Un santo de rodillas ve más lejos que un filósofo de puntillas. (Corrie ten Boom)

23.1.19

La Verdad Los Hará Libres

Excusas, Domenichino, 1625
Hace pocos días publiqué en Facebook unas reflexiones que se compartieron muchas veces. Por eso las pongo aquí en mi blog, ligeramente ampliadas:
Se notan aires de cambio en Venezuela. Pero también se nota todavía el virus de la derrota. Me explico: he leído por ahí comparaciones entre Guaidó y Bolívar. Déjense de idolatrías. No esperen ningún Mesías. Bolívar cumplió su tarea histórica en su tiempo. Hoy tenemos tiempos diferentes, y las tareas son muy diferentes.
El 23 de enero es, ciertamente, una fecha emblemática en Venezuela. Pero no es mágica. No crean que las cosas se darán por ocurrir en una fecha determinada.
Mientras cada uno no acepte su responsabilidad, seguirá como esclavo. Ésta ha sido la tragedia de Venezuela ya desde antes de la quinta república. Siempre se esperaba que alguien arreglara las cosas. Y cuando las cosas salían mal, se buscaba un culpable. Esto es costumbre en las más altas esferas del gobierno usurpador: la oligarquía, el imperio, los apátridas, etc. Y los que se oponen al gobierno, no lo han hecho mejor. Con eso, los flojos e irresponsables se convierten en esclavos de los vivos. En el fondo, ésta es la consecuencia del pecado, de la separación de Dios: ya en el paraíso, Adán echa la culpa a Eva, e indirectamente a Dios - “la mujer que tú me diste” (¡cómo se te pudo ocurrir semejante cosa!) -, y Eva la echa a la serpiente. Dios condena a los tres, mostrando así que cada uno tiene su responsabilidad. Nadie puede lavarse las manos.
Juan Guaidó ha mostrado que quiere integrar a TODO el pueblo en el proceso del cambio. Hay que apoyarlo, cada uno con lo poco que puede hacer. Y eso es mucho: Desde las más altas esferas se ha sembrado odio, desprecio y descalificación. Hasta tal punto que ya no había diálogo político posible. Porque, en vez de argumentos objetivos y hechos, lo único que se oía eran descalificaciones y los golpes bajos del desprecio. Quizá, Venezuela tuvo que aprender por experiencia dolorosa que este camino no lleva a ninguna parte, sino al precipicio. No sigamos este ejemplo, por más rabia que sintamos contra los usurpadores. Si se aprende esta lección, podemos ser un ejemplo para otras naciones. Porque esta desgracia ocurre en muchas partes del mundo. Así que, no se dejen engañar de nuevo por mesianismos, descalificaciones y promesas engañosas.
Lo que nos ayuda en todo este proceso es nuestra fe, entendida como una relación personal con Dios. No basta una "fe milagrera": que tal santo me haga tal milagro. Eso es esclavitud espiritual. Cristo decía a los paralíticos "levántate!" Así, no más. La libertad no se pide ni se exige. Somos libres, por ser hijos de Dios. La libertad se asume, y se ejerce, así de simple. Lo que pasa es que tenemos miedo a las consecuencias de ejercer nuestra libertad. Porque los que quieren esclavizarnos toman represalias. Eso es su poder. Cuando no les hacemos más caso, pierden su poder. Hace años oí a alguien decir “imagínate que declaran la guerra – ¡y nadie acude”! No habría guerra, así de sencillo. No hay poder que pueda con una persona libre. Es de recordar que nuestra libertad no es voluntarismo, para hacer nuestros caprichos. Somos libres para SERVIR A DIOS Y AL PRÓJIMO. Libres de temor, arrancados de las manos de nuestros enemigos, le sirvamos en santidad y justicia, así dice el canto del Benedictus (Lucas 1,74).
Al final, se reduce a la pregunta para qué vivimos. ¿Vivimos para mantener y disfrutar nuestra vida, o para transmitir el amor que hemos recibido de Dios? Como el Padre me ha amado, así los he amado yo… Ámense unos a otros como yo los he amado (Juan 15,9.12). Y no hay circunstancia que nos impida amar. Cristo amaba, incluso estando ya colgado en la cruz, con dolores horribles, y a punto de morir. 
Les recuerdo a mis lectores que tienen la libertad de copiar y compartir mis textos si así lo desean. Yo, por mi parte, sólo asumo la responsabilidad por el texto publicado en este blog.

13.1.19

El Hijo Amado

Bautismo de Jesús.
Ícono en la Capilla del monasterio
benedictino copto de San Antonio en
Ismailia, Egipto
Con la fiesta del bautismo de Jesús se cierra el ciclo litúrgico de navidad, o sea, de la celebración del hecho de que Dios se hizo hombre. Lamentablemente, muchas veces vemos la encarnación sólo como un hecho puntual: Dios se hizo hombre, y con eso creemos que todo estaba hecho. La liturgia nos enseña otra cosa: Este hombre llegó al mundo como un niño indefenso, creció “bajo la autoridad de sus padres”, aprendió a confiar, fue adolescente y joven adulto, hasta que hoy nos fijamos en el hecho de que este hombre tuvo que descubrir, como todos, la trascendencia, el sentido y la misión de su vida. Es a partir de entonces que comienza la misión de Jesús. Ustedes ya conocen lo sucedido por toda la Judea, empezando por Galilea, a partir del bautismo que predicaba Juan. Cómo Dios ungió a Jesús de Nazaret con Espíritu Santo y poder: él pasó haciendo el bien y sanando a los poseídos del Diablo, porque Dios estaba con él. Así dice Pedro en casa de Cornelio. (Hechos 10,37s).
Y, como nos dice el evangelio, ha sido una experiencia muy profunda: Todo el pueblo se bautizaba y también Jesús se bautizó; y mientras oraba, se abrió el cielo, bajó sobre él el Espíritu Santo en forma de paloma y se escuchó una voz del cielo: Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto (Lucas 3,21-22). Tenia unos 30 años, dice el verso siguiente (Lucas 3,23). Había vivido la religión de sus padres, de su pueblo. De ahora en adelante vivirá su relación con Dios a partir de su propia experiencia. También hoy en día hay sicólogos que sostienen que una persona se puede considerar realmente adulta a partir de unos 28 años. Los antiguos intuían esto ya en aquel entonces.
Esta experiencia está en el origen de su misión, a partir del bautismo que predicaba Juan, pero a la vez ocasiona también toda la hostilidad que tuvo que sufrir Jesús a lo largo de su vida. Lo trágico es que esta esencia suya era también la causa de su condena a muerte porque el sanedrín no quiso aceptar este hecho: Dijeron todos: Entonces, ¿eres tú el Hijo de Dios? Contestó: Tienen razón: Yo soy. Ellos dijeron: ¿Qué falta nos hacen los testigos? Nosotros mismos lo hemos oído de su boca (Lucas 22,70-71).
Ahora bien, una cosa es la experiencia – inefable – y otra es el intento de hablar de ella. También aquí se aplica lo que se dice del silencio: el primer lenguaje de Dios es el silencio; todo lo demás es una mala traducción (Thomas Keating). Las palabras que más se acercan a poder expresar lo que experimentó Jesús son “Hijo amado”. Es comparable a la experiencia de un hijo que se sabe amado por su padre. No es el amor de madre, que es más bien un amor protector, sino el de un padre, que invita al hijo a crecer, a superarse, a arriesgarse, pero que está allí para rescatarlo. La confianza que Jesús aprendió en su familia cuando era niño, ahora la pone en Dios a quien llama Abbá, querido papá. Si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me acogerá (Salmo 27,10). Sólo así entendemos por qué Jesús se entregó a la muerte, aceptándola como la voluntad del Padre. Y ocurrió lo inaudito: ¡resucitó!
Pero las palabras no son suficientes para transmitir lo que Jesús experimentó. Se quedan cortas. Las discusiones teológicas – y los errores – acerca del significado de “Hijo de Dios” son una prueba de ello. Otra manera de comunicar esta experiencia es la de facilitar a otros esta misma experiencia. Así lo hizo Jesús. Como el Padre me amó así yo los he amado (Juan 15,9). Por eso, todo lo que Jesús decía y hacía estaba dirigido a facilitar esta experiencia de amor, de acogida, unión, integración, perdón. Predicaba la Buena Noticia, sanaba, perdonaba, se fijaba en los marginados. Por eso el hombre está por encima de la ley, las estructuras y las ideologías. Nadie podía evitar que cumpliera esta voluntad del Padre. Ya colgado en la cruz, todavía perdona a los que lo acababan de crucificar y al ladrón crucificado con Él.
Al relato del bautismo le sigue la genealogía, tal como la presenta Lucas (3,23-28): no como en Mateo, desde Abrahán hasta Jesús, sino al revés: desde Jesús hasta Adán, que era hijo de Dios. Con eso dice que Jesús, que se bautizó como uno más entre la multitud, nos abre también a nosotros el paso a asumir nuestra condición de hijos de Dios. Por supuesto, esta experiencia es una gracia que Dios da a quien quiere. Pero podemos, como Jesús, disponernos a recibirla. En el relato de Lucas hay un detalle que nos indica cómo: Mientras oraba, se abrió el cielo (Lucas 3,21). “Orar”, en hebreo, no significaba rezar oraciones, sino abrirse totalmente a Dios. Eso equivale también a estar dispuestos a cumplir su voluntad. Cuando nosotros le abrimos a Dios nuestro corazón, Él nos abre el suyo, que es el cielo, es decir, nuestra felicidad. La clave de acceso a la experiencia de sabernos amados es nuestro corazón abierto y disponible. Eso va de la mano con la gratitud: Es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar (Prefacio de la misa).
Cuando hayamos aceptado el amor de Dios, es posible abandonar el legalismo, y compartir el amor con nuestros hermanos. Éste es mi mandamiento: que se amen unos a otros como yo los he amado (Juan 15,12). Estamos invitados a vivir la vida ordinaria con amor extraordinario. Tanto Sta. Teresa del Niño Jesús, como Sta. Teresa de Calcuta nos dan un ejemplo claro de esto.
En la iglesia antigua se llamaba el bautismo “la iluminación”. ¡Qué más iluminación queremos que la de saber quiénes somos: hijos amados de Dios!