Un santo de rodillas ve más lejos que un filósofo de puntillas. (Corrie ten Boom)

13.1.19

El Hijo Amado

Bautismo de Jesús.
Ícono en la Capilla del monasterio
benedictino copto de San Antonio en
Ismailia, Egipto
Con la fiesta del bautismo de Jesús se cierra el ciclo litúrgico de navidad, o sea, de la celebración del hecho de que Dios se hizo hombre. Lamentablemente, muchas veces vemos la encarnación sólo como un hecho puntual: Dios se hizo hombre, y con eso creemos que todo estaba hecho. La liturgia nos enseña otra cosa: Este hombre llegó al mundo como un niño indefenso, creció “bajo la autoridad de sus padres”, aprendió a confiar, fue adolescente y joven adulto, hasta que hoy nos fijamos en el hecho de que este hombre tuvo que descubrir, como todos, la trascendencia, el sentido y la misión de su vida. Es a partir de entonces que comienza la misión de Jesús. Ustedes ya conocen lo sucedido por toda la Judea, empezando por Galilea, a partir del bautismo que predicaba Juan. Cómo Dios ungió a Jesús de Nazaret con Espíritu Santo y poder: él pasó haciendo el bien y sanando a los poseídos del Diablo, porque Dios estaba con él. Así dice Pedro en casa de Cornelio. (Hechos 10,37s).
Y, como nos dice el evangelio, ha sido una experiencia muy profunda: Todo el pueblo se bautizaba y también Jesús se bautizó; y mientras oraba, se abrió el cielo, bajó sobre él el Espíritu Santo en forma de paloma y se escuchó una voz del cielo: Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto (Lucas 3,21-22). Tenia unos 30 años, dice el verso siguiente (Lucas 3,23). Había vivido la religión de sus padres, de su pueblo. De ahora en adelante vivirá su relación con Dios a partir de su propia experiencia. También hoy en día hay sicólogos que sostienen que una persona se puede considerar realmente adulta a partir de unos 28 años. Los antiguos intuían esto ya en aquel entonces.
Esta experiencia está en el origen de su misión, a partir del bautismo que predicaba Juan, pero a la vez ocasiona también toda la hostilidad que tuvo que sufrir Jesús a lo largo de su vida. Lo trágico es que esta esencia suya era también la causa de su condena a muerte porque el sanedrín no quiso aceptar este hecho: Dijeron todos: Entonces, ¿eres tú el Hijo de Dios? Contestó: Tienen razón: Yo soy. Ellos dijeron: ¿Qué falta nos hacen los testigos? Nosotros mismos lo hemos oído de su boca (Lucas 22,70-71).
Ahora bien, una cosa es la experiencia – inefable – y otra es el intento de hablar de ella. También aquí se aplica lo que se dice del silencio: el primer lenguaje de Dios es el silencio; todo lo demás es una mala traducción (Thomas Keating). Las palabras que más se acercan a poder expresar lo que experimentó Jesús son “Hijo amado”. Es comparable a la experiencia de un hijo que se sabe amado por su padre. No es el amor de madre, que es más bien un amor protector, sino el de un padre, que invita al hijo a crecer, a superarse, a arriesgarse, pero que está allí para rescatarlo. La confianza que Jesús aprendió en su familia cuando era niño, ahora la pone en Dios a quien llama Abbá, querido papá. Si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me acogerá (Salmo 27,10). Sólo así entendemos por qué Jesús se entregó a la muerte, aceptándola como la voluntad del Padre. Y ocurrió lo inaudito: ¡resucitó!
Pero las palabras no son suficientes para transmitir lo que Jesús experimentó. Se quedan cortas. Las discusiones teológicas – y los errores – acerca del significado de “Hijo de Dios” son una prueba de ello. Otra manera de comunicar esta experiencia es la de facilitar a otros esta misma experiencia. Así lo hizo Jesús. Como el Padre me amó así yo los he amado (Juan 15,9). Por eso, todo lo que Jesús decía y hacía estaba dirigido a facilitar esta experiencia de amor, de acogida, unión, integración, perdón. Predicaba la Buena Noticia, sanaba, perdonaba, se fijaba en los marginados. Por eso el hombre está por encima de la ley, las estructuras y las ideologías. Nadie podía evitar que cumpliera esta voluntad del Padre. Ya colgado en la cruz, todavía perdona a los que lo acababan de crucificar y al ladrón crucificado con Él.
Al relato del bautismo le sigue la genealogía, tal como la presenta Lucas (3,23-28): no como en Mateo, desde Abrahán hasta Jesús, sino al revés: desde Jesús hasta Adán, que era hijo de Dios. Con eso dice que Jesús, que se bautizó como uno más entre la multitud, nos abre también a nosotros el paso a asumir nuestra condición de hijos de Dios. Por supuesto, esta experiencia es una gracia que Dios da a quien quiere. Pero podemos, como Jesús, disponernos a recibirla. En el relato de Lucas hay un detalle que nos indica cómo: Mientras oraba, se abrió el cielo (Lucas 3,21). “Orar”, en hebreo, no significaba rezar oraciones, sino abrirse totalmente a Dios. Eso equivale también a estar dispuestos a cumplir su voluntad. Cuando nosotros le abrimos a Dios nuestro corazón, Él nos abre el suyo, que es el cielo, es decir, nuestra felicidad. La clave de acceso a la experiencia de sabernos amados es nuestro corazón abierto y disponible. Eso va de la mano con la gratitud: Es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar (Prefacio de la misa).
Cuando hayamos aceptado el amor de Dios, es posible abandonar el legalismo, y compartir el amor con nuestros hermanos. Éste es mi mandamiento: que se amen unos a otros como yo los he amado (Juan 15,12). Estamos invitados a vivir la vida ordinaria con amor extraordinario. Tanto Sta. Teresa del Niño Jesús, como Sta. Teresa de Calcuta nos dan un ejemplo claro de esto.
En la iglesia antigua se llamaba el bautismo “la iluminación”. ¡Qué más iluminación queremos que la de saber quiénes somos: hijos amados de Dios!

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