosa, está peregrinando de una religión a otra (has tenido cinco  hombres), el sincretismo, los que pasan del cristianismo al budismo, al hinduismo,  a la nueva era, y a toda creencia que se les pueda presentar. Son los “turistas espirituales”, bajo la  “dictadura del relativismo”, como diría Benedicto XVI.
Y sigue Jesús hablando: Créeme, mujer... llega la hora, ya ha llegado, en que los  que dan culto auténtico adorarán al Padre en espíritu y en verdad. Porque esos  son los adoradores que busca el Padre. Dios es Espíritu y los que lo adoran deben  hacerlo en espíritu y verdad (Juan 4,21-24). Así le abre el entendimiento, y la lleva  a reconocerlo como Mesías. Al facilitarle Jesús una relación personal con Dios  como Padre, en espíritu y en verdad, termina la búsqueda inquieta de esta mujer, y  ella se convierte en testigo frente a sus paisanos.
Hace años leí en un libro de la nueva era que no necesitábamos testigos, sino maestros. Pero, en los evangelios se nos muestra exactamente lo contrario. La Samaritana representa a la Iglesia, grupo de creyentes, de aquellos que, después de una  larga búsqueda y muchos errores, encontramos nuestro descanso en una relación  profunda con Dios, y nos convertimos en testigos y misioneros.
Texto, ligeramente editado, de mi libro María, Modelo del Creyente.