En
el evangelio de Lucas, inmediatamente después del bautismo, cuando
Jesús acababa de oír la voz del Padre, tú
eres mi hijo amado,
sigue la genealogía de Jesús. Allí hay
un detalle que llama mucho la atención:
Cuando
Jesús empezó su ministerio tenía treinta años y pasaba por hijo
de José, que era hijo de Elí, Elí hijo de Matat, Matat hijo de
Leví... Set hijo de Adán, Adán hijo de Dios
(Lucas 3,23-38). Según este texto, todos
somos hijos de Dios
porque todos somos hijos de Adán.
Pero,
nosotros llegamos a ser hijos de Dios por
mediación de Jesús.
Él
los bautizará con Espíritu Santo y fuego
(Lucas 3,16). Varios
textos indican que la experiencia de Jesús después de su bautismo
no fue sólo un privilegio para él, sino una vocación para el
servicio de los demás - como lo es también nuestra vocación: y
porque no vivamos ya para nosotros mismos sino para él que por
nosotros murió y resucitó, envió, Padre, al Espíritu Santo
(plegaria
eucarística 4).
Como
el Padre me amó así yo los he amado (Juan 15,9). Por
ellos me consagro, para que queden consagrados con la verdad (Juan
1719). Quien
me ha visto
a mí ha visto al Padre (Juan 14,9). Dios envió a su Hijo,
nacido
de mujer, nacido bajo la ley, para que rescatase a los que estaban
sometidos a la ley y nosotros recibiéramos la condición de hijos. Y
como son hijos, Dios infundió en sus corazones el Espíritu de su
Hijo, que clama a Dios llamándolo: Abba, es decir, Padre (Gálatas
4,5). Miren
qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamamos hijos
de
Dios y realmente lo somos. Por eso el mundo no nos reconoce, porque
no lo reconoce a él (1Juan
3,1-3). Es
Jesús
quien nos facilita el acceso a nuestra condición de hijos de Dios.
Esto
tiene consecuencias importantes en nuestra vida y nuestras
relaciones. Es
éste Jesús que comienza su ministerio diciendo conviértanse.
Pero no se trata de una conversión en sentido moral sino, como
indica la palabra griega, de un cambio de nuestra manera de pensar.
Estamos invitados a vernos como los hijos amados del Padre. Y todo lo
que hagamos es una respuesta, ya no a mandamientos, sino a este amor.
El
teólogo alemán Eugen Biser (1918 - 2014) dijo en una ocasión:
Jesús
es el revolucionario más grande de la historia de religión. Eso
suena demasiado pretencioso; sin embargo, la experiencia de Jesús en
su bautismo ha sido revolucionaria, y tiene para nosotros
consecuencias revolucionarias. Veamos esto por partes:
1.
Es Dios quien toma la iniciativa y sale al encuentro del hombre.
El hombre no puede merecérselo; sólo puede buscarlo y disponerse
para el encuentro. Jesús "se abajó" en el Jordán. Es el
Hijo
de Dios, no por esfuerzo propio, sino por revelación. Su condición
divina es un don de Dios, una vocación, al hombre Jesús. No
son necesarias las reencarnaciones para llegar a la perfección o a
la condición de maestro ascendido, porque nuestra meta no es la
perfección, sino la unión con Dios. Y ésta no es el resultado de
un esfuerzo nuestro, sino que todo es gracia.
Nuestra
fuerza interior no tiene nada que ver con el pensamiento positivo o
con la "autoestima en alto". Más bien, éstos son el
fruto de la experiencia del amor del Padre. Esto es sumamente
importante porque hoy en día hay un sin fin de cursos y actividades
que prescinden de este amor, y enseñan a los participantes un amor a
sí mismos que no tiene fundamento y, por ende, no resiste en las
pruebas.
Aquí
nos topamos con el misterio de las dos naturalezas de Jesús: hombre
y Dios. A
pesar
de
su condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios;
sino
que se vació de sí y tomó la condición de esclavo, haciéndose
semejante a los hombres. Y mostrándose en figura humana se humilló,
se hizo obediente hasta la muerte, y una muerte en cruz.
Por
eso Dios lo exaltó y le concedió un nombre superior a todo nombre
(Filipenses
2,6-9). Así resume San Pablo este misterio. Vemos el comienzo de
este camino de anonadamiento en el bautismo de Jesús. Se deja
bautizar por Juan. Y lo hace incluso geográficamente en el punto más
bajo del planeta: en el Jordán. Bajó al agua. En este vaciamiento
total, como hombre experimenta la presencia amorosa del Padre. El
Espíritu de Dios lo llena, y se sabe el Hijo amado de Dios. Su
entrega hasta la muerte es la prueba de que esto no fue fruto de una
imaginación o idea enfermiza de Jesús, sino de una experiencia
profunda de Dios como digno de confianza absoluta, como Padre.
2.
El Dios que se revela al hombre es
un Dios de amor que expulsa el temor.
Mientras no aceptemos el amor incondicional del Padre seguiremos
viviendo con miedo, buscando seguridades. Y lo que llamamos fe, en
tal caso es apenas un cristianismo cultural, una ideología religiosa
más, que hay que defender. Y todas las renovaciones y adaptaciones
se convierten en combustible para una lucha entre tradicionalistas y
progresistas. Todo queda apenas en un maquillaje.
Cristo
destruyó el poder de la muerte, porque el amor es más fuerte que la
muerte. Así como los hijos de una familia tienen una misma carne y
sangre, también Jesús participó de esa condición, para anular con
su muerte al que controlaba la muerte, es decir, al Diablo, y para
liberar a los que, por miedo a la muerte, pasan la vida como esclavos
(Hebreos 2,14-15).
San
Pablo lo describe con más detalle a los cristianos de Roma: ¿Quién
nos apartará del amor de Cristo? ¿Tribulación, angustia,
persecución, hambre, desnudez, peligro, espada?... En todas esas
circunstancias salimos más que vencedores gracias al que nos amó.
Estoy
seguro que ni muerte ni vida, ni ángeles ni potestades, ni presente
ni futuro, ni poderes ni altura ni hondura, ni criatura alguna nos
podrá separar del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor
nuestro (Romanos
8,28-39).
3.
Dios nos invita a una relación de confianza e intimidad.
Nuestra condición de hijos de Dios es nuestra esencia. No importa lo
pecadores y monstruos que hayamos sido, esta esencia nuestra nos
permite volver en cualquier momento, como el hijo pródigo, a nuestro
Padre. Porque seguimos siendo hijos de Dios. No podemos borrar esta
condición nuestra; sólo podemos negarla, como lo hizo el hijo mayor
de la parábola. Él no entró al banquete; esto fue su infierno: no
querer estar donde iba a ser feliz y en comunión con los demás. El
Padre nos invita al banquete. La decisión de entrar es nuestra.
Como
resultado de esta experiencia de amor, Jesús tiene una confianza tan
fuerte en el Padre que le permite actuar en nombre de Él. Quien lo
ve a Él, ve al Padre. Esta experiencia de amor es la roca donde se
funda la fortaleza de Jesús para pasar incluso por la muerte. El
Padre puede contar con el Hijo, y el Hijo cuenta con el Padre.
Si Dios está de nuestra parte, ¿quién estará en contra? El que no
reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros,
¿cómo no nos va a regalar todo lo demás con él? ¿Quién acusará
a los que Dios eligió? Si Dios absuelve, ¿quién condenará? ¿Será
acaso Cristo Jesús, el que murió y después resucitó y está a la
diestra de Dios y suplica por nosotros? (Romanos
8,31-34) Jesús
se centró en su misión de amar. Del resto se ocupó el Padre.
Como
el Padre me amó así yo los he amado
(Juan 15,9).
Por
eso el perdón es parte del amor de Dios. No se trata de una fría
declaración judicial absolutoria, sino de saberse amado, aceptado,
reintegrado - como el hijo pródigo. Para eso, Jesús se hizo uno de
nosotros, nos quitó el miedo, rebajándose al nivel más bajo, para
inspirarnos desde allí confianza y, de esta manera, manifestarnos el
amor y el perdón de Dios.
El
amor expulsa el temor: ¡No
teman! Pablo
escribe (y lo hace ¡desde la prisión!): Estén
siempre
alegres,
oren sin cesar, den gracias por todo. Eso es lo que quiere Dios de
ustedes como cristianos
(1 Tesalonicenses 5,16-18). También el libro del Apocalipsis es un
libro sobre la victoria de Cristo, y fue escrito por uno que estaba
perseguido y exiliado por su fe. No se trata de una alegría
superficial, sino profunda.
4.
El
Dios trascendente se escapa a nuestro control y nuestras
definiciones. Pero envía su Espíritu sobre Jesús. De esta manera
habita en lo más íntimo de él. Dios
se hace presente en el hombre.
La práctica de la oración centrante nos mantiene y confirma en este
camino. Al consentir a la presencia de Dios en nosotros, aceptamos
una y otra vez su amor infinito que emana de su presencia. Y, al
consentir a su acción en nosotros, le permitimos que actúe a través
de nosotros y transmita su amor a los que nos rodean. Por la práctica
fiel, nos volvemos más y más transparentes, traslúcidos, para que
se perciba la presencia de Dios en este mundo.
Esta
experiencia le reveló a Jesús su identidad. Y lo mismo hace con
nosotros. El amado responde al que lo ama; Jesús responde única y
exclusivamente a Dios. Por eso no habla ni actúa políticamente
correcto. Cuestiona lo de siempre. Es diferente. Por eso es percibido
por los poderes constituidos como una amenaza. ¡Cuidado
con la gente!, porque los entregarán a los tribunales y los azotarán
en sus sinagogas. Los harán comparecer ante gobernadores y reyes por
mi causa, para dar testimonio ante ellos y los paganos. Cuando los
entreguen, no se preocupen por lo que van a decir; pues no serán
ustedes los que hablen, sino el Espíritu de su Padre hablará por
ustedes. Un hermano entregará a la muerte a su hermano, un padre a
su hijo; se rebelarán hijos contra padres y los matarán. Serán
odiados por todos a causa de mi nombre. Quien resista hasta el final
se salvará
(Mateo 10,17-22). Por supuesto, una persona tan libre es percibida
como peligrosa porque no responde a las expectativas de los demás.