Un santo de rodillas ve más lejos que un filósofo de puntillas. (Corrie ten Boom)

30.11.14

Adviento, Dios se hace Presente

Philippe de Champaigne: El Sueño de San José.
The National Gallery, London
Con el tiempo de Adviento nos preparamos para la fiesta de la Navidad. Pero, más que eso, nos preparamos para la venida del Señor. Por lo tanto, lo que nos interesa aquí no son, en primer término, los pormenores del nacimiento en Belén, sino el hecho de que Dios se hizo hombre. Además, la encarnación del Hijo de Dios es sólo el punto final de un largo proceso en que Dios se venía revelando durante siglos enteros.
Ya desde mucho antes del nacimiento de Cristo, Dios comenzó a acercarse y a manifestarse a los hombres y, desde Abrahán, a comunicarse con ellos. Después de haber leído en Génesis 4 - 11 los fracasos de los intentos vanos de la humanidad de salir de las consecuencias del pecado, es Dios quien toma la iniciativa, y se acerca al hombre. Porque el hombre, por sí solo, solamente se enreda más y más en su pecado. Esta situación es muy seria. Aquí no hablamos de pecados, en el sentido de infracciones a un mandamiento, sino de una situación de separación del Dios que es la fuente y el origen de nuestra vida.
Lucas, en el contexto de la parábola del rico y del pobre Lázaro, explica la situación del pecado así: Entre ustedes y nosotros se abre un inmenso abismo; de modo que, aunque se quiera, no se puede atravesar desde aquí hasta ustedes ni pasar desde allí hasta nosotros (Lucas 16,26). En los idiomas de origen germánico, el pecado se traduce con esta imagen: Sin (en inglés), Sünde (en alemán), que vienen del noruego "Sund", la imagen de un abismo, una separación, como también el Caño Grande en Estados Unidos. Sólo Dios, mediante la encarnación, es capaz de salirle al encuentro al hombre, para superar esta separación que es el pecado.
Así nos enteramos a partir del capítulo 12 del libro de Génesis cómo Dios toma la iniciativa y dice a Abrahán: Sal de tu tierra nativa y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré. Haré de ti un gran pueblo, te bendeciré, haré famoso tu nombre, y servirá de bendición. Bendeciré a los que te bendigan, maldeciré a los que te maldigan. En tu nombre se bendecirán todas las familias del mundo (Génesis 12,1-3). Vemos en estas pocas palabras una alusión a nuestra condición humana de pecado: dejar la identificación con el grupo que sirve de ambiente protector; recibir la fama de parte de Dios; en vez de seguridades, recibir la bendición de Dios; en vez de dominación, ser una bendición.
Esta relación amorosa libera al hombre de la esclavitud. He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos. Y he bajado a librarlos de los egipcios, a sacarlos de esta tierra para llevarlos a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel...  Yo estoy contigo (Éxodo 3,7-8.12).
A lo largo de los siglos Dios confirma una y otra vez su presencia por la palabra de los profetas. Sirva como botón de muestra la palabra de Dios a Jeremías: No les tengas miedo, que yo estoy contigo para librarte (Jeremías 1,8).
Una limitación en todo este proceso fue que el hombre, por su situación de pecado, no era capaz de entender todo el alcance de la revelación de Dios. Para entenderlo, le tomó un proceso largo, de siglos enteros. La carta a los Hebreos lo resume así: En el pasado muchas veces y de muchas formas habló Dios a nuestros padres por medio de los profetas. En esta etapa final nos ha hablado por medio de su Hijo, a quien nombró heredero de todo, y por quien creó el universo. Él es reflejo de su gloria, la imagen misma de lo que Dios es, y mantiene el universo con su Palabra poderosa. Él es el que purificó al mundo de sus pecados, y tomó asiento en el cielo a la derecha del trono de Dios (Hebreos 1,1-3).
Los Judíos no tenían imágenes de Dios, pero creían tener una idea muy clara de cómo era Él, de cómo debía ser el Mesías. Como respuesta a este error, el evangelio de Juan pone en el primer capítulo esta frase lapidar: Nadie ha visto jamás a Dios; el Hijo único, Dios, que estaba al lado del Padre, Él nos lo dio a conocer (Juan 1,18). Es como si dijera, "¡déjense de fantasías! ¡no se pongan a inventar!" Por eso, en la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo. La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros (Juan 1,14). O, como diría San Pablo: Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos (Filipenses 2,6-7). Jesús, al entrar en este mundo, trastorna todo lo que la humanidad pueda pensar y decir sobre Dios. Todos estos intentos no son más que proyecciones de nuestros deseos y miedos que, al fin y al cabo, provienen de nuestro ego, nuestro falso yo.
Con la encarnación, Dios nos revela dos cosas íntimamente relacionadas: En primer término, se revela a si mismo, nos dice quién es Él realmente: un misterio insondable, pero que se relaciona con el hombre. Se llamará Emanuel, que significa: Dios con nosotros (Mateo 1,23). Y es más: es precisamente entrando en relación con Dios que nos damos cuenta de quién es Él. Dios no es un objeto para analizarlo (éste es el error de nuestra mentalidad científica occidental), sino alguien que nos ama y quiere entrar en una relación con nosotros. Podemos hablar de Dios no tanto en conceptos; eso nos divide porque nuestros conceptos e ideas son distintas y, como dije, proyecciones de nuestra mente contaminada por el pecado. Pero podemos hablar de nuestra experiencia.
El mismo Señor tuvo la experiencia de Dios como Padre, como totalmente digno de confianza. Lamentablemente, muchas veces nos olvidamos del aspecto materno de Dios, porque, por tantas ideas nuestras sobre Él, lo hemos puesto muy lejos, "allá en el cielo". Nos hemos olvidado de la presencia en y entre nosotros, una presencia que, igualmente, nos inspira una confianza íntima. El hecho de que Jesús llamara a Dios "Padre", no tiene nada que ver con una mentalidad patriarcal. A mi manera de ver, llamar a Dios "Madre" refleja nuestra experiencia de la presencia protectora de Él, como dice el salmo: En el asilo de tu presencia nos escondes (Sal 30,21), mientras que, cuando lo llamamos Padre, nos referimos a esta experiencia donde se nos pide salir de nuestras limitaciones y nuestra área protegida, cuando se nos exige más de lo que creemos poder dar. Además, estas discusiones sobre el género es un asunto de nuestros idiomas europeos. En otros idiomas, los sustantivos no tienen género. Y en hebreo, "ruaj", el Espíritu Santo, es femenino. Es esta presencia de Dios que nos acompaña siempre. Durante estas fiestas navideñas podemos poner más énfasis en el rostro materno de Dios, en su presencia amante y protectora, y las consecuencias que tiene esto para nosotros. En el triduo pascual, cuando celebramos la muerte y resurrección del Señor, podríamos meditar más sobre la experiencia de Dios como Padre.
En todo caso, hablando de experiencia, hablamos de la experiencia de un solo Dios; eso nos une, nos lleva a formar la iglesia. Por eso, Jesús envía a sus apóstoles a ser, más que maestros: testigos.
En segundo término, nos revela nuestra verdadera condición humana, tal como Dios nos había pensado desde el principio: "El ángel fue enviado a María en el sexto mes"; según el simbolismo del número 6, el sexto día Dios creó al hombre. Ahora, con Jesús, se crea al hombre cabal, la imagen perfecta de Dios. Según Juan, Jesús muere en la cruz el "sexto día", diciendo que todo se ha cumplido (Juan 19,30). Hablamos de nada menos que la divinización del hombre. Podemos llegar a este punto cuando consentimos no sólo a su presencia, sino también a su acción en nosotros.
Otro aspecto de la presencia de Dios es el perdón. Así, el ángel dice a José en sueños: (María) dará a luz un hijo, a quien llamarás Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados. (Mateo 1,21). Tanto en la anunciación a José como en la predicación de los apóstoles, este mensaje fue de cabal importancia; porque, mediante el perdón se sana la brecha que dejó nuestra condición humana entre Dios y nosotros.  El perdón de los pecados es consecuencia de este encuentro de Dios con nosotros.
Las genealogías en Mateo y Lucas nos dan a entender que todos, muchas veces sin saberlo, ponemos nuestro granito de sal, para que Cristo pueda hacerse presente entre nosotros: Todas las generaciones de Abrahán a David son catorce; de David hasta el destierro a Babilonia, catorce; del destierro de Babilonia hasta el Mesías, catorce (Mateo 1,17). "¿Quién, al leer esta primera página del evangelio, se sentirá excluido de la familia de Jesús? ¿Quién no se sentirá llamado a participar de la plenitud de las promesas de Dios que se han hecho carne en un miembro de nuestra familia humana?" - así dice un comentario a este texto.
Esta presencia de Dios, ¿a qué nos invita? María y José nos muestran el camino. María da su consentimiento a la presencia de Dios en ella, sabiendo que esto tendría consecuencias importantes para su vida futura. Se pone en manos del Señor. También José, a su manera, consiente a esta presencia y a la acción de Dios. En su prometida nació algo en que él no tuvo ni arte ni parte. Pero tenía una mente y un corazón suficientemente abiertos para escuchar el mensaje de Dios que despejó sus dudas y que le animó a aceptar a su prometida con el fruto que era obra de Dios. Cuando José se despertó del sueño, hizo lo que el ángel del Señor le había ordenado y recibió a María como esposa (Mateo 1,24).
¡Cuántas veces se nos presenta Dios en nuestra vida de una manera inesperada que rompe todos nuestros esquemas! Es justo que, como María y José, pidamos a Dios que despeje nuestras dudas. Así se nos facilita más aceptar la obra de Dios en nosotros.