Un santo de rodillas ve más lejos que un filósofo de puntillas. (Corrie ten Boom)

29.11.19

El Reinado de Cristo


La fiesta de Cristo Rey y la próxima preparación para la Navidad nos invitan a reflexionar sobre nuestra misión como cristianos en este mundo. En muchas regiones del mundo la práctica de la vida cristiana se ha hecho cuesta arriba. En Venezuela, a nivel político, se han intentado muchas cosas para cambiar la situación. Pero los responsables del desastre parecen bien atornillados en su silla. Se han intentado elecciones libres; imposible. Se ha intentado mediante diálogos; imposible. Se ha pedido al Papa que dé un pronunciamiento claro; se esperaba un salvador desde fuera. Se ha recurrido a manifestaciones en la calle; hasta ahora han sido reprimidas. Se ha esperado un golpe militar; no se dio. Algunos piden una “intervención humanitaria”; eso parece un riesgo muy grande, porque el problema no es sólo el régimen, sino que el cáncer del mal está como metástasis en toda la sociedad. Además, la violencia, aunque parezca justificada, a la larga genera más violencia. Así que, esta vía no lleva a ninguna parte.
Con estas actividades, muchos han intentado restaurar sólo la democracia. Sin embargo, esto no es suficiente. En 1998 Chávez fue elegido democráticamente. Hasta donde yo sepa, en elecciones legítimas y limpias. Hoy sabemos que con eso se ha elegido democráticamente el fin de la democracia. Y quien se acuerda de la campaña electoral de aquellos tiempos sabrá que, en el fondo, fue un circo y una burla de la gente. No extraña que haya ganado uno que se presentaba como un mesías. El problema, por lo tanto, no es político, sino espiritual.
Desde los primeros años del régimen comenzaron a pulular los santeros y paleros, hasta la profanación de tumbas. Con esto, junto con los cultos satánicos, estamos frente a una situación que nos recuerda la tentación de Jesús en el desierto: “Todo esto (los reinos del mundo en su esplendor) te daré si te postras para adorarme” (Mateo 4,9). La investigación periodística de David Placer en su libro “Los Brujos de Chávez” habla justamente de esto. En vez de las leyes y convenios de una convivencia civilizada ahora cuenta la voluntad del amo. Se dice muchas veces que, para mantener la paz interior, hay que separarse de gente tóxica. Pero el problema es que todo el ambiente es tóxico, es decir, nocivo para el bienestar interior. Es necesario buscar otra solución: despertar nuestros recursos interiores, para tener la fortaleza de vivir EN un ambiente hostil, sin que nos domine.
En esta situación los primeros cristianos nos pueden servir de ejemplo. Desde el día de pentecostés, y a lo largo de 300 años, fueron descalificados y perseguidos, primero por la élite judía, después por todo el imperio romano. No tenían adónde huir. Tenían que recordar que vivían EN el mundo, pero no eran DE este mundo. Tenían que recordar que el Reino de Dios no viene de fuera sino que está DENTRO de nosotros. El que espera el reino desde fuera, espera que alguien le arregle las cosas como una mesa servida. Reclama sus derechos, piensa primero en sí mismo. Cuando falta la paciencia, le da un empujoncito para que llegue más rápido. Así se abre la puerta a la violencia y opresión de los demás. Pero el Reino de Dios no es una conquista o un logro nuestro, sino un don de Dios. El que acepta que el Reino está dentro de nosotros, sabe que Dios le ama. Si Dios está con nosotros, ¿quién puede estar contra nosotros? Lo dice San Pablo, ¡y habla de experiencia! Al confiar en este hecho podemos dejar todo en las manos de Dios; Él tiene todo bajo control. El amor de Dios nos hace inmunes; la hostilidad puede matarnos, pero no puede quebrarnos. El capo de una banda de crimen organizado dijo después de su conversión que un grupo criminal se mantiene unido por el miedo. Pero un grupo de creyentes se mantiene unido por el amor. Él sabía de qué hablaba. Este amor de Dios es la roca firme donde nos apoyamos, y que nos permite vivir con los ojos puestos en la meta, Cristo, sin que nadie ni nada pueda desviarnos. No olvidemos: no somos sopa, sino la sal en la sopa; no somos masa, sino el fermento en la masa. Recordemos lo que dice San Pablo sobre el amor: El amor es paciente, es servicial, el amor no es envidioso ni busca aparentar, no es orgulloso ni actúa con bajeza, no busca su interés, no se irrita, sino que deja atrás las ofensas y las perdona, nunca se alegra de la injusticia, y siempre se alegra de la verdad. Todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta (1Corintios 13,4-7).
Eso es el Reino de Dios dentro de nosotros. Es esa fuerza interior que nos da confianza en Dios, en la vida, en nosotros mismos. Nos anima a asumir nuestra responsabilidad para tender la mano a los más necesitados, a servir en vez de dominar, a reconciliar en vez de dividir y enemistar, a sanar en vez de herir. El otro no es una amenaza, sino una imagen de Dios – afeada quizá, necesitada, irreconocible – pero imagen de Dios. Desmantelamos nuestro ego, y ayudamos al otro a desmantelar el suyo, para que lleguemos a ser la persona que Dios tenía en mente cuando nos creó.
Todo esto tiene consecuencias para nuestra oración. Al pedir que venga a nosotros tu Reino reconocemos que el Reino de Dios es un don, un don que ya está dentro de nosotros. Esta petición es una invitación a dejar que el Reino se manifieste en nosotros, a actuar en sintonía con él. ¿Cómo? La segunda petición nos lo dice: hágase tu voluntad. De esta manera nos invitamos a nosotros mismos a hacer la voluntad de Dios. Como decimos: vivir la vida ordinaria con amor extraordinario. Ésta es nuestra respuesta cristiana a una situación desagradable, hostil y amenazante.

20.6.19

Como el Padre me amó...



Hay muchos, también dentro de la iglesia, que ven a Jesús apenas como alguien que nos enseñó una doctrina sobre Dios, o quién es el punto final de la revelación de Dios a los hombres. En todo caso, al menos nosotros, los occidentales, tenemos la tendencia de ver sólo las enseñanzas de Jesús, lo que nos lleva a un moralismo. Se habla de la "ley de Dios", de evitar el infierno y "ganarse" el cielo. Vemos sus sanaciones como aisladas, las llamamos “milagros”, lo que nos puede llevar a una fe casi supersticiosa donde evitamos nuestra propia responsabilidad.
Sin embargo, el apóstol San Pedro menciona en casa de Cornelio un detalle que nos permite entender mejor lo que significa y representa Jesús: Ustedes saben lo sucedido en toda Judea, comenzando por Galilea, después que Juan predicó el bautismo; cómo Dios a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con poder, y cómo él pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el Diablo, porque Dios estaba con él (Hechos 10,37-38).
Las palabras "Ungido con el Espíritu Santo y con poder" nos remiten a textos del antiguo testamento donde alguien fue ungido, y en seguida estaba con una fuerza, un poder, que le permitía hacer cosas extraordinarias, y todo eso de parte y en nombre de Dios. Así que Jesús, aunque fue solamente bautizado con agua por Juan, pero no fue ungido por ningún otro hombre, con todo derecho se le llama "Ungido" (en griego "Cristo", en hebreo "Mesías"), porque el poder de Dios comenzó a manifestarse en Él.
Sin embargo, hay otro detalle de suma importancia que debemos tomar en cuenta: Se oyó una voz que venía de los cielos: "tú eres mi hijo amado, en ti me complazco" (Marcos 1,11). En su bautismo Jesús tuvo una experiencia muy profunda. Ahora bien, una cosa es tener una experiencia, otra muy distinta, es hablar de ella de una manera que otros puedan entender lo que pasó. Si el otro no ha tenido al menos una experiencia semejante, va a ser muy difícil explicárselo. Y cuando se trata de una experiencia de Dios, nos quedan a veces nada más que unos balbuceos. Así, esta voz del cielo es, en primer término, una experiencia de Jesús. Sólo en un segundo momento el evangelista trata de traducirla en palabras e imágenes para que también nosotros la entendamos. Y aquí llega a sus límites. No habla de un amor de pareja, donde un hombre y una mujer se unen íntimamente para engendrar un hijo, y comparten la responsabilidad de educarlo. Tampoco habla del amor de una madre a su hijo; este amor es un amor de cercanía, de acogida y de protección. Es de suma importancia durante los primeros años de la vida, para que el hijo pueda desarrollar confianza, no sólo en la madre y en su entorno inmediato, sino en la vida en general. Cuando habla de la experiencia de Jesús en el Jordán, habla del amor de un padre a su hijo. A diferencia del amor de una madre, es un amor que anima al hijo a superar sus miedos, a salir de su ambiente acostumbrado, y a confiar en lo desconocido porque él, el padre, está con él. Así le ayuda a descubrir nuevas dimensiones de la vida, a arriesgarse, a renunciar a algún bien para conseguir un bien mayor, a buscar la felicidad no en el control, sino en el servicio.
En Jesús, esta experiencia ha sido tan profunda que determinó su relación con Dios, llamándolo cariñosamente Abbá - Papá; y a partir de allí, marcó su identidad, su sentido de la vida y su misión. Se sabía amado a pesar de que creció el número de gente hostil a él, y que hasta sus más íntimos lo abandonaron. Ustedes se dispersarán cada uno por su lado y me dejarán solo. Pero yo no estoy solo, porque el Padre está conmigo (Juan 16,32). Lo mismo dijo el Papa Benedicto XVI en una ocasión: El que cree, nunca está solo.
Le preguntó el sumo sacerdote: ¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Bendito? Jesús respondió: Yo soy… El sumo sacerdote, rasgándose sus vestiduras, dijo: ¿Qué falta nos hacen los testigos? Ustedes mismos han oído la blasfemia. ¿Qué les parece? Todos sentenciaron que era reo de muerte (Marcos 14,61-64). De esta manera, su identidad más íntima y profunda fue para Jesús la causa por la cual lo condenaron a muerte. Esta negativa del Sanedrín de querer verlo como es debe haber sido muy dolorosa para Jesús.
Cuando los teólogos, desde los primeros siglos, reflexionaban sobre esta relación Padre – Hijo, no se fijaban tanto en la experiencia de Jesús, sino que tomaban el texto bíblico más al pie de la letra. El resultado positivo de esto fueron los grandes dogmas cristológicos de los primeros siglos que nos condujeron a una comprensión más clara de la persona de Jesús y de Dios que es uno solo en tres personas. Pero, hasta donde yo recuerdo mis estudios de teología, el aspecto de la experiencia de Jesús ha sido relegado a un segundo plano. El resultado negativo de este desequilibrio es que nuestra fe es apenas un consentimiento cerebral, un “aceptar como verdadero lo que Dios ha revelado”. Pero no llega a ser una confianza inquebrantable en un Dios que nos ama más que un padre.
Es por eso que Jesús no nos transmite, en primer término, verdades y mandamientos, sino la experiencia de ser amados sin límites ni reservas. Como el Padre me amó, así los he amado yo (Juan 15,9). De allí se entiende lo que Jesús hacía: sanaba a los enfermos, liberaba a los endemoniados, resucitaba a muertos. Nosotros los llamamos “milagros”. Sin embargo, son “obras poderosas”, portentos, de Jesús, que necesitaban la confianza de parte del hombre. El paralítico, y también el muerto, tenía que levantarse. Los leprosos tenían que presentarse al sacerdote; sólo “mientras iban de camino” quedaron limpios. A otros les decía que se fueran a su casa porque la persona por la cual habían pedido estaba sana. En Nazaret no pudo hacer muchos milagros porque desconfiaban de Él. Sin la confianza del hombre, Jesús no puede hacer su obra. La obra de Dios consiste en que ustedes crean en aquel que él envió (Juan 6,29). Esta confianza es más importante que las obras de la ley. Y así, Jesús nos amó hasta el extremo (Juan 13,1).
La consecuencia del amor de Dios que recibimos es que nos cambia desde dentro. Ya no hacemos las cosas por una imposición desde fuera, sino porque queremos responder a este amor. Ésta es la nueva ley, la nueva moral que nos da Jesús: Les doy un mandamiento nuevo, que se amen unos a otros como yo los he amado: ámense así unos a otros. En eso conocerán todos que son mis discípulos, en el amor que se tengan unos a otros (Juan 13,34s). Nos sentimos motivados a hacer lo bueno, a servir a los demás.
Lo único que se nos pide es que confiemos en el amor de Dios. Para eso es necesario ser humildes, reconocer que no podemos hacer nada por nuestras propias fuerzas. Es lo que experimentamos cuando “tocamos fondo”, cuando se derrumba nuestro castillo de naipes, cuando ya no sabemos por dónde agarrarnos. Cuando aceptamos esta situación y nos abrimos a Dios, Él obra en nosotros con poder. También Jesús expresó esto, bajando al Jordán, el punto geográfico más bajo de la tierra (a casi 400 metros bajo el nivel del mar). Fue allí donde se le abrió el cielo.

23.1.19

La Verdad Los Hará Libres

Excusas, Domenichino, 1625
Hace pocos días publiqué en Facebook unas reflexiones que se compartieron muchas veces. Por eso las pongo aquí en mi blog, ligeramente ampliadas:
Se notan aires de cambio en Venezuela. Pero también se nota todavía el virus de la derrota. Me explico: he leído por ahí comparaciones entre Guaidó y Bolívar. Déjense de idolatrías. No esperen ningún Mesías. Bolívar cumplió su tarea histórica en su tiempo. Hoy tenemos tiempos diferentes, y las tareas son muy diferentes.
El 23 de enero es, ciertamente, una fecha emblemática en Venezuela. Pero no es mágica. No crean que las cosas se darán por ocurrir en una fecha determinada.
Mientras cada uno no acepte su responsabilidad, seguirá como esclavo. Ésta ha sido la tragedia de Venezuela ya desde antes de la quinta república. Siempre se esperaba que alguien arreglara las cosas. Y cuando las cosas salían mal, se buscaba un culpable. Esto es costumbre en las más altas esferas del gobierno usurpador: la oligarquía, el imperio, los apátridas, etc. Y los que se oponen al gobierno, no lo han hecho mejor. Con eso, los flojos e irresponsables se convierten en esclavos de los vivos. En el fondo, ésta es la consecuencia del pecado, de la separación de Dios: ya en el paraíso, Adán echa la culpa a Eva, e indirectamente a Dios - “la mujer que tú me diste” (¡cómo se te pudo ocurrir semejante cosa!) -, y Eva la echa a la serpiente. Dios condena a los tres, mostrando así que cada uno tiene su responsabilidad. Nadie puede lavarse las manos.
Juan Guaidó ha mostrado que quiere integrar a TODO el pueblo en el proceso del cambio. Hay que apoyarlo, cada uno con lo poco que puede hacer. Y eso es mucho: Desde las más altas esferas se ha sembrado odio, desprecio y descalificación. Hasta tal punto que ya no había diálogo político posible. Porque, en vez de argumentos objetivos y hechos, lo único que se oía eran descalificaciones y los golpes bajos del desprecio. Quizá, Venezuela tuvo que aprender por experiencia dolorosa que este camino no lleva a ninguna parte, sino al precipicio. No sigamos este ejemplo, por más rabia que sintamos contra los usurpadores. Si se aprende esta lección, podemos ser un ejemplo para otras naciones. Porque esta desgracia ocurre en muchas partes del mundo. Así que, no se dejen engañar de nuevo por mesianismos, descalificaciones y promesas engañosas.
Lo que nos ayuda en todo este proceso es nuestra fe, entendida como una relación personal con Dios. No basta una "fe milagrera": que tal santo me haga tal milagro. Eso es esclavitud espiritual. Cristo decía a los paralíticos "levántate!" Así, no más. La libertad no se pide ni se exige. Somos libres, por ser hijos de Dios. La libertad se asume, y se ejerce, así de simple. Lo que pasa es que tenemos miedo a las consecuencias de ejercer nuestra libertad. Porque los que quieren esclavizarnos toman represalias. Eso es su poder. Cuando no les hacemos más caso, pierden su poder. Hace años oí a alguien decir “imagínate que declaran la guerra – ¡y nadie acude”! No habría guerra, así de sencillo. No hay poder que pueda con una persona libre. Es de recordar que nuestra libertad no es voluntarismo, para hacer nuestros caprichos. Somos libres para SERVIR A DIOS Y AL PRÓJIMO. Libres de temor, arrancados de las manos de nuestros enemigos, le sirvamos en santidad y justicia, así dice el canto del Benedictus (Lucas 1,74).
Al final, se reduce a la pregunta para qué vivimos. ¿Vivimos para mantener y disfrutar nuestra vida, o para transmitir el amor que hemos recibido de Dios? Como el Padre me ha amado, así los he amado yo… Ámense unos a otros como yo los he amado (Juan 15,9.12). Y no hay circunstancia que nos impida amar. Cristo amaba, incluso estando ya colgado en la cruz, con dolores horribles, y a punto de morir. 
Les recuerdo a mis lectores que tienen la libertad de copiar y compartir mis textos si así lo desean. Yo, por mi parte, sólo asumo la responsabilidad por el texto publicado en este blog.

13.1.19

El Hijo Amado

Bautismo de Jesús.
Ícono en la Capilla del monasterio
benedictino copto de San Antonio en
Ismailia, Egipto
Con la fiesta del bautismo de Jesús se cierra el ciclo litúrgico de navidad, o sea, de la celebración del hecho de que Dios se hizo hombre. Lamentablemente, muchas veces vemos la encarnación sólo como un hecho puntual: Dios se hizo hombre, y con eso creemos que todo estaba hecho. La liturgia nos enseña otra cosa: Este hombre llegó al mundo como un niño indefenso, creció “bajo la autoridad de sus padres”, aprendió a confiar, fue adolescente y joven adulto, hasta que hoy nos fijamos en el hecho de que este hombre tuvo que descubrir, como todos, la trascendencia, el sentido y la misión de su vida. Es a partir de entonces que comienza la misión de Jesús. Ustedes ya conocen lo sucedido por toda la Judea, empezando por Galilea, a partir del bautismo que predicaba Juan. Cómo Dios ungió a Jesús de Nazaret con Espíritu Santo y poder: él pasó haciendo el bien y sanando a los poseídos del Diablo, porque Dios estaba con él. Así dice Pedro en casa de Cornelio. (Hechos 10,37s).
Y, como nos dice el evangelio, ha sido una experiencia muy profunda: Todo el pueblo se bautizaba y también Jesús se bautizó; y mientras oraba, se abrió el cielo, bajó sobre él el Espíritu Santo en forma de paloma y se escuchó una voz del cielo: Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto (Lucas 3,21-22). Tenia unos 30 años, dice el verso siguiente (Lucas 3,23). Había vivido la religión de sus padres, de su pueblo. De ahora en adelante vivirá su relación con Dios a partir de su propia experiencia. También hoy en día hay sicólogos que sostienen que una persona se puede considerar realmente adulta a partir de unos 28 años. Los antiguos intuían esto ya en aquel entonces.
Esta experiencia está en el origen de su misión, a partir del bautismo que predicaba Juan, pero a la vez ocasiona también toda la hostilidad que tuvo que sufrir Jesús a lo largo de su vida. Lo trágico es que esta esencia suya era también la causa de su condena a muerte porque el sanedrín no quiso aceptar este hecho: Dijeron todos: Entonces, ¿eres tú el Hijo de Dios? Contestó: Tienen razón: Yo soy. Ellos dijeron: ¿Qué falta nos hacen los testigos? Nosotros mismos lo hemos oído de su boca (Lucas 22,70-71).
Ahora bien, una cosa es la experiencia – inefable – y otra es el intento de hablar de ella. También aquí se aplica lo que se dice del silencio: el primer lenguaje de Dios es el silencio; todo lo demás es una mala traducción (Thomas Keating). Las palabras que más se acercan a poder expresar lo que experimentó Jesús son “Hijo amado”. Es comparable a la experiencia de un hijo que se sabe amado por su padre. No es el amor de madre, que es más bien un amor protector, sino el de un padre, que invita al hijo a crecer, a superarse, a arriesgarse, pero que está allí para rescatarlo. La confianza que Jesús aprendió en su familia cuando era niño, ahora la pone en Dios a quien llama Abbá, querido papá. Si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me acogerá (Salmo 27,10). Sólo así entendemos por qué Jesús se entregó a la muerte, aceptándola como la voluntad del Padre. Y ocurrió lo inaudito: ¡resucitó!
Pero las palabras no son suficientes para transmitir lo que Jesús experimentó. Se quedan cortas. Las discusiones teológicas – y los errores – acerca del significado de “Hijo de Dios” son una prueba de ello. Otra manera de comunicar esta experiencia es la de facilitar a otros esta misma experiencia. Así lo hizo Jesús. Como el Padre me amó así yo los he amado (Juan 15,9). Por eso, todo lo que Jesús decía y hacía estaba dirigido a facilitar esta experiencia de amor, de acogida, unión, integración, perdón. Predicaba la Buena Noticia, sanaba, perdonaba, se fijaba en los marginados. Por eso el hombre está por encima de la ley, las estructuras y las ideologías. Nadie podía evitar que cumpliera esta voluntad del Padre. Ya colgado en la cruz, todavía perdona a los que lo acababan de crucificar y al ladrón crucificado con Él.
Al relato del bautismo le sigue la genealogía, tal como la presenta Lucas (3,23-28): no como en Mateo, desde Abrahán hasta Jesús, sino al revés: desde Jesús hasta Adán, que era hijo de Dios. Con eso dice que Jesús, que se bautizó como uno más entre la multitud, nos abre también a nosotros el paso a asumir nuestra condición de hijos de Dios. Por supuesto, esta experiencia es una gracia que Dios da a quien quiere. Pero podemos, como Jesús, disponernos a recibirla. En el relato de Lucas hay un detalle que nos indica cómo: Mientras oraba, se abrió el cielo (Lucas 3,21). “Orar”, en hebreo, no significaba rezar oraciones, sino abrirse totalmente a Dios. Eso equivale también a estar dispuestos a cumplir su voluntad. Cuando nosotros le abrimos a Dios nuestro corazón, Él nos abre el suyo, que es el cielo, es decir, nuestra felicidad. La clave de acceso a la experiencia de sabernos amados es nuestro corazón abierto y disponible. Eso va de la mano con la gratitud: Es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar (Prefacio de la misa).
Cuando hayamos aceptado el amor de Dios, es posible abandonar el legalismo, y compartir el amor con nuestros hermanos. Éste es mi mandamiento: que se amen unos a otros como yo los he amado (Juan 15,12). Estamos invitados a vivir la vida ordinaria con amor extraordinario. Tanto Sta. Teresa del Niño Jesús, como Sta. Teresa de Calcuta nos dan un ejemplo claro de esto.
En la iglesia antigua se llamaba el bautismo “la iluminación”. ¡Qué más iluminación queremos que la de saber quiénes somos: hijos amados de Dios!