Bautismo
de Jesús.
Ícono
en la Capilla del monasterio
benedictino
copto de San Antonio en
Ismailia,
Egipto
|
Con
la fiesta del bautismo de Jesús se cierra el ciclo litúrgico
de navidad, o sea, de la celebración del hecho de que Dios se hizo
hombre. Lamentablemente, muchas veces vemos la encarnación sólo
como un hecho puntual: Dios se hizo hombre, y con eso creemos que
todo estaba hecho. La liturgia nos
enseña otra cosa: Este hombre llegó al mundo como un niño
indefenso, creció “bajo la autoridad de sus padres”, aprendió a
confiar, fue adolescente y joven adulto, hasta que hoy nos fijamos en
el hecho de que este hombre tuvo que descubrir, como todos, la
trascendencia, el sentido y la misión de su vida. Es a partir de
entonces que comienza la misión de Jesús. Ustedes
ya conocen lo sucedido por toda la Judea, empezando por Galilea, a
partir del bautismo que predicaba Juan. Cómo Dios ungió a Jesús de
Nazaret con Espíritu Santo y poder: él pasó haciendo el bien y
sanando a los poseídos del Diablo, porque Dios estaba con él.
Así dice Pedro en casa de Cornelio. (Hechos 10,37s).
Y,
como nos dice el evangelio, ha sido una experiencia muy profunda:
Todo
el pueblo se bautizaba y también Jesús se bautizó; y mientras
oraba, se abrió el cielo, bajó sobre él el Espíritu Santo en
forma de paloma y se escuchó una voz del cielo: Tú eres mi Hijo
amado, mi predilecto
(Lucas 3,21-22). Tenia
unos 30 años,
dice el verso siguiente (Lucas 3,23). Había vivido la religión de
sus padres, de su pueblo. De ahora en adelante vivirá su relación
con Dios a partir de su propia experiencia. También hoy en día hay
sicólogos que sostienen que una persona se puede considerar
realmente adulta a partir de unos 28 años. Los antiguos intuían
esto ya en aquel entonces.
Esta
experiencia está en el origen de su misión, a
partir del bautismo que predicaba Juan, pero
a la vez ocasiona también toda la hostilidad que tuvo que sufrir
Jesús a lo largo de su vida. Lo trágico es que esta esencia suya
era también la causa de su condena a muerte porque el sanedrín no
quiso aceptar este hecho: Dijeron
todos: Entonces, ¿eres tú el Hijo de Dios? Contestó: Tienen razón:
Yo soy. Ellos dijeron: ¿Qué falta nos hacen los testigos? Nosotros
mismos lo hemos oído de su boca
(Lucas 22,70-71).
Ahora
bien, una cosa es la experiencia – inefable – y otra es el
intento de hablar de ella. También aquí se aplica lo que se dice
del silencio: el
primer lenguaje de Dios es el silencio; todo lo demás es una mala
traducción (Thomas
Keating).
Las palabras que más se acercan a poder expresar lo que experimentó
Jesús son “Hijo amado”. Es comparable a la experiencia de un
hijo que se sabe amado por su padre. No es el amor de madre, que es
más bien un amor protector, sino el de un padre, que invita al hijo
a crecer, a superarse, a arriesgarse, pero que está allí para
rescatarlo. La confianza que Jesús aprendió en su familia cuando
era niño, ahora la pone en Dios a quien llama Abbá, querido papá.
Si
mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me acogerá (Salmo
27,10). Sólo
así entendemos por qué Jesús se entregó a la muerte, aceptándola
como la voluntad del Padre. Y ocurrió lo inaudito: ¡resucitó!
Pero
las palabras no son suficientes para transmitir lo que Jesús
experimentó. Se quedan cortas. Las discusiones teológicas – y los
errores – acerca del significado de “Hijo de Dios” son una
prueba de ello. Otra manera de comunicar esta experiencia es la de
facilitar a otros esta misma experiencia. Así lo hizo Jesús. Como
el Padre me amó así yo los he amado
(Juan 15,9). Por eso, todo lo que Jesús decía y hacía estaba
dirigido a facilitar esta experiencia de amor, de acogida, unión,
integración, perdón. Predicaba la Buena Noticia, sanaba, perdonaba,
se fijaba en los marginados. Por eso el hombre está por encima de la
ley, las estructuras y las ideologías. Nadie podía evitar que
cumpliera esta voluntad del Padre. Ya colgado en la cruz, todavía
perdona a los que lo acababan de crucificar y al ladrón crucificado
con Él.
Al
relato del bautismo le sigue la genealogía, tal como la presenta
Lucas (3,23-28): no como en Mateo, desde Abrahán hasta Jesús, sino
al revés: desde Jesús hasta Adán, que era hijo de Dios. Con eso
dice que Jesús, que se bautizó como uno más entre la multitud, nos
abre también a nosotros el paso a asumir nuestra condición de hijos
de Dios. Por supuesto, esta experiencia es una gracia que Dios da a
quien quiere. Pero podemos, como Jesús, disponernos a recibirla. En
el relato de Lucas hay un detalle que nos indica cómo: Mientras
oraba, se abrió el cielo
(Lucas 3,21). “Orar”, en hebreo, no significaba rezar oraciones,
sino abrirse totalmente a Dios. Eso equivale también a estar
dispuestos a cumplir su voluntad. Cuando nosotros le abrimos a Dios
nuestro corazón, Él nos abre el suyo, que es el cielo, es decir,
nuestra felicidad. La clave de acceso a la experiencia de sabernos
amados es nuestro corazón abierto y disponible. Eso va de la mano
con la gratitud: Es
nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar
(Prefacio
de la misa).
Cuando
hayamos aceptado el amor de Dios, es posible abandonar el legalismo,
y compartir el amor con nuestros hermanos.
Éste es mi mandamiento: que se amen unos a otros como yo los he
amado
(Juan 15,12). Estamos invitados a vivir la vida ordinaria con amor
extraordinario. Tanto Sta. Teresa del Niño Jesús, como Sta. Teresa
de Calcuta nos dan un ejemplo claro de esto.
En
la iglesia antigua se llamaba el bautismo “la iluminación”.
¡Qué más iluminación queremos que la de saber quiénes somos:
hijos amados de Dios!
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