Es
algo sorprendente lo que leemos en una reseña autobiográfica de la carta de San
Pablo a los Gálatas: que no ha recibido el Evangelio de ningún hombre, sino por
una revelación de Cristo.
Les hago saber, hermanos,
que la Buena Noticia que les anuncié no es de origen humano; yo no la recibí ni
aprendí de un hombre, sino que me la reveló Jesucristo. Sin duda han oído
hablar de mi anterior conducta en el judaísmo: Violentamente perseguía a la
Iglesia de Dios intentando destruirla; en el judaísmo superaba a todos los compatriotas
de mi generación en mi celo ferviente por las tradiciones de mis antepasados. Pero
cuando [Dios,] quien me apartó desde el vientre materno y me llamó por su mucho
amor, quiso revelarme a su Hijo para que yo lo anunciara a los paganos,
inmediatamente, en vez de consultar a hombre alguno o de subir a Jerusalén a
visitar a los apóstoles más antiguos que yo, me alejé a Arabia y después volví
a Damasco (Gálatas 1,11-17).
Si
leyéramos este texto por sí solo, fuera de su contexto, podríamos tomarlo como
una justificación para que cualquiera tuviera su propia religión, según lo que
se le revelara. O se tomaría a Pablo como un “iluminado” más.
Sin
embargo, no nos olvidemos de lo que pasó realmente cerca de Damasco: Pablo se
acercaba a la ciudad para perseguir a los seguidores de Jesús, para meterlos en
la cárcel. Estaba lleno de fanatismo. Era cerca del mediodía, el camino era largo
– el cansancio – el hambre y la sed – pronto llegarían a la meta. En estas situaciones
surgen desde el subconsciente toda clase de ideas y recuerdos a la memoria.
Quién sabe si la muerte de Esteban, años atrás, le vino a la memoria. Pablo
había estado presente, había cuidado la ropa de los verdugos. Y bien pudo haber
oído la defensa de Esteban frente al tribunal. En todo caso había oído las
últimas palabras de Esteban cuando éste ya estaba a punto de morir, pidiéndole perdón a Dios por sus asesinos. Quizá todo eso le daba vuelta en la cabeza, pero
todavía no era Buena Noticia para él. Estaba como los discípulos de Emaús que caminaban
con Jesús, sabían las profecías, pero no veían. Quién sabe si en estos momentos,
sin saberlo conscientemente, Pablo estaba percibiendo algo como el sinsentido
de lo que estaba haciendo.
Era
en este momento cuando Cristo se manifestó, sin recriminaciones, sin amenazas.
Sólo le preguntó por qué le perseguía. Cristo se identificó con cada hombre, con
sus seguidores. Y le dio a Pablo el encargo de anunciar la Buena Noticia a todas
las naciones.
A
Pablo no se le pidió predicar de ahora en adelante lo contrario de lo que había
defendido. No se trataba de ideas, ni de un sistema de creencias y costumbres religiosas.
Se le envió para dar testimonio del encuentro con una persona que había muerto, pero que está viva
(Hechos 25,19). Ya no se trataba de ideas, sino de una vivencia, de una relación
personal, iniciada por Dios. Se trataba de una experiencia religiosa.
Ahora
bien, ¿cómo se puede saber que todo esto no era otra ilusión, el invento de uno
que se creía importante y fundaba una nueva religión? La respuesta me parece
sencilla: si hubiera sido sólo un cambio de ideas, Pablo hubiera seguido persiguiendo
a los que no pensaban como él; ya no a los cristianos, sino ahora a los judíos.
Pero Pablo ya no sacrifica a nadie que no piensa como él, sino que, de ahora en
adelante, él mismo se entrega con cuerpo y alma, y se sacrifica para que todo
el mundo conozca la Buena Noticia.
Si
su conversión viene de Dios, no puede estar en contra de lo que enseñan los
demás apóstoles. Sin embargo, la iglesia no es una aglomeración de individuos
que piensan igual, sino una comunidad de creyentes, de gente que pone su confianza
en Dios y que interactúan y se complementan mutuamente, aportando cada uno sus
dones. Por eso no sólo busca la comunión con los demás discípulos de Jesús,
sino que se somete a su discernimiento: Pasados
catorce años subí de nuevo a Jerusalén con Bernabé y llevando conmigo a Tito. Subí
siguiendo una revelación. En privado expuse a los más respetables la Buena Noticia
que predicaba a los paganos, no sea que estuviera trabajando o hubiese trabajado
inútilmente (Gálatas 2,1-2).
Esta
experiencia de Pablo bien puede darnos una pista para la Nueva Evangelización.
No se trata de repetir las enseñanzas que todos conocemos. Hay que permitirle a
Dios que las llene de vida. Mientras nos aferramos a nuestras ideas, mientras
creemos que la religión es un sistema de creencias y un código de conducta o,
en el peor de los casos, un poco de folklore, se nos escapa lo más importante:
el encuentro personal con Jesús. Para hacer una buena Evangelización debemos,
ante todo, enseñarle a la gente cómo abrirse a Dios, cómo dejarlo entrar en nuestra
vida. Para gente satisfecha consigo misma eso no es fácil. A veces es la presión
de algún sufrimiento, o la sensación de sinsentido de su forma de vida que les
abre el corazón; es entonces cuando Dios puede ser percibido. Y habrá una conversión
auténtica.
Fuente
de la imagen: http://www.preguntasantoral.es/2012/08/santos-de-nombre-sostenes/pablo_bizantino