Un santo de rodillas ve más lejos que un filósofo de puntillas. (Corrie ten Boom)

22.5.20

Volveré donde vosotros


En el evangelio de Juan (14,15-21) leemos: No los dejo huérfanos, volveré a visitarlos. La liturgia nos presenta este evangelio durante el tiempo de tensión entre la presencia del Resucitado y de su ausencia después de la ascensión. Es el tiempo del deseo de Magdalena delante de la tumba, cuando quería aferrarse a Jesús. Pero Él nos asegura que no nos dejará huérfanos, sino que volverá a estar con nosotros.
Quizá entendemos estas palabras mejor si nos hacemos conscientes de la suerte de los huérfanos. Niños que han perdido uno o ambos padres están, ante todo, profundamente inseguros. Les falta lo imprescindible para vivir: alimento, vestido, acogida amorosa y una sana autoestima. En tales condiciones, un niño pequeño y débil se muere. Uno más grande intentará conseguir todo lo necesario de la manera que sea. Como la voluntad de sobrevivir es fuerte, prevalece la ley del más fuerte.
Esto mismo se observará también entre nosotros, los adultos, mientras no creamos que Jesús está con nosotros, y que nosotros y nuestra suerte están en sus manos. También nosotros construimos nuestras seguridades y nos aferramos a ellas, incluso dañando a los demás. Muchas veces nos envalentonamos con una falsa autoestima despreciando a los demás o, al menos, considerándolos de poca importancia. En la sociedad, y en nuestros alrededores, prevalece la ley del más fuerte. Lo que el Señor nos trajo: amor, perdón, paz, no son posibles si vivimos con semejantes criterios.
Jesús nos aseguró: volveré junto a vosotros. Pero ¿dónde está? La pandemia que sufrimos ahora pone el dedo en una llaga que no queríamos reconocer: lo que nosotros llamamos “fe”, muchas veces no es más que una serie de costumbres religiosas. Las controversias que surgieron acerca de la eucaristía lo pusieron de manifiesto. Da la impresión de que, para muchos, Cristo está presente SOLAMENTE en la eucaristía. Está presente en estos pocos centímetros cuadrados de la hostia, pero no al lado. Está en el templo, en el sagrario, en el ostensorio con el sacramento expuesto; pero fuera de allí, no está. Ahora llegaron las misas por los medios, misas virtuales, para recibir la comunión “espiritual”. - ¡Como si alguien hubiera comido alguna vez una “pizza espiritual”!
De acuerdo: esta comparación es chocante y molesta. Pero justamente por eso nos indica por donde está la distorsión que estamos viviendo. En realidad, la “comunión espiritual” es el deseo de ser uno con Cristo. Él está dispuesto a llenar este deseo, pero no en el sacramento, sino en la realidad a la que apunta el sacramento. Es la pregunta por al presencia de Cristo. ¿Dónde está? La escritura nos da unas respuestas muy claras: Pablo iba a Damasco para detener a los seguidores de Jesús. Cuando había caído al suelo preguntó “¿quién eres, Señor?” La respuesta: “soy Jesús a quién tú persigues”. Los perseguidos son el mismo Jesús. ¡ALLÍ, EN ELLOS, está presente! En el último juicio dirá: “Lo que (no) han hecho a uno de estos mis hermanos más pequeños, a MÍ (no) lo han hecho.” ¡ALLÍ, EN EL MÁS PEQUEÑO, Jesús está presente!
Pero seamos sinceros: es mucho más fácil adorar a Jesús en la hostia, en vez de atenderlo en el más pequeño que, para colmo, puede ser antipático, desagradable, y hasta hostil. Hemos degradado nuestra fe al nivel de una religión de huérfanos que buscan seguridad en “tradiciones venerables” que nos tranquilizan con la sensación de servirle a Dios – sin que nos duela.
Todo esto nos lleva a otro detalle: en la presencia sacramental de Cristo nos hemos fijado demasiado en el “recibir”; yo recibo a Jesús. Esto es correcto. Dios da el primer paso; nos da su amor. Pero esto no es todo. En la presencia de Jesús en el prójimo se trata, antes que todo, de “dar”, de nuestra entrega. Esto nos saca de un recibir pasivo, y nos lleva a una vida espiritual activa donde asumimos la responsabilidad de dar a los que nos rodean el amor que hemos recibido de Dios.
No nos pongamos a esperar hasta que alguien dé el primer paso. ¡Permitámosle a Cristo hacerse presente, dando nosotros el primer paso!

1.5.20

Por qué Jesús (2)


No podemos con todo en la vida. Basta mencionar la muerte; nadie la escapa. Pero experimentamos también la culpa. Nadie puede quitárnosla. Y la consciencia de nuestra dignidad como persona, ¿de dónde nos viene? Para afirmarnos a nosotros mismos caemos fácilmente en comparaciones con otros. Recuerdo a alguien que pasó varios años por un análisis profundo de psicología. Conocía todos los detalles de su vida, su pasado y la razón por ser cómo era. Y terminó diciéndome, “PERO NO ME QUIERO A MÍ MISMO!” El conocimiento de sí mismo no es suficiente, por más exhaustivo que sea. Necesitamos aprecio, aceptación. Y ésta sólo viene de aquel que nos creó, y declaró que “todo era bueno, muy bueno” (Génesis 1).
Por eso Dios se hizo hombre en Jesús, para compartir nuestra suerte, pasando por el desprecio extremo y la muerte. Pero su relación con Dios le dio una nueva calidad a su vida. Hay en los Hechos delos Apóstoles (10,37-38) una frase breve que, lamentablemente, pasa muchas veces desapercibida: Ustedes ya conocen lo sucedido por toda la Judea, empezando por Galilea, a partir del bautismo que predicaba Juan. Cómo Dios ungió a Jesús de Nazaret con Espíritu Santo y poder: él pasó haciendo el bien y sanando a los poseídos del Diablo, porque Dios estaba con él. “Diablo”, en hebreo, es “Satán” - Satanás - , el que me lleva la contraria, el adversario, el que no ve nada bueno en uno. Y si lo hay, lo interpreta mal y lo presenta como malo. Demasiadas veces nos encontramos sometidos a este poder.
Jesús, siendo adulto ya, comenzó su vida pública. Se dejó bautizar por Juan en el Jordán. Y mientras oraba, se abrió el cielo, bajó sobre él el Espíritu Santo en forma de paloma y se escuchó una voz del cielo: “Tú eres mi Hijo querido, mi predilecto” (Lucas 3,22). Esto fue una experiencia muy profunda, y nuestro lenguaje humano llega a sus límites, cuando intenta hablar de algo semejante:
A Jesús se le abrió el cielo y, con eso, el acceso directo a Dios, sin intermediarios. Se llenó del Espíritu de Dios que lo animó e impulsó. Se experimentó a sí mismo esencialmente como hijo amado, y a Dios no como a madre protectora, sino como a un padre que reta a su hijo a superarse a sí mismo, a llegar a ser maduro e independiente, y que acompaña a su hijo en este proceso. Esto nos hace comprender que Jesús confió en Dios, incluso más allá de la muerte. Aquí no se trata de una definición sino de una relación.
Como consecuencia de esta relación, Jesús se encontró en el desierto. No se precipitó a predicar en seguida. Tuvo que asimilar primero esta experiencia nueva, permitiéndole tocar hasta lo más profundo de su ser. En la prueba durante este proceso demostró que veía todo bajo la luz de su relación con el Padre.
La experiencia de este amor fue tan profunda y fuerte que ningún poder y ninguna presión podían sacudirla. Recordemos: era el Hijo de Dios que nos reconcilió con el Padre, y justamente esto condujo a su condena. Era el Hijo amado, pero por la condena a una muerte en cruz lograron presentarlo a la vista de todo el mundo como un maldecido por Dios. Él era el amor en persona, y tuvo que sufrir la descarga de odio de todo el mundo. Pero la respuesta de Jesús al amor del Padre fue más fuerte que su miedo a la muerte, al desprecio y a la descalificación, más fuerte que la impotencia y el desamparo en la cruz.
Jesús no quiere solamente predicar este amor, sino transmitírnoslo por sus hechos. Como el Padre me amó así yo los he amado (Juan 15,9). Jesús nos libera de nuestras obsesiones y nuestra miopía, de nuestros temores y desprecio de nosotros mismos. De esta manera nos convierte en mujeres y hombres libres, maduros, independientes, conscientes de su dignidad, y que no tienen necesidad de venderse a nadie.
Es aquí donde comienza la renovación de la iglesia: Que se amen unos a otros como yo los he amado (Juan 15,12). El amor de Dios no defrauda: si le somos infieles, él se mantiene fiel, porque no puede negarse a sí mismo (2 Timoteo 2,13).