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Todos
conocemos el texto de Mateo 25,31-46, del “último juicio”, que
se leerá al final del próximo año litúrgico, en la fiesta de
Cristo Rey de 2014. Normalmente lo leemos y escuchamos en clave de
“juicio”, donde los malos son condenados, y los buenos se salvan.
Esta forma de lectura puede producir dos reacciones posibles en
nosotros: una, la del miedo. Recordamos aquel himno del juicio
terrible que se cantaba en esta época del año “Dies irae, dies
illa – Aquel día de la ira... se saca un libro donde todo está
registrado”, un día ante el cual todos estamos temblando. Pero el
miedo no es una actitud correcta frente a Dios que siempre nos dice
“¡no temas!” La otra reacción puede ser: como creo que yo soy
bueno, me alegro de que, ¡por fin!, los malos, o los que yo considero
malos, serán condenados. Esto suena como el fariseo en el templo y,
por lo tanto, tampoco es una actitud cristiana.
Pero
en la lectura de la biblia hay que distinguir dos niveles: el
lenguaje, que entiende la gente; en este caso, la imagen del
juicio. Y el mensaje, lo nuevo que Jesús realmente
quiere transmitir. El lenguaje es como la envoltura del mensaje. Pero
lo importante es éste.
¿Cuál
es, entonces, el mensaje? La pregunta, llena de sorpresa, de los que
se encuentran frente al Juez, nos lo indica: “¿Cuándo te hemos
visto?” Como si dijeran, “no recordamos, no te conocimos, pasaste
desapercibido, de incógnito”. Y Jesús les abre los ojos: “Les
aseguro que lo que (no) hayan hecho a uno solo de éstos, mis
hermanos más pequeños, (no) me lo hicieron a mí” (Mateo
25,40). Si sólo leemos estas líneas, suena todavía inofensivo.
Pero si tenemos presente que nos encontramos frente al que tiene la
última palabra sobre nuestra vida, nos puede hacer temblar. Nos
vemos como en un espejo que no miente.
Por
eso, la imagen adjunta es muy cruda, porque pone las cosas en su
perspectiva. Pero la realidad es más cruda todavía. Cristo no sólo
se pone del lado del débil para defenderlo, sino que se identifica
con él. Cada uno de nosotros ES presencia de Dios, de Cristo,
en el mundo. Un Cristo escondido que quiere manifestarse, y que
necesita de nuestros cuidados pastorales y “maternos” para poder
desarrollarse y hacerse visible. Es Dios mismo, Cristo, quien quiere
actuar en el mundo. Y muchas veces no lo dejamos, porque ponemos
nuestros intereses por encima de los suyos.
Los
que más sufren las consecuencias de este egoísmo nuestro, son los
más indefensos, los niños no nacidos. No sólo se les quita la
vida, sino también su dignidad y condición de seres humanos. Se les
declara “una conglomeración de células”, un “cuerpo extraño”,
un “invasor”, etc. Pero no hay acrobacia lingüística que pueda
adormecer la consciencia de los que intervienen en este asesinato;
porque esto es lo que es: ¡un ASESINATO! -
la forma más vil de un asesinato. La eliminación de una
presencia de Cristo en medio de nosotros. Reconozco que decir esto,
no es políticamente correcto, pero es la verdad. Y la verdad no es
lo que dice la mayoría, sino lo que dice la vida, lo que dice Dios.
¿Será
que Dios va a castigar alguna vez estas prácticas? Quisiera
distinguir entre las mujeres que se someten a un aborto, y la
sociedad que lo propaga y, muchas veces, intenta imponerlo. Ya hay en
el mundo unas primeras señales de que no es ni siquiera necesario
que Dios castigue – cosa que, en todo caso, no haría. Es la misma
sociedad que se castiga: Leí hace poco que en China, donde había la
política de un solo hijo, y los demás eran abortados a la fuerza,
ahora el estado abandona esta política. No lo hará por razones
religiosas, sino prácticas. Como aumenta el número de ancianos y, a
la vez, no hay suficiente personal para atenderlos, cayeron en cuenta
de que necesitan más nacimientos. - En Alemania pasa algo semejante:
las pensiones de los jubilados y ancianos se pagan con el dinero de
los impuestos que paga la gente en edad de trabajo. Y esta generación
es numéricamente siempre más pequeña. Hasta tal punto que la
periodista Birgit Kelle se atreve a hacer “el prognóstico de que,
en el futuro, el conflicto definitivo no será entre hombres y
mujeres, o entre pobres y ricos, tampoco entre gente con estudios
superiores y otros sin estudios. El conflicto será entre gente sin
hijos y familias que tienen hijos.” Porque éstas pagarán
contribuciones por la pensión de sus padres ancianos, y también por
la de los otros, que no tuvieron hijos.
Esta
situación patética se puede resumir en una caricatura que vi hace
unos meses, donde alguien le grita a Dios, “¿por qué no nos
envías gente que pueda resolver nuestros problemas?” Y Dios le
responde, “Pero si los envío continuamente, pero Uds. ¡los
abortan!”.
No
quiero dejar eso así. Si bien es necesario ver claramente dónde
estamos parados, dónde está el pecado, más importante es la Buena
Noticia del Perdón. Porque “donde
abunda el pecado, más abunda la gracia”, dice San Pablo. Cristo no
ha venido para denunciar ni para condenar, sino para salvar. Por eso,
una palabra a las madres que, en un momento dado, han abortado a su
hijo. Muchas veces, también ellas son víctimas de lo que pasó.
Víctimas por falta de educación, por la presión de la familia, por
el lavado de cerebro que les hace el ambiente. Y sólo Dios sabe –
y algunas veces un sacerdote – los horrores que sufren después de
un aborto. Hay “sicólogos” que creen que con un tratamiento
pueden sacar a estas mujeres del dolor en que están sumidas. Pero
esto no es cuestión de sicología. Esto es netamente un asunto de
regresar a Dios, a un Dios que nos ama infinitamente, para quien no
hay pecado que no pueda perdonar. Hay que condenar el pecado, como en
este caso el aborto, pero al pecador – en este caso muchas veces
una pobre mujer desorientada – hay que ofrecerle el perdón, sin
condena, sin reclamos. Estos hechos traumáticos son, a veces, el
comienzo de un acercamiento a Dios, y de una vida feliz por el perdón
conseguido. Recordemos: nuestro Dios es como el padre del hijo
pródigo que se alegra por la vuelta de su hijo y le hace una fiesta.