Un santo de rodillas ve más lejos que un filósofo de puntillas. (Corrie ten Boom)

24.8.16

Todos somos uno en Cristo


A veces se cree que la gente que practica algún tipo de meditación o, como nosotros, la oración centrante, se ocupa solamente de sí misma, haciendo introspección. Se piensa que estamos interesados en salvar solamente nuestras almas, sin ocuparnos de los demás.
Sin embargo, esto sería una aberración. Es verdad, en el momento de meditar o hacer oración centrante - y aquí hablo exclusivamente de las prácticas cristianas, porque no conozco lo suficiente las otras tradiciones religiosas - nos desentendemos por un breve tiempo del mundo que nos rodea. Pero no lo hacemos para estar tranquilos y solos con nosotros mismos. Nos relacionamos con Dios, el fondo de nuestro ser, y de todos los seres.
Sabemos por experiencia que esta forma de oración es, por una parte, muy sencilla: en silencio, mantenemos la intención de consentir a la presencia y acción de Dios en nosotros. Por otra parte, no es nada fácil: uno logra conseguir la tranquilidad exterior. Pero justamente entonces se asoman los ruidos interiores: pensamientos, sensaciones, emociones, recuerdos, planes, preocupaciones y diálogos interiores; un sin fin de cosas que quieren impedirnos estar tranquilos y a solas con Dios. En la oración centrante no rechazamos nada de lo que se asoma en nuestro interior. Pero tampoco le hacemos caso. Esto no es fácil cuando algo llama fuertemente nuestra atención. Pero, al no reprimirlo al subconsciente - donde volvería a hacer de las suyas - y al aceptar su existencia, pero sin atenderlo, se esfuma poco a poco. Los monjes antiguos comparaban estos pensamientos con vicios nacientes, como si fueran niños recién nacidos: cuando no los atiendes, se mueren.
De esta manera, le damos espacio a Dios para que haga su obra en nosotros: cuanto más nos desentendemos de las tendencias de nuestro ego, tanto más Él nos va transformando a su imagen y semejanza, para que seamos estos hombres y mujeres que Él tenía pensado desde la eternidad, y que comenzó a crear en el momento de nuestra concepción. A veces comparo esta actividad con un niño que recibe un corte de pelo: si se mueve mucho y mira por todos lados, el corte sale muy feo. Pero si se queda sentado tranquilo, todo sale bien. Así nosotros, si nos quedamos tranquilos en la presencia de Dios, le damos mano libre para que haga su obra maestra con nosotros.
Todo esto es obra de Dios. Nuestra obra consiste en vaciarnos de nosotros mismos. Sabemos que esto es un combate de por vida. No luchamos contra algo, sino que mantenemos nuestros ojos fijos en el Señor, por encima de todo lo que quiere distraernos. Es allí donde podemos encontrarnos con los demás:
  • Al experimentar la gran misericordia de Dios para conmigo, y la paciencia que tiene con mi lentitud en este camino, puede nacer en mí la comprensión de que mi hermano está en las mismas. Nacen en mí comprensión, paciencia, y misericordia.
  • Nada es un logro de mi esfuerzo, sino que todo es gracia de Dios. Esto, en vez de llevarme al orgullo, me invita a ser humilde y agradecido. Sé que no puedo luchar con mis propias fuerzas; así que no puedo condenar al hermano, como el fariseo en el templo se refirió con desprecio al publicano (Lucas 18,9-14); al contrario, me inspira comprensión.
  • No puedo compararme con nadie. Se trata más bien de compartir y de complementar lo que le hace falta a cada uno.
  • No soy una isla; soy responsable de transmitirle a mi hermano el amor de Dios, igual como yo lo recibo a través de los hermanos. El amor, al compartirlo, crece.
En resumen: como indican las líneas entre un lado y otro del triángulo de la figura, cuanto más me acerco a Dios, tanto más cercana y fuerte se hace la relación con mi hermano. Y descubrimos que ambos estamos bebiendo de la misma fuente que es Cristo. El tiempo que paso a solas con Dios no es tiempo perdido; es tan necesario como el tiempo que pasa un carro fuera de circulación para reponer combustible. Si no lo hace, no puede seguir haciendo ningún servicio. Hay un cuento muy bello - y recomiendo leerlo - que habla de esto mismo: La Ciudad de los Pozos, por el Abad Mamerto Menapace OSB.
El hecho de que Dios está en lo más profundo de nuestro ser, nos trae una buena noticia: entre hermanos de posiciones diferentes siempre hay un punto de encuentro; no se trata de un arreglo entre dos que están en el mismo nivel, sino de tomar como punto de referencia a Dios en nosotros. En Él siempre somos uno, y podemos lograr la unión.
Este punto de referencia, la presencia de Dios en cada uno de nosotros, es lo que vale. Sabemos que esto es un ideal que no se logra siempre. Pero me da la buena noticia de que nadie puede obligarme a someterme a sus criterios puramente humanos e intereses egoístas.
A la vez, me da la capacidad de perdonar al otro aunque éste, en vez de pedirme perdón, se empeña en perseguir sus intereses sin importarle el daño que me pueda hacer. Perdónales porque no saben lo que hacen, dijo Cristo desde la cruz (Lucas 23,34). Aunque el otro esté inconsciente del por qué hace las cosas, yo, por mi relación con Dios, estoy más cerca de mi hermano de lo que él se imagina. Por eso sé lo que le pasa, y puedo estar dispuesto a perdonar.

9.8.16

Luz de Cristo


Las celebraciones litúrgicas del triduo pascual, y más aun las de la vigilia pascual, son sumamente densas. Por eso vale la pena reflexionar sobre algunos aspectos y ritos en un momento aparte. Aquí voy a ahondar solamente en el comienzo de la vigilia pascual: la liturgia de la luz. Yo soy la luz del mundo, quien me siga no caminará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida (Juan 8,12).
Cuando entramos en procesión en la iglesia, sólo el cirio pascual está encendido. Si nos quedáramos solamente admirando este cirio, no cambiaría el ambiente oscuro.
Por eso pasamos esta luz de uno a otro, la luz que viene del cirio pascual, que simboliza a Cristo. El mismo Dios que mandó a la luz brillar en las tinieblas, es el que hizo brillar su luz en nuestros corazones para que en nosotros se irradie la gloria de Dios, como brilla en el rostro de Cristo (2Corintios 4,6). Conviene tener presentes algunos aspectos de lo que hacemos espontáneamente y, por lo tanto, sin pensar en qué nos enseña su significado:
La luz de una sola vela no ilumina mucho, pero es algo. Sin embargo, si todos encendemos nuestra vela, el ambiente se aclara bastante, y nos vemos las caras; incluso se puede leer:
Todos somos vasos de barro, pero en ellos llevamos un gran tesoro (2Corintios 4,7): la vida que Dios nos ha dado, simbolizada en nuestra pequeña vela. Si la encendemos en Cristo, ilumina nuestro alrededor. Todos estamos invitados a iluminar nuestra vida con la luz de Cristo. Lo que ilumina no es la vela - que somos nosotros - sino la luz encendida en la vela - que es Cristo. Tener eso claro, nos protege de la vanagloria que quiere hacernos creer que nosotros somos grandes luces.
Antes que ser maestros, estamos llamados a ser testigos. No apuntamos con el dedo al cirio pascual, hablando de él. Hablamos de lo que hemos visto y oído, de las obras grandes que Dios ha hecho en nosotros. Le permitimos a Dios que haga algo en nosotros. Le decimos que se haga SU voluntad en nosotros. Déjate quemar si quieres alumbrar, dicen las letras de una canción.
No puedo pasarle la luz a otro, si mi vela no está encendida:
Mientras no tenemos encendida en nosotros la luz de Cristo, somos como un televisor apagado: pura pantalla que no transmite nada.
No importa si la persona que me pasa la luz tiene una vela grande o pequeña, derecha o torcida, blanca o de color, limpia o sucia. Lo que importa es la luz de Cristo:
Fácilmente descalificamos a las personas que nos anuncian el evangelio - desde el Papa, pasando por los obispos y sacerdotes, y terminado con la vecina que nos cae mal. De esta manera nos cerramos a recibir el tesoro que llevan dentro, que es la vida de Cristo. Para recibirla, necesitamos humildad.
Si, por una brisa o un descuido, a mi vecino se le apaga su luz, simplemente se la paso de nuevo:
Nos recuerda el perdón y la reconciliación. Son el distintivo de los cristianos. No pierdo nada al pasar la luz de mi vela a la de otro; es la luz de Cristo. Si no la paso, igual mi vela se consume. La cuestión no es si mi vela se consume o no; la cuestión es si, cuando se haya consumido, quedará luz en el ambiente. ¿Cómo quiero dejar el mundo cuando me muera? ¿En más tinieblas, o con más luz? Lo importante no soy yo, sino la luz de Cristo.
Toda esta procesión, con la transmisión de la luz, se hace en silencio. Lo único que se oye es el triple anuncio del ministro: ¡LUZ DE CRISTO! Son pocas palabras, pero de suma importancia. No hay que hablar mucho; lo que necesitamos es la acción del compartir. Así nos hacemos iglesia. Al compartir la Palabra, nos desgastamos. Pero la Palabra es eterna. Uno siembra, otro cosecha; como nosotros cosechamos con cantos lo que otros han sembrado con lágrimas (Salmo 125,5).
Más tarde, en esta misma noche, se bautizan los catecúmenos. En la iglesia antigua se llamaba el bautismo iluminación. Lamentablemente, hoy en día, cuando este sacramento es para muchos solamente una celebración más, sin conocer su significado, ya no entendemos por qué se lo consideraba así. Por el bautismo participamos en la muerte y resurrección de Cristo. Nos hacemos muertos al pecado, para vivir con Cristo. Eso no es fácil; lo sabemos por experiencia. Pero, al aceptar el sufrimiento, al dejar atrás el pecado, los vicios y malas costumbres, nos damos cuenta de que la nueva vida que encontramos tiene sentido, es mucho más bella que la anterior; vamos descubriendo nuestra verdadera identidad, y recibimos fuerza para resistir un ambiente hostil. Es como ver qué hay al otro lado de la muerte. A esto apuntaban nuestros padres en la fe cuando hablaban de iluminación. No tiene nada que ver con más conocimientos o conocimientos secretos. Es una experiencia que nos hace más sabios y comprensivos. La experiencia del poder de Dios en nuestra debilidad.