Un santo de rodillas ve más lejos que un filósofo de puntillas. (Corrie ten Boom)

23.7.21

Libertad

Desde hace tiempo
se está criticando duramente a los que no tomaron medidas ni levantaron su voz contra los abusos sexuales. Ahora nos damos cuenta de que este silencio era parte del “sistema iglesia” – como lo llaman algunos – un mal sistémico. Pero ya se asoman voces que denuncian también otro mal sistémico, el abuso de autoridad y el abuso espiritual que, a mi manera de ver, es igualmente, o incluso más pernicioso.

Hoy en día andan por allí un sin fin de comentarios, mensajes, orientaciones, etc. acerca de cómo debe vivir un cristiano, o qué significa ser un católico auténtico. En el fondo, más que orientaciones son ¡DESORIENTACIONES! Para no hacerme cómplice, yo no guardaré silencio.

No conozco al P. José Antonio Fortea. He leído que es exorcista y que ha escrito unos cuantos libros. No sé más nada. Por eso no puedo decir nada de él. En este comentario que sigue me refiero unicamente a un video del 14 de julio de 2021 con una entrevista de él sobre la situación de Cuba. La pueden encontrar bajo este vínculo: https://www.youtube.com/watch?v=Lc2cVqvDlAs (Duración: 32’ 27“). No estoy, por lo tanto, contra el P. Fortea, sino simplemente a favor de Cristo y de la gente que lo busca con sincero corazón.

El P. Fortea comienza diciendo – correctamente – que “la libertad es un don de Dios”. Pero en lo que sigue ya está el gusano; dice: “Nadie tiene derecho de robar la libertad a nadie”. Correcto, nadie tiene derecho a quitarnos la libertad. Pero esta observación es demasiado débil, y le permite justificar lo que sigue diciendo: en caso extremo, como en una dictadura tan cruel como la de Cuba que suprime todas las libertades, es lícito tomarse la libertad a la fuerza, incluso por una guerra civil. Pueden escuchar esto con más detalle a partir del minuto 6‘36. Lo correcto sería decir que es imposible que nadie nos quite la libertad. Porque lo que Dios nos ha dado es nuestra esencia inalienable. Se puede hostigarnos y presionarnos hasta hacernos esclavos. Pero siempre seremos nosotros mismos los que nos hacemos esclavos. Más abajo diré más sobre esto. Este hecho es la base de mis reflexiones.

Ahora bien, si Dios nos ha dado la libertad, ¿por que se la pedimos a un opresor? Esto nos revela que el problema no está en la opresión sino en lo que entendemos por libertad. El que pide libertad es esclavo del que se la da. Porque el que la da también puede volver a quitarla. También la libertad que Dios nos da es para servirle a Él. Pero allí está el detalle: ¿queremos ser libres de opresión, pero con el temor de perder esta libertad y todas las ventajas que nos trae, o queremos “ser libres de temor” – porque Dios nunca nos quita la libertad – para que “le sirvamos en santidad y justicia” (Lucas 1,74). En fin: ¿libres de, o libres para? ¿Queremos disfrutar la vida, o ponerla al servicio del prójimo? Qué buscamos: ¿a nosotros mismos o a Dios?

Éste era ya el problema de Israel. Salió de Egipto, sin violencia. Israel representa la humanidad indefensa que aprende a confiar totalmente en Dios, mientras que el imperio del faraón de Egipto representa todos los poderes construidos sobre el ego, que impone el derecho del más fuerte. Sin embargo, Israel tuvo que aprender a ser libre. Porque cada vez que durante su peregrinación por el desierto se le presentaba un problema, quería volver a Egipto, donde tenían al menos la comida garantizada. Decían abiertamente que preferían ser esclavos, para al menos poder comer bien.

Todos conocemos esto como la “condición humana”, los deseos de seguridad y supervivencia, de afecto y estima, de control y poder. Muchas veces estamos dispuestos a renunciar a nuestros valores para no perder lo que deseamos. Se puede discutir cuál sería el mejor camino a nivel político. Pero como cristianos estamos llamados a “tener los mismos sentimientos de Jesús” (Filipenses 2,5).

¿Cuál es el ejemplo que Jesús nos dio? Leemos en Lucas 23,39-43: Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: ¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti y a nosotros. Pero el otro lo reprendió diciendo: —¿No tienes temor de Dios, tú, que sufres la misma pena? Lo nuestro es justo, recibimos la paga de nuestros delitos; pero él, en cambio, no ha cometido ningún crimen. Y añadió: —Jesús, cuando llegues a tu reino acuérdate de mí. Jesús le contestó: —Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso.

En estas cruces vemos a tres hombres en una situación extrema de falta de libertad: están privados del derecho a la vida; no pueden ni siquiera moverse; y, como cuelgan de un madero, se ve a todas luces que están malditos por Dios: Dios maldice al que cuelga de un árbol (Deuteronomio 21,23) y en Gálatas 3,13 Pablo se refiere a este texto cuando dice que Cristo nos rescató de esta maldición. Lo único que pueden hacer es responder frente a su situación. Y cada uno responde de manera distinta:

  • El primero quiere salir de esta situación. “Sálvate a ti y a nosotros”. Muchos de nosotros tenemos inconscientemente esta actitud: queremos salir del sufrimiento, sacudírnoslo, ser libres. Y recurrimos a uno que debe tener la autoridad para cambiar nuestra situación, como el ladrón recurrió al mesías. (He oído audios y visto videos que reclaman al Papa Francisco que levante su voz y exija la libertad para Cuba. Creo que los Papas, también Francisco, han dejado bien claro dónde están en relación con estos regímenes. Y no va a llamar a una guerra civil.)

  • El otro acepta su suerte, asumiendo su responsabilidad. Los males que sufrimos son, a veces, consecuencia de decisiones equivocadas de nosotros. Pero hay más que este mundo: el Reino de Dios, ¡que no es de este mundo!

  • El tercero de ellos, Jesús, quien es víctima inocente, responde de una manera totalmente distinta: Acepta su situación, y se ocupa del otro. Le asegura que “hoy”, o sea, en este momento de aceptar su situación, “estará en el paraíso”, es decir, en una situación de paz absoluta. Porque el sufrimiento es una cosa; otra es el cómo sufrimos: desesperados, amargados y sin sentido, o en paz y entregados en las manos de Dios.

Éste fue también el ejemplo de los mártires de los primeros siglos y de los siglos siguientes. Su confianza en el amor de Dios era más importante que unas ventajas pasajeras. El problema es que queremos ver los frutos de nuestro sacrificio. Pero Jesús murió totalmente fracasado. Sus enemigos le habían ganado, sus amigos lo habían abandonado, negado, e incluso traicionado. Sólo unas pocas mujeres lo acompañaron en sus últimas horas, impotentes de cambiar el curso de los acontecimientos. Pero el fracaso de Jesús fue precisamente su victoria. El grano de trigo había muerto, pero había dado fruto abundante. Los poderosos habían eliminado a uno; pero al poco tiempo eran doce que seguían el camino de Jesús, y su número se multiplicaba vertiginosamente. Tertuliano pudo decir pocos siglos más tarde que “la sangre de los mártires era semilla de cristianos”.

En este contexto es sorprendente la caída del muro de Berlín: En 1982 el grupo Open Doors comenzó a orar por el fin del comunismo. En Polonia fue el movimiento de Solidaridad de los trabajadores, junto con la iglesia, los que socavaron el sistema tiránico. En el mismo año de 1982 comenzaron en Leipzig, Alemania, “las oraciones de los lunes” en la iglesia (luterana) de San Nicolás. El número de participantes aumentaba cada semana, y ni las autoridades ni los servicios secretos de seguridad de estado eran capaces de evitarlo. Siete años más tarde cayeron el comunismo y el muro. Y sólo Dios sabe cuánta oración y cuántas gestiones tras bastidores del Papa San Juan Pablo II contribuyeron a este desenlace. Todo este proceso terminó ¡sin pegar un solo tiro! El fruto de la oración.

Según el P. Fortea, “el marxismo ha sido uno de los peores venenos del infierno” (26’35”). Yo pregunto: ¿el marxismo? Quizá todos estos males son consecuencia del marxismo, del intento de poner orden en el mundo, pero ¡sin Dios! Eso ha llevado a que hoy en día estos regímenes sean extremadamente destructivos porque son mafias y carteles de simples y viles delincuentes de un crimen globalmente organizado. Porque lo que emprendemos sin Dios termina en la imposición del ego. Queremos ser como Dios (Génesis 3,5).

Sin embargo, el asunto es más grave: mientras hablamos y luchamos contra el marxismo, no logramos nada. El problema de fondo en Cuba, como también en Venezuela, son la santería y el satanismo, como el Vudú en Haití. Son prácticas pseudo-religiosas que, al despertar los instintos más bajos en la gente, activan al máximo la búsqueda de satisfacer los deseos del ego, del falso yo. Llevan a un egoísmo extremo y, por ende, a que se imponga la ley del más fuerte. En cambio, la confianza en Dios inspira a preocuparse por el otro. Dios es amor, y éste es nuestra vocación, nuestra esencia. Contra el satanismo sirve sólo la oración. - Lo que aplica a Cuba aplica igualmente a Venezuela, y a cualquier país y situación.

Sé que, al menos en Venezuela, hay actividades religiosas. Adoraciones al Santísimo, procesiones y peregrinaciones con la Virgen y otros Santos. También se ha consagrado al país al Santísimo Sacramento. El otro día me llegó por las redes una oración “para cubrirnos con la sangre de Cristo”. Ahora, me pregunto: todo eso ¿no es acaso una repetición de la petición del primer ladrón crucificado al lado de Cristo? ¿No refleja el simple deseo – perfectamente comprensible – de dejar de sufrir? No es que Dios no escucha; lo que pasa es que estamos pidiendo mal. Me explico: En Venezuela tenemos el dicho “Dios da el frío, y también la cobija”. Pues, no pidamos que nos quite el frío, sino que nos dé la cobija, que nos dé la fuerza de aguantar y vivir una vida positiva en esta situación.

Ya he escrito en otra ocasión sobre la Consagración. Considero que es fácil consagrar “un país” a Dios. Pero, ¿qué es un país? El país es su gente. La gente, cada uno, tiene que consagrarse, es decir, ponerse al servicio de Dios. Y Dios cuidará a los que le sirven. Jesús no consagró a Israel a Dios, ni a ninguna institución. Él se consagró a sí mismo. Por ellos me consagro, para que queden consagrados con la verdad (Juan 17,19).

¿Cómo me consagro a Dios? Nuestra liturgia ofrece ritos hermosos que, lamentablemente, se pierden porque el “folclore litúrgico” desvía la atención de lo esencial. El sacramento que nos incorpora a Cristo y nos consagra a Dios es el bautismo. Cada año renovamos durante la vigilia pascual las promesas de nuestro bautismo. Pero precisamente en esta vigilia hermosísima todo el mundo está pendiente de la bendición del agua, para llevarse cantidades considerables a la casa. Y ¡quién sabe para qué la usan allí! Estos usos casi mágicos no llevan a ninguna parte. Por supuesto, renovar las promesas bautismales con sinceridad, no sólo de “boca para fuera”, es más difícil. Pero precisamente en estas promesas renunciamos a satanás y aceptamos a la redención de Cristo. ¿Qué más oraciones necesitamos para cubrirnos con la sangre de Cristo? Parece que en nuestra relación con Dios nos gusta “ir por las ramas”. Necesitamos seriedad.

Asumir la libertad es tarea de cada uno. Servirle a Dios es tarea de cada uno. El Reino de Dios no viene de fuera, sino que está dentro de nosotros. En este metro cuadrado donde está una persona unida a Dios, allí está su Reino.