Un santo de rodillas ve más lejos que un filósofo de puntillas. (Corrie ten Boom)

20.6.19

Como el Padre me amó...



Hay muchos, también dentro de la iglesia, que ven a Jesús apenas como alguien que nos enseñó una doctrina sobre Dios, o quién es el punto final de la revelación de Dios a los hombres. En todo caso, al menos nosotros, los occidentales, tenemos la tendencia de ver sólo las enseñanzas de Jesús, lo que nos lleva a un moralismo. Se habla de la "ley de Dios", de evitar el infierno y "ganarse" el cielo. Vemos sus sanaciones como aisladas, las llamamos “milagros”, lo que nos puede llevar a una fe casi supersticiosa donde evitamos nuestra propia responsabilidad.
Sin embargo, el apóstol San Pedro menciona en casa de Cornelio un detalle que nos permite entender mejor lo que significa y representa Jesús: Ustedes saben lo sucedido en toda Judea, comenzando por Galilea, después que Juan predicó el bautismo; cómo Dios a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con poder, y cómo él pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el Diablo, porque Dios estaba con él (Hechos 10,37-38).
Las palabras "Ungido con el Espíritu Santo y con poder" nos remiten a textos del antiguo testamento donde alguien fue ungido, y en seguida estaba con una fuerza, un poder, que le permitía hacer cosas extraordinarias, y todo eso de parte y en nombre de Dios. Así que Jesús, aunque fue solamente bautizado con agua por Juan, pero no fue ungido por ningún otro hombre, con todo derecho se le llama "Ungido" (en griego "Cristo", en hebreo "Mesías"), porque el poder de Dios comenzó a manifestarse en Él.
Sin embargo, hay otro detalle de suma importancia que debemos tomar en cuenta: Se oyó una voz que venía de los cielos: "tú eres mi hijo amado, en ti me complazco" (Marcos 1,11). En su bautismo Jesús tuvo una experiencia muy profunda. Ahora bien, una cosa es tener una experiencia, otra muy distinta, es hablar de ella de una manera que otros puedan entender lo que pasó. Si el otro no ha tenido al menos una experiencia semejante, va a ser muy difícil explicárselo. Y cuando se trata de una experiencia de Dios, nos quedan a veces nada más que unos balbuceos. Así, esta voz del cielo es, en primer término, una experiencia de Jesús. Sólo en un segundo momento el evangelista trata de traducirla en palabras e imágenes para que también nosotros la entendamos. Y aquí llega a sus límites. No habla de un amor de pareja, donde un hombre y una mujer se unen íntimamente para engendrar un hijo, y comparten la responsabilidad de educarlo. Tampoco habla del amor de una madre a su hijo; este amor es un amor de cercanía, de acogida y de protección. Es de suma importancia durante los primeros años de la vida, para que el hijo pueda desarrollar confianza, no sólo en la madre y en su entorno inmediato, sino en la vida en general. Cuando habla de la experiencia de Jesús en el Jordán, habla del amor de un padre a su hijo. A diferencia del amor de una madre, es un amor que anima al hijo a superar sus miedos, a salir de su ambiente acostumbrado, y a confiar en lo desconocido porque él, el padre, está con él. Así le ayuda a descubrir nuevas dimensiones de la vida, a arriesgarse, a renunciar a algún bien para conseguir un bien mayor, a buscar la felicidad no en el control, sino en el servicio.
En Jesús, esta experiencia ha sido tan profunda que determinó su relación con Dios, llamándolo cariñosamente Abbá - Papá; y a partir de allí, marcó su identidad, su sentido de la vida y su misión. Se sabía amado a pesar de que creció el número de gente hostil a él, y que hasta sus más íntimos lo abandonaron. Ustedes se dispersarán cada uno por su lado y me dejarán solo. Pero yo no estoy solo, porque el Padre está conmigo (Juan 16,32). Lo mismo dijo el Papa Benedicto XVI en una ocasión: El que cree, nunca está solo.
Le preguntó el sumo sacerdote: ¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Bendito? Jesús respondió: Yo soy… El sumo sacerdote, rasgándose sus vestiduras, dijo: ¿Qué falta nos hacen los testigos? Ustedes mismos han oído la blasfemia. ¿Qué les parece? Todos sentenciaron que era reo de muerte (Marcos 14,61-64). De esta manera, su identidad más íntima y profunda fue para Jesús la causa por la cual lo condenaron a muerte. Esta negativa del Sanedrín de querer verlo como es debe haber sido muy dolorosa para Jesús.
Cuando los teólogos, desde los primeros siglos, reflexionaban sobre esta relación Padre – Hijo, no se fijaban tanto en la experiencia de Jesús, sino que tomaban el texto bíblico más al pie de la letra. El resultado positivo de esto fueron los grandes dogmas cristológicos de los primeros siglos que nos condujeron a una comprensión más clara de la persona de Jesús y de Dios que es uno solo en tres personas. Pero, hasta donde yo recuerdo mis estudios de teología, el aspecto de la experiencia de Jesús ha sido relegado a un segundo plano. El resultado negativo de este desequilibrio es que nuestra fe es apenas un consentimiento cerebral, un “aceptar como verdadero lo que Dios ha revelado”. Pero no llega a ser una confianza inquebrantable en un Dios que nos ama más que un padre.
Es por eso que Jesús no nos transmite, en primer término, verdades y mandamientos, sino la experiencia de ser amados sin límites ni reservas. Como el Padre me amó, así los he amado yo (Juan 15,9). De allí se entiende lo que Jesús hacía: sanaba a los enfermos, liberaba a los endemoniados, resucitaba a muertos. Nosotros los llamamos “milagros”. Sin embargo, son “obras poderosas”, portentos, de Jesús, que necesitaban la confianza de parte del hombre. El paralítico, y también el muerto, tenía que levantarse. Los leprosos tenían que presentarse al sacerdote; sólo “mientras iban de camino” quedaron limpios. A otros les decía que se fueran a su casa porque la persona por la cual habían pedido estaba sana. En Nazaret no pudo hacer muchos milagros porque desconfiaban de Él. Sin la confianza del hombre, Jesús no puede hacer su obra. La obra de Dios consiste en que ustedes crean en aquel que él envió (Juan 6,29). Esta confianza es más importante que las obras de la ley. Y así, Jesús nos amó hasta el extremo (Juan 13,1).
La consecuencia del amor de Dios que recibimos es que nos cambia desde dentro. Ya no hacemos las cosas por una imposición desde fuera, sino porque queremos responder a este amor. Ésta es la nueva ley, la nueva moral que nos da Jesús: Les doy un mandamiento nuevo, que se amen unos a otros como yo los he amado: ámense así unos a otros. En eso conocerán todos que son mis discípulos, en el amor que se tengan unos a otros (Juan 13,34s). Nos sentimos motivados a hacer lo bueno, a servir a los demás.
Lo único que se nos pide es que confiemos en el amor de Dios. Para eso es necesario ser humildes, reconocer que no podemos hacer nada por nuestras propias fuerzas. Es lo que experimentamos cuando “tocamos fondo”, cuando se derrumba nuestro castillo de naipes, cuando ya no sabemos por dónde agarrarnos. Cuando aceptamos esta situación y nos abrimos a Dios, Él obra en nosotros con poder. También Jesús expresó esto, bajando al Jordán, el punto geográfico más bajo de la tierra (a casi 400 metros bajo el nivel del mar). Fue allí donde se le abrió el cielo.