Un santo de rodillas ve más lejos que un filósofo de puntillas. (Corrie ten Boom)

9.8.16

Luz de Cristo


Las celebraciones litúrgicas del triduo pascual, y más aun las de la vigilia pascual, son sumamente densas. Por eso vale la pena reflexionar sobre algunos aspectos y ritos en un momento aparte. Aquí voy a ahondar solamente en el comienzo de la vigilia pascual: la liturgia de la luz. Yo soy la luz del mundo, quien me siga no caminará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida (Juan 8,12).
Cuando entramos en procesión en la iglesia, sólo el cirio pascual está encendido. Si nos quedáramos solamente admirando este cirio, no cambiaría el ambiente oscuro.
Por eso pasamos esta luz de uno a otro, la luz que viene del cirio pascual, que simboliza a Cristo. El mismo Dios que mandó a la luz brillar en las tinieblas, es el que hizo brillar su luz en nuestros corazones para que en nosotros se irradie la gloria de Dios, como brilla en el rostro de Cristo (2Corintios 4,6). Conviene tener presentes algunos aspectos de lo que hacemos espontáneamente y, por lo tanto, sin pensar en qué nos enseña su significado:
La luz de una sola vela no ilumina mucho, pero es algo. Sin embargo, si todos encendemos nuestra vela, el ambiente se aclara bastante, y nos vemos las caras; incluso se puede leer:
Todos somos vasos de barro, pero en ellos llevamos un gran tesoro (2Corintios 4,7): la vida que Dios nos ha dado, simbolizada en nuestra pequeña vela. Si la encendemos en Cristo, ilumina nuestro alrededor. Todos estamos invitados a iluminar nuestra vida con la luz de Cristo. Lo que ilumina no es la vela - que somos nosotros - sino la luz encendida en la vela - que es Cristo. Tener eso claro, nos protege de la vanagloria que quiere hacernos creer que nosotros somos grandes luces.
Antes que ser maestros, estamos llamados a ser testigos. No apuntamos con el dedo al cirio pascual, hablando de él. Hablamos de lo que hemos visto y oído, de las obras grandes que Dios ha hecho en nosotros. Le permitimos a Dios que haga algo en nosotros. Le decimos que se haga SU voluntad en nosotros. Déjate quemar si quieres alumbrar, dicen las letras de una canción.
No puedo pasarle la luz a otro, si mi vela no está encendida:
Mientras no tenemos encendida en nosotros la luz de Cristo, somos como un televisor apagado: pura pantalla que no transmite nada.
No importa si la persona que me pasa la luz tiene una vela grande o pequeña, derecha o torcida, blanca o de color, limpia o sucia. Lo que importa es la luz de Cristo:
Fácilmente descalificamos a las personas que nos anuncian el evangelio - desde el Papa, pasando por los obispos y sacerdotes, y terminado con la vecina que nos cae mal. De esta manera nos cerramos a recibir el tesoro que llevan dentro, que es la vida de Cristo. Para recibirla, necesitamos humildad.
Si, por una brisa o un descuido, a mi vecino se le apaga su luz, simplemente se la paso de nuevo:
Nos recuerda el perdón y la reconciliación. Son el distintivo de los cristianos. No pierdo nada al pasar la luz de mi vela a la de otro; es la luz de Cristo. Si no la paso, igual mi vela se consume. La cuestión no es si mi vela se consume o no; la cuestión es si, cuando se haya consumido, quedará luz en el ambiente. ¿Cómo quiero dejar el mundo cuando me muera? ¿En más tinieblas, o con más luz? Lo importante no soy yo, sino la luz de Cristo.
Toda esta procesión, con la transmisión de la luz, se hace en silencio. Lo único que se oye es el triple anuncio del ministro: ¡LUZ DE CRISTO! Son pocas palabras, pero de suma importancia. No hay que hablar mucho; lo que necesitamos es la acción del compartir. Así nos hacemos iglesia. Al compartir la Palabra, nos desgastamos. Pero la Palabra es eterna. Uno siembra, otro cosecha; como nosotros cosechamos con cantos lo que otros han sembrado con lágrimas (Salmo 125,5).
Más tarde, en esta misma noche, se bautizan los catecúmenos. En la iglesia antigua se llamaba el bautismo iluminación. Lamentablemente, hoy en día, cuando este sacramento es para muchos solamente una celebración más, sin conocer su significado, ya no entendemos por qué se lo consideraba así. Por el bautismo participamos en la muerte y resurrección de Cristo. Nos hacemos muertos al pecado, para vivir con Cristo. Eso no es fácil; lo sabemos por experiencia. Pero, al aceptar el sufrimiento, al dejar atrás el pecado, los vicios y malas costumbres, nos damos cuenta de que la nueva vida que encontramos tiene sentido, es mucho más bella que la anterior; vamos descubriendo nuestra verdadera identidad, y recibimos fuerza para resistir un ambiente hostil. Es como ver qué hay al otro lado de la muerte. A esto apuntaban nuestros padres en la fe cuando hablaban de iluminación. No tiene nada que ver con más conocimientos o conocimientos secretos. Es una experiencia que nos hace más sabios y comprensivos. La experiencia del poder de Dios en nuestra debilidad.

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