Un santo de rodillas ve más lejos que un filósofo de puntillas. (Corrie ten Boom)

4.12.18

Hágase tu voluntad


Alguien dijo una vez, que cuando rezamos el Padre Nuestro, probablemente estamos mintiendo muchas veces. Decimos hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo (Mateo 6,10). Pero con nuestra mente y con nuestro corazón estamos en otra parte. Tenemos miedo a decir estas palabras en serio. Porque sabemos cuánto tuvo que sufrir Cristo porque los tomó en serio.
La carta a los hebreos reflexiona sobre esto, diciendo: Por eso, al entrar en el mundo (Jesús) dijo: No quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me formaste un cuerpo. No te agradaron holocaustos ni sacrificios expiatorios. Entonces dije: Aquí estoy, he venido para cumplir, oh Dios, tu voluntad –como está escrito de mí en el libro de la ley–... Y en virtud de esa voluntad, quedamos consagrados por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo, hecha de una vez para siempre (Hebreos 10,5-10). Así Cristo llevó su fidelidad a la voluntad del Padre hasta los últimas consecuencias.
Ya muchos siglos antes se percibe en las tradiciones de Israel que lo más importante no son los sacrificios sino la obediencia a la voluntad de Dios. Unos 18 siglos antes de Cristo, Abrahán estaba dispuesto a sacrificar a su hijo, pero Dios no quiso el hijo, sino la obediencia de Abrahán. Y Dios le hizo esta promesa: Todos los pueblos del mundo se bendecirán nombrando a tu descendencia, porque me has obedecido (Génesis 22,18). Unos mil años AC el rey Saúl, haciendo caso omiso al mandato de Dios, se niega a eliminar algunos animales del botín de sus enemigos vencidos, y los guardó para ofrecerlos a Dios en sacrificios. El profeta Samuel le dijo: ¿Quiere el Señor sacrificios y holocaustos o quiere que obedezcan su voz? La obediencia vale más que el sacrificio; la docilidad, más que la grasa de carneros. (1Samuel 15,22s). Lo mismo vuelve a repetir el profeta Oseas en el siglo VIII AC, en el reino de Israel: porque quiero lealtad, no sacrificios (Os 6,6). En la misma época, Isaías proclama en el reino de Judá: estoy harto de holocaustos de carneros... La sangre de novillos y corderos... no me agrada (Is 1,11). Y sigue enumerando algunos mandamientos, cuyo cumplimiento le agrada más a Dios. La cita en la carta a los Hebreos viene de lo que resume el salmo en estas mismas palabras: No quisiste sacrificios... pero me formaste un cuerpo... Aquí estoy, he venido para cumplir, oh Dios, tu voluntad (Sal 40,5-7).
Esto es uno de los primeros aprendizajes en el camino espiritual: es más fácil darle a Dios algo que no me afecta mucho, algo que no soy yo, con tal de no tener que entregarme a mí mismo, a mi propia voluntad. Pero esto es precisamente lo que quiere Dios: a nosotros mismos, a todo nuestro ser.
Ésta fue la manera cómo Jesús se mantuvo tan íntimamente unido al Padre: Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y concluir su obra (Juan 4,34). Hacer su voluntad era toda su vida, todo lo que le daba sentido.
Para nosotros no es tan difícil cumplir la voluntad de Dios, mientras ésta coincide más o menos con la nuestra, y cuando todo va bien. Pero cuando nos tocan contrariedades, nos preguntamos si éstas también son la voluntad de Dios. ¿Cómo puede un Dios bueno mandarnos cosas tan malas, como lo son enfermedades, la muerte de un ser querido, catástrofes naturales, especialmente cuando nosotros mismos somos las víctimas de ellas? Por no hablar de sufrimientos causados por el hombre, como guerras, hambrunas, genocidios, torturas, abusos de toda clase, esclavitud, y muchos más. Cuando la gente me pregunta acerca de esto, yo les contesto con otra pregunta: la muerte de Cristo ¿fue voluntad de sus enemigos, como Caifás y Pilato, o fue la voluntad de Dios? Jesús mismo nos da la respuesta cuando, la noche antes de su muerte, ora en el huerto: Padre, si es posible, que se aparte de mí esta copa. Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya (Mateo 26,39.42).
Aquí tocamos el misterio del libre albedrío que Dios les ha dado a los hombres. Dios es bueno, y todo lo creado por Él es bueno (Génesis 1). Pero, por un hombre penetró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte (Romanos 5,12). Los primeros 11 capítulos del libro Génesis describen los enredos, sufrimientos y catástrofes que la humanidad sufre a consecuencia del pecado, de su separación de Dios. En la misma carta a los Romanos, San Pablo describe cómo él experimenta esta situación: Sé que nada bueno hay en mí, es decir, en mis bajos instintos. El deseo de hacer el bien está a mi alcance, pero no el realizarlo. No hago el bien que quiero, sino que practico el mal que no quiero. Pero si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo ejecuta, sino el pecado que habita en mí (Romanos 7,18-20).
Si miramos nuestra voluntad, ésta siempre quiere ver el problema fuera de sí. Ya Adán echa la culpa a Eva, y ésta la echa a la serpiente (Génesis 3,12s). No quiere asumir responsabilidades. Además, nos encontramos con la voluntad de Dios, pero torcida, alterada y desfigurada por la del hombre. Por ejemplo, es la voluntad de Dios que todos tengan su alimento. Pero, por la voluntad del hombre, este alimento es acaparado por unos, dejando con hambre a otros. O es usado para excesos de comida, con las consecuencias de enfermedades e incluso una muerte prematura. Aquí podríamos mencionar también todos los vicios y atrocidades que se han cometido justificándolas con la religión. Ya Cristo lo dijo a sus discípulos: Los expulsarán de la sinagoga. Incluso más, llegará un tiempo en que el que los mate pensará que está dando culto a Dios (Juan 16,2).
Pero aquí se nos presenta un segundo aprendizaje: el problema no está fuera de nosotros, sino que se trata de nuestra actitud interior. Dios quiere que asumamos nuestra responsabilidad. La promesa de Dios no consiste en quitarnos nuestros sufrimientos, sino en ayudarnos a cambiar nuestra actitud hacia ellos. De eso se trata realmente en la santidad. En esta vida, las raíces de la felicidad están en nuestra actitud básica hacia la realidad (Thomas Keating). Aunque no parezca, en todo, por más desagradable y detestable que sea, en último término es Dios mismo quien nos sale al encuentro. Por eso, la pregunta no es si lo que experimentamos como contrario y hostil a nosotros es la voluntad de Dios, sino más bien, qué es lo que quiere Dios de nosotros dentro de esta situación. Con esto asumimos nuestra responsabilidad. Además, dejamos de lado lo que nos molesta, y dirigimos nuestra mirada directamente a Dios. Este es el contexto de la oración de bienvenida.
Jesús dedicó toda su vida a cumplir la voluntad del Padre. Nos volvió a relacionar con Dios y, así, afirmó nuestra bondad básica. No excluyó a nadie. En el perdón nos trajo la reintegración y la unidad. Ni siquiera su pasión y la cruz han podido evitar que cumpliera esta voluntad. Ante sus acusadores Jesús guarda silencio, porque no vale la pena discutir con gente que ya ha tomado una decisión. Y también respeta a sus enemigos. Ya colgado en la cruz, perdona a los que acaban de crucificarlo. Y promete el paraíso al que está crucificado con él. No excluye a nadie del amor de Dios.
Por su bautismo, donde se experimentó como el hijo amado, Jesús sabe que el Padre es fiel, que no lo abandona, y que lo ama más allá de la muerte. Por eso, incluso sintiéndose abandonado por Dios, no corta la relación sino que todavía se dirige a Él con las palabras del salmo 21. Jesús, quien parece ser el perdedor más trágico, se mantiene soberano en toda esta situación. No se deja afectar por lo que le rodea, sino que responde únicamente a la voluntad de Dios.
Esta respuesta ha sido tan transparente y radical que podemos decir con toda la razón: Realmente este hombre era Hijo de Dios (Marcos 15,39). Nadie ha visto jamás a Dios; el Hijo único, Dios, que estaba al lado del Padre, Él nos lo dio a conocer (Juan 1,18). A Dios nunca lo ha visto nadie; si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y el amor de Dios ha llegado a su plenitud en nosotros (1Juan 4,12).