Un santo de rodillas ve más lejos que un filósofo de puntillas. (Corrie ten Boom)

2.2.18

Bautizados con Espíritu Santo y Fuego


En el evangelio de Lucas, inmediatamente después del bautismo, cuando Jesús acababa de oír la voz del Padre, tú eres mi hijo amado, sigue la genealogía de Jesús. Allí hay un detalle que llama mucho la atención: Cuando Jesús empezó su ministerio tenía treinta años y pasaba por hijo de José, que era hijo de Elí, Elí hijo de Matat, Matat hijo de Leví... Set hijo de Adán, Adán hijo de Dios (Lucas 3,23-38). Según este texto, todos somos hijos de Dios porque todos somos hijos de Adán.
Pero, nosotros llegamos a ser hijos de Dios por mediación de Jesús. Él los bautizará con Espíritu Santo y fuego (Lucas 3,16). Varios textos indican que la experiencia de Jesús después de su bautismo no fue sólo un privilegio para él, sino una vocación para el servicio de los demás - como lo es también nuestra vocación: y porque no vivamos ya para nosotros mismos sino para él que por nosotros murió y resucitó, envió, Padre, al Espíritu Santo (plegaria eucarística 4).
Como el Padre me amó así yo los he amado (Juan 15,9). Por ellos me consagro, para que queden consagrados con la verdad (Juan 1719). Quien me ha visto a mí ha visto al Padre (Juan 14,9). Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para que rescatase a los que estaban sometidos a la ley y nosotros recibiéramos la condición de hijos. Y como son hijos, Dios infundió en sus corazones el Espíritu de su Hijo, que clama a Dios llamándolo: Abba, es decir, Padre (Gálatas 4,5). Miren qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamamos hijos de Dios y realmente lo somos. Por eso el mundo no nos reconoce, porque no lo reconoce a él (1Juan 3,1-3). Es Jesús quien nos facilita el acceso a nuestra condición de hijos de Dios.
Esto tiene consecuencias importantes en nuestra vida y nuestras relaciones. Es éste Jesús que comienza su ministerio diciendo conviértanse. Pero no se trata de una conversión en sentido moral sino, como indica la palabra griega, de un cambio de nuestra manera de pensar. Estamos invitados a vernos como los hijos amados del Padre. Y todo lo que hagamos es una respuesta, ya no a mandamientos, sino a este amor.
El teólogo alemán Eugen Biser (1918 - 2014) dijo en una ocasión: Jesús es el revolucionario más grande de la historia de religión. Eso suena demasiado pretencioso; sin embargo, la experiencia de Jesús en su bautismo ha sido revolucionaria, y tiene para nosotros consecuencias revolucionarias. Veamos esto por partes:
1. Es Dios quien toma la iniciativa y sale al encuentro del hombre. El hombre no puede merecérselo; sólo puede buscarlo y disponerse para el encuentro. Jesús "se abajó" en el Jordán. Es el Hijo de Dios, no por esfuerzo propio, sino por revelación. Su condición divina es un don de Dios, una vocación, al hombre Jesús. No son necesarias las reencarnaciones para llegar a la perfección o a la condición de maestro ascendido, porque nuestra meta no es la perfección, sino la unión con Dios. Y ésta no es el resultado de un esfuerzo nuestro, sino que todo es gracia.
Nuestra fuerza interior no tiene nada que ver con el pensamiento positivo o con la "autoestima en alto". Más bien, éstos son el fruto de la experiencia del amor del Padre. Esto es sumamente importante porque hoy en día hay un sin fin de cursos y actividades que prescinden de este amor, y enseñan a los participantes un amor a sí mismos que no tiene fundamento y, por ende, no resiste en las pruebas.
Aquí nos topamos con el misterio de las dos naturalezas de Jesús: hombre y Dios. A pesar de su condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios; sino que se vació de sí y tomó la condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres. Y mostrándose en figura humana se humilló, se hizo obediente hasta la muerte, y una muerte en cruz. Por eso Dios lo exaltó y le concedió un nombre superior a todo nombre (Filipenses 2,6-9). Así resume San Pablo este misterio. Vemos el comienzo de este camino de anonadamiento en el bautismo de Jesús. Se deja bautizar por Juan. Y lo hace incluso geográficamente en el punto más bajo del planeta: en el Jordán. Bajó al agua. En este vaciamiento total, como hombre experimenta la presencia amorosa del Padre. El Espíritu de Dios lo llena, y se sabe el Hijo amado de Dios. Su entrega hasta la muerte es la prueba de que esto no fue fruto de una imaginación o idea enfermiza de Jesús, sino de una experiencia profunda de Dios como digno de confianza absoluta, como Padre.
2. El Dios que se revela al hombre es un Dios de amor que expulsa el temor. Mientras no aceptemos el amor incondicional del Padre seguiremos viviendo con miedo, buscando seguridades. Y lo que llamamos fe, en tal caso es apenas un cristianismo cultural, una ideología religiosa más, que hay que defender. Y todas las renovaciones y adaptaciones se convierten en combustible para una lucha entre tradicionalistas y progresistas. Todo queda apenas en un maquillaje.
Cristo destruyó el poder de la muerte, porque el amor es más fuerte que la muerte. Así como los hijos de una familia tienen una misma carne y sangre, también Jesús participó de esa condición, para anular con su muerte al que controlaba la muerte, es decir, al Diablo, y para liberar a los que, por miedo a la muerte, pasan la vida como esclavos (Hebreos 2,14-15).
San Pablo lo describe con más detalle a los cristianos de Roma: ¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿Tribulación, angustia, persecución, hambre, desnudez, peligro, espada?... En todas esas circunstancias salimos más que vencedores gracias al que nos amó. Estoy seguro que ni muerte ni vida, ni ángeles ni potestades, ni presente ni futuro, ni poderes ni altura ni hondura, ni criatura alguna nos podrá separar del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro (Romanos 8,28-39).
3. Dios nos invita a una relación de confianza e intimidad. Nuestra condición de hijos de Dios es nuestra esencia. No importa lo pecadores y monstruos que hayamos sido, esta esencia nuestra nos permite volver en cualquier momento, como el hijo pródigo, a nuestro Padre. Porque seguimos siendo hijos de Dios. No podemos borrar esta condición nuestra; sólo podemos negarla, como lo hizo el hijo mayor de la parábola. Él no entró al banquete; esto fue su infierno: no querer estar donde iba a ser feliz y en comunión con los demás. El Padre nos invita al banquete. La decisión de entrar es nuestra.
Como resultado de esta experiencia de amor, Jesús tiene una confianza tan fuerte en el Padre que le permite actuar en nombre de Él. Quien lo ve a Él, ve al Padre. Esta experiencia de amor es la roca donde se funda la fortaleza de Jesús para pasar incluso por la muerte. El Padre puede contar con el Hijo, y el Hijo cuenta con el Padre. Si Dios está de nuestra parte, ¿quién estará en contra? El que no reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos va a regalar todo lo demás con él? ¿Quién acusará a los que Dios eligió? Si Dios absuelve, ¿quién condenará? ¿Será acaso Cristo Jesús, el que murió y después resucitó y está a la diestra de Dios y suplica por nosotros? (Romanos 8,31-34) Jesús se centró en su misión de amar. Del resto se ocupó el Padre. Como el Padre me amó así yo los he amado (Juan 15,9).
Por eso el perdón es parte del amor de Dios. No se trata de una fría declaración judicial absolutoria, sino de saberse amado, aceptado, reintegrado - como el hijo pródigo. Para eso, Jesús se hizo uno de nosotros, nos quitó el miedo, rebajándose al nivel más bajo, para inspirarnos desde allí confianza y, de esta manera, manifestarnos el amor y el perdón de Dios.
El amor expulsa el temor: ¡No teman! Pablo escribe (y lo hace ¡desde la prisión!): Estén siempre alegres, oren sin cesar, den gracias por todo. Eso es lo que quiere Dios de ustedes como cristianos (1 Tesalonicenses 5,16-18). También el libro del Apocalipsis es un libro sobre la victoria de Cristo, y fue escrito por uno que estaba perseguido y exiliado por su fe. No se trata de una alegría superficial, sino profunda.
4. El Dios trascendente se escapa a nuestro control y nuestras definiciones. Pero envía su Espíritu sobre Jesús. De esta manera habita en lo más íntimo de él. Dios se hace presente en el hombre. La práctica de la oración centrante nos mantiene y confirma en este camino. Al consentir a la presencia de Dios en nosotros, aceptamos una y otra vez su amor infinito que emana de su presencia. Y, al consentir a su acción en nosotros, le permitimos que actúe a través de nosotros y transmita su amor a los que nos rodean. Por la práctica fiel, nos volvemos más y más transparentes, traslúcidos, para que se perciba la presencia de Dios en este mundo.
Esta experiencia le reveló a Jesús su identidad. Y lo mismo hace con nosotros. El amado responde al que lo ama; Jesús responde única y exclusivamente a Dios. Por eso no habla ni actúa políticamente correcto. Cuestiona lo de siempre. Es diferente. Por eso es percibido por los poderes constituidos como una amenaza. ¡Cuidado con la gente!, porque los entregarán a los tribunales y los azotarán en sus sinagogas. Los harán comparecer ante gobernadores y reyes por mi causa, para dar testimonio ante ellos y los paganos. Cuando los entreguen, no se preocupen por lo que van a decir; pues no serán ustedes los que hablen, sino el Espíritu de su Padre hablará por ustedes. Un hermano entregará a la muerte a su hermano, un padre a su hijo; se rebelarán hijos contra padres y los matarán. Serán odiados por todos a causa de mi nombre. Quien resista hasta el final se salvará (Mateo 10,17-22). Por supuesto, una persona tan libre es percibida como peligrosa porque no responde a las expectativas de los demás.