Un santo de rodillas ve más lejos que un filósofo de puntillas. (Corrie ten Boom)

24.12.17

La Palabra se hizo Carne


A veces la gente dice que en Navidad celebramos el cumple-años del Niño Jesús. Lo harán con buenas intencio-nes, pero esta expresión falsifica peligrosamente el sentido de esta fiesta. Porque si celebramos solamente el cumpleaños de Jesús, nos fijamos en un asunto del pasado que no nos afecta mucho, porque solamente nos causa una alegría momentánea.
Lo que celebramos realmente en Navidad es algo mucho más profundo e importante: celebramos litúrgicamente un hecho que afecta toda nuestra vida personal, nuestra existencia.
Navidad es algo que ocurre hoy, en mí.
Ya lo dijo el místico Angelus Silesius (1624 - 1677) en una ocasión, aunque Cristo haya nacido mil veces en Belén, si no nace en tu corazón, habrá nacido en vano.
Y, unos siglos antes, san Bernardo de Claraval (1090 - 1153) escribe en un sermón en el Adviento del Señor, que sabemos de una triple venida del Señor. Además de la primera y de la última, hay una venida intermedia... Aquéllas son visibles, pero ésta no... La intermedia... es oculta, y en ella sólo los elegidos ven al Señor en lo más íntimo de sí mismos, y así sus almas se salvan...
Y para que nadie piense que es pura invención lo que estamos diciendo de esta venida intermedia, oídle a él mismo: El que me ama -nos dice- guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él. Más claro todavía expresa esto mismo el libro del apocalipsis: Mira que estoy a la puerta llamando. Si uno escucha mi llamada y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo (Apocalipsis 3,20). En ambos textos se habla de intimidad con Dios, de la inhabitación de Él en nosotros.
¿De qué sirve entonces hacer pesebres, si no dejamos entrar a Jesús en nuestro corazón?
Fijémonos en este aspecto: ¿Cómo podemos dejarlo entrar en nuestro corazón? Vamos por partes: Muchas veces creemos saber cómo es Dios. Pero San Juan es tajante: La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros... Nadie ha visto jamás a Dios; el Hijo único, Dios, que estaba al lado del Padre, él nos lo dio a conocer (Juan 1,14.18). Tenemos que deshacernos de nuestros conceptos filosóficos de Dios. La única manera de hablar de Él es dando testimonio de nuestra experiencia. Sólo si miramos a este hombre, Jesús, podemos ver quién es Dios y cómo actúa. Él es reflejo de su gloria, la imagen misma de lo que Dios es (Hebreos 1,3).
El evangelio nos cuenta muchos detalles sobre la vida y actividad de Jesús: sus palabras, sus portentos y sanaciones; incluso resucitó muertos. En medio de esta multitud de información nos olvidamos a veces de lo esencial, de lo que le movió a hablar y actuar como lo hacía. Pero el nuevo testamento nos da pistas para encontrar este punto. En la anunciación a José en el evangelio de Mateo, el ángel le dice: María dará a luz un hijo, a quien llamarás Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados (Mateo 1,21). También en el evangelio de Juan, el Bautista presenta a Jesús como el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo (Juan 1,29). Éste es el centro de todo el evangelio: volver a relacionar al hombre con Dios, dejándole toda la libertad para aceptar esta invitación o no. Si miramos alrededor, y quizá dentro de nosotros mismos, constatamos que podemos resolver muchos problemas. Pero no podemos con el pecado; no sabemos a dónde ir. También los sicólogos se dan cuenta de eso. Lo que necesita la gente muchas veces va más allá de consultas sicológicas: es el perdón que los acepte como son, con todo su pasado, que los reintegre de lleno con Dios, consigo mismos, y con los demás. Porque el pecado es una separación de nuestra esencia, algo que nos lleva a escondernos porque no aguantamos la soledad absoluta. Y nos lleva también a lavarnos las manos echando la culpa a los demás. De esto nos vino a salvar Jesús. Así como los hijos de una familia tienen una misma carne y sangre, también Jesús participó de esa condición, para anular con su muerte al que controlaba la muerte, es decir, al diablo, y para liberar a los que, por miedo a la muerte, pasan la vida como esclavos (Hebreos 2,14-15). Y yo creo que no habla sólo de la muerte física, sino de la MUERTE, la aniquilación, del sentirse una nada, del sentirse inaceptable.
Por eso el perdón es parte del amor de Dios. No se trata de una fría declaración judicial absolutoria, sino de saberse amado, aceptado, reintegrado - como lo vemos en la parábola del hijo pródigo. Para eso, Jesús se hizo uno de nosotros, nos quitó el miedo, rebajándose al nivel más bajo, para inspirarnos desde allí confianza y, de esta manera, manifestarnos el amor y el perdón de Dios.
Éste fue el testimonio de los primeros cristianos: ¡Miren cómo se aman! decía la gente de ellos. Somos templo del Espíritu Santo, lugar de la presencia de Dios, y de su acción, que es su amor y su perdón.
La práctica fiel de la oración centrante es una práctica de dejarse transformar progresivamente en la presencia de Dios. Esto no tiene nada que ver con la Nueva Era que nos dice que, con suficiente esfuerzo, llegaremos a ser Dios. Al contrario, es precisamente vaciándonos, que nos preparamos para que Dios nos llene con su presencia y sus dones.

10.12.17

Venga a Nosotros tu Reino


Iglesia Abacial de Sta. Otilia
Corona de Adviento
En la liturgia celebramos todo un ciclo navideño que dura varias semanas. Desde hace unos años para acá, el ambiente que nos rodea se ha dado a hablar de "fiestas decembrinas", o "fiestas de fin de año". De esta manera se evita que se recuerde la razón de ser de estas fiestas: la navidad, el nacimiento de nuestro Señor Jesucristo, la manifestación de Dios hecho hombre en este mundo y en nuestras vidas. La temporada del adviento ya no tiene cabida en esta visión. Las semanas antes de navidad se convierten en un tiempo estresante para hacer las compras que se consideren necesarias.
Pero si hacemos las cosas como nos enseña nuestra fe, damos a cada aspecto su propia importancia. Comenzamos con el adviento, pasamos por el nacimiento y la manifestación del Señor, y terminamos con el bautismo de Jesús. En adviento celebramos nuestra esperanza de que Dios llegará a visitarnos. Esta llegada es muy diferente de lo que nos imaginamos: Dios no llegó con bombos y platillos, como rey o vengador, sino que se hizo hombre. Como rezamos en la plegaria eucarística 4, compartió en todo nuestra condición humana, menos en el pecado.
San Bernardo de Claraval nos habla de las tres venidas de Jesús: la primera, en su nacimiento en Belén, la segunda, en nuestro corazón, y la tercera cuando vuelva con poder y gloria. Lamentablemente, en nuestra consciencia no se le ha dado mucha importancia a esta segunda venida, a este nacimiento de Dios en nuestro corazón. Sin embargo, éste es de suma importancia. Cuando rezamos cada día, incluso varias veces, que venga a nosotros tu Reino, no es para quedarnos sentados tranquilos y de brazos cruzados, esperando que Dios venga, que elimine a los malos, y a nosotros que nos creemos buenos, nos dé el premio en su Reino. Más bien se nos pide que le entreguemos a Dios el gobierno sobre nuestra vida, para que sea Él quien reine, para que se haga SU voluntad, no ya la nuestra. Porque, como dice el Señor, el reino está dentro de Uds. Y esto exige nuestra cooperación activa. De esta manera apresuramos la venida del día de Dios (2Pedro 3.12). También el evangelista Marcos nos pide, que preparen el camino al Señor, enderecen sus senderos (Marcos 1,3). Se puede pensar que, cuantas más personas hacen este "cambio de gobierno" en su corazón, tanto más pronto se establece el Reino de Dios. Y la venida de Jesús en poder y gloria no tiene por qué inspirarnos miedo sino que, como dice el evangelio, nos invita a ser vigilantes y estar alerta.
La liturgia de estas semanas nos presenta dos figuras importantes que pueden guiarnos en esta esperanza activa del Señor. El primero es Juan el Bautista. Él dice de sí mismo, yo no soy el mesías (Juan 1,20). Juan era muy conocido y apreciado. Pero dejaba bien claro que no era él quien iba a salvar a Israel. Nosotros, muchas veces, esperamos que alguien nos arregle los problemas y nos saque de apuros. O, en el peor de los casos, nosotros mismos nos creemos el centro de atención y el encargado de salvar a todo el mundo. Juan apunta a otro, a Jesús. El adviento nos invita a ser humildes y a reconocer que la salvación no depende de nosotros, sino que ya estamos redimidos. Sólo estamos encargados de anunciarlo. En otra ocasión, Juan deja esto más claro todavía: Buscaron a Juan y le dijeron: Maestro, el que estaba contigo en la otra orilla del Jordán, del que diste testimonio, está bautizando, y todo el mundo acude a él ("¡Se te va la clientela!"). Respondió Juan: No puede un hombre recibir nada si no se lo concede del cielo. Ustedes son testigos de que dije: Yo no soy el Mesías, sino que me han enviado por delante de él. Quien se lleva a la novia es el novio. El amigo del novio que está escuchando se alegra de oír la voz del novio. Por eso mi gozo es perfecto. Él debe crecer y yo disminuir (Juan 3,26-30). Cada uno de nosotros está llamado a facilitar el acceso a Dios a la gente que nos pide orientación. No es correcto crear apegos entre ellos y nosotros.
La otra persona que nos ayuda a celebrar bien el adviento es María, la madre de Jesús. Ella consintió a la acción de Dios en su vida. Se vació tanto de sí misma que Dios pudo llenarla, incluso físicamente, de la presencia de su Hijo. En el himno del Magníficat (Lucas 1,46-55), María reconoce que todos la felicitarán. Pero también, que es Dios quien ha hecho obras grandes en ella. Se mencionan expresamente nuestros tres centros de energía que, por la falta de confianza en Dios, se han convertido en nosotros en centros de necesidades exageradas: el centro de afecto y estima, el de poder y control, y el de seguridad y supervivencia. Despliega la fuerza de su brazo, dispersa a los soberbios en sus planes, derriba del trono a los poderosos y eleva a los humildes, colma de bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos (Lucas 1,51-53). Al volver a aceptar la voluntad de Dios en nuestra vida, encontramos nuestros recursos necesarios, nos sabemos amados infinitamente, y podemos confiar en que Dios está en control y que lleva todo a un final bueno.
En la oración centrante practicamos precisamente esto: consentimos a la presencia y acción de Dios en nosotros. Ella nos da el sosiego necesario para pasar este adviento en alegre esperanza.