Un santo de rodillas ve más lejos que un filósofo de puntillas. (Corrie ten Boom)

25.1.13

EL EVANGELIO DE PABLO



Es algo sorprendente lo que leemos en una reseña autobiográfica de la carta de San Pablo a los Gálatas: que no ha recibido el Evangelio de ningún hombre, sino por una revelación de Cristo.
Les hago saber, hermanos, que la Buena Noticia que les anuncié no es de origen humano; yo no la recibí ni aprendí de un hombre, sino que me la reveló Jesucristo. Sin duda han oído hablar de mi anterior conducta en el judaísmo: Violentamente perseguía a la Iglesia de Dios intentando destruirla; en el judaísmo superaba a todos los compatriotas de mi generación en mi celo ferviente por las tradiciones de mis antepasados. Pero cuando [Dios,] quien me apartó desde el vientre materno y me llamó por su mucho amor, quiso revelarme a su Hijo para que yo lo anunciara a los paganos, inmediatamente, en vez de consultar a hombre alguno o de subir a Jerusalén a visitar a los apóstoles más antiguos que yo, me alejé a Arabia y después volví a Damasco (Gálatas 1,11-17).
Si leyéramos este texto por sí solo, fuera de su contexto, podríamos tomarlo como una justificación para que cualquiera tuviera su propia religión, según lo que se le revelara. O se tomaría a Pablo como un “iluminado” más.
Sin embargo, no nos olvidemos de lo que pasó realmente cerca de Damasco: Pablo se acercaba a la ciudad para perseguir a los seguidores de Jesús, para meterlos en la cárcel. Estaba lleno de fanatismo. Era cerca del mediodía, el camino era largo – el cansancio – el hambre y la sed – pronto llegarían a la meta. En estas situaciones surgen desde el subconsciente toda clase de ideas y recuerdos a la memoria. Quién sabe si la muerte de Esteban, años atrás, le vino a la memoria. Pablo había estado presente, había cuidado la ropa de los verdugos. Y bien pudo haber oído la defensa de Esteban frente al tribunal. En todo caso había oído las últimas palabras de Esteban cuando éste ya estaba a punto de morir, pidiéndole perdón a Dios por sus asesinos. Quizá todo eso le daba vuelta en la cabeza, pero todavía no era Buena Noticia para él. Estaba como los discípulos de Emaús que caminaban con Jesús, sabían las profecías, pero no veían. Quién sabe si en estos momentos, sin saberlo conscientemente, Pablo estaba percibiendo algo como el sinsentido de lo que estaba haciendo.
Era en este momento cuando Cristo se manifestó, sin recriminaciones, sin amenazas. Sólo le preguntó por qué le perseguía. Cristo se identificó con cada hombre, con sus seguidores. Y le dio a Pablo el encargo de anunciar la Buena Noticia a todas las naciones.
A Pablo no se le pidió predicar de ahora en adelante lo contrario de lo que había defendido. No se trataba de ideas, ni de un sistema de creencias y costumbres religiosas. Se le envió para dar testimonio del encuentro con una persona que había muerto, pero que está viva (Hechos 25,19). Ya no se trataba de ideas, sino de una vivencia, de una relación personal, iniciada por Dios. Se trataba de una experiencia religiosa.
Ahora bien, ¿cómo se puede saber que todo esto no era otra ilusión, el invento de uno que se creía importante y fundaba una nueva religión? La respuesta me parece sencilla: si hubiera sido sólo un cambio de ideas, Pablo hubiera seguido persiguiendo a los que no pensaban como él; ya no a los cristianos, sino ahora a los judíos. Pero Pablo ya no sacrifica a nadie que no piensa como él, sino que, de ahora en adelante, él mismo se entrega con cuerpo y alma, y se sacrifica para que todo el mundo conozca la Buena Noticia.
Si su conversión viene de Dios, no puede estar en contra de lo que enseñan los demás apóstoles. Sin embargo, la iglesia no es una aglomeración de individuos que piensan igual, sino una comunidad de creyentes, de gente que pone su confianza en Dios y que interactúan y se complementan mutuamente, aportando cada uno sus dones. Por eso no sólo busca la comunión con los demás discípulos de Jesús, sino que se somete a su discernimiento: Pasados catorce años subí de nuevo a Jerusalén con Bernabé y llevando conmigo a Tito. Subí siguiendo una revelación. En privado expuse a los más respetables la Buena Noticia que predicaba a los paganos, no sea que estuviera trabajando o hubiese trabajado inútilmente (Gálatas 2,1-2).
Esta experiencia de Pablo bien puede darnos una pista para la Nueva Evangelización. No se trata de repetir las enseñanzas que todos conocemos. Hay que permitirle a Dios que las llene de vida. Mientras nos aferramos a nuestras ideas, mientras creemos que la religión es un sistema de creencias y un código de conducta o, en el peor de los casos, un poco de folklore, se nos escapa lo más importante: el encuentro personal con Jesús. Para hacer una buena Evangelización debemos, ante todo, enseñarle a la gente cómo abrirse a Dios, cómo dejarlo entrar en nuestra vida. Para gente satisfecha consigo misma eso no es fácil. A veces es la presión de algún sufrimiento, o la sensación de sinsentido de su forma de vida que les abre el corazón; es entonces cuando Dios puede ser percibido. Y habrá una conversión auténtica.


8.1.13

TÚ ERES MI HIJO AMADO



Cuando escribí el año pasado sobre el bautismo de Jesús, me detuve más en el significado del mismo bautizo. Sólo de paso mencioné la voz del Padre. Hoy quisiera detenerme más en esta última experiencia de Jesús, y en lo que significa para cada uno de nosotros.
Jesús, al bautizarse, se había entregado totalmente en las manos de Dios. Ahora, Dios le responde, toma en serio esta entrega. No llama a Jesús por su nombre, sino por lo que es: el Hijo Amado. Ésta es su esencia: ser amado. Dios se muestra digno de confianza; al llamarlo Hijo, se manifiesta como Padre. Olvídense aquí de las controversias sobre el género. Por supuesto, Dios es Padre y Madre; porque, si somos creaturas de Él, pudiendo ser padres y madres, la paternidad y la maternidad están en Él y proceden de Él. Pero entonces, ¿por qué "Padre", y no "Madre"? La razón me parece sencilla – y no tiene nada que ver con el patriarcado. Jesús, y la Biblia, no hablan de conceptos, sino de experiencias. Si Jesús llama a Dios “Padre”, y no “Madre”, es porque así se refleja en su experiencia. Seamos un poco sicólogos: una madre tiene la tendencia de proteger al hijo de peligros, para que no le pase nada. El padre, en cambio, lo reta a superarse, a ir más allá de sus límites, a explorar horizontes desconocidos. Si Dios le pide a Jesús vivir su misión hasta entregarlo todo, incluso su vida y su reputación, esto es más una faceta del padre que de la madre. Y Dios, al resucitar a Jesús, se muestra digno de confianza, no defrauda. Así, Jesús entra en dimensiones nunca antes experimentadas por hombre alguno. Ésta es la experiencia de Jesús que comienza en el bautismo, y se profundiza a lo largo de su vida, hasta llegar a las últimas consecuencias de la muerte y resurrección.
El Hijo Amado nos enseña algo más, muy importante para nosotros: El amor de Dios es lo que nos constituye, es nuestra esencia que nos llama a la vida. Los que hemos nacido en un matrimonio bien constituido, muchas veces no captamos la importancia de esto. Pero hay gente que nunca ha recibido amor, desde los comienzos de su existencia. Se enteran de que su madre quería abortarlos. Se enteran de que fueron concebidos como fruto de un incesto, de una orgía sexual, de una aventura pasajera, o de una violación. Pueden llegar a pensar que su misma existencia es una equivocación, que son un error, que no deberían existir. Se preguntan, por qué están en este mundo, y no saben, para qué. Es cuando, por fin, logran ver que sus padres biológicos sólo los trajeron al mundo, pero es Dios quien les dio la vida, que tiene un plan con ellos y, lo más importante, que son sus hijos amados, sus hijas amadas: al aceptar este hecho como lo más importante de toda su existencia, pueden dejar atrás las dudas corrosivas acerca del sentido de su existencia, su baja autoestima.
Al sabernos hijos amados, hijas amadas de Dios, ya no importa nuestro origen, nuestro pasado, o la situación en que nos encontramos, el “qué dirán”, porque nuestra esencia está por encima de todas estas circunstancias; esta nuestra esencia es lo que queda cuando todo lo demás se pierde, se desvanece. Aceptar esta esencia nuestra, la de ser HIJOS AMADOS, es vida, vida que vale la pena.
¿Cómo aceptamos este amor? Consintamos a la presencia amorosa de Dios en lo más íntimo de nosotros; y consintamos a su acción en nuestra vida, desde sus orígenes hasta el día de hoy. Al comienzo puede ser difícil porque las voces negativas de siempre son fuertes, y no quieren irse. Pero, no les hagamos caso. No tenemos por qué prestarle atención a lo que quiere destruirnos. Acostumbrémonos a hacerle caso a la voz de Dios. La oración diaria, el silencio delante de Dios, la oración centrante, son formas de practicar esta aceptación. Los frutos no tardarán en manifestarse. Y no nos olvidemos de algo muy importante: en lo más íntimo de nuestro corazón hay un recinto donde el maligno no tiene acceso. Allí está sólo Dios; allá nos retiramos para estar con Él, y dejar que Él fortalezca esta vida que nos ha dado, la de ser hijos amados e hijas amadas.