Pintura: Polykarp Ühlein OSB |
Algunos dicen que Dios nos habla en la biblia. Correcto. Pero eso,
por sí solo, encierra el peligro de que tomamos la biblia como
cualquier otro libro; si por alguna razón no nos convence más,
perdemos la fe. Otros dicen que Dios nos habla en el prójimo: el
pobre, el hermano, la autoridad. Pero cuando éstos nos caen mal o
nos maltratan, también tenemos una crisis de fe. Además, ¿cómo sé
que una persona determinada me habla de parte de Dios, y otra no?
Allí vemos que, en el fondo, hay una instancia dentro de nosotros
mismos que nos indica a quién darle crédito. Se puede llamar
“consciencia”. Pero también ésta puede ser bien formada o
deformada. Debemos ir más allá todavía.
Quisiera contar aquí con detalle una experiencia mía que puede
explicarnos este proceso. Estoy consciente de que es una experiencia
muy personal; cada uno tiene la suya propia, quizá muy diferente.
Pero, en un segundo momento, analizaré esta experiencia mía, para
ver la estructura básica de cómo Dios se nos puede manifestar. En
este sentido – así lo espero – mi experiencia podrá ayudar a
algunos a acercarse más a Dios, para poner su confianza en Él.
Eran los últimos meses del año 1970. Era la época después del
Concilio Vaticano II, una época de muchos cambios, y de mucha
inseguridad. Muchos religiosos y sacerdotes entraban en crisis, y
colgaban los hábitos. Yo me sentía seguro, creía no estar en
crisis. En eso, durante un viaje algo largo en tren, cuando uno ve
pasar el paisaje sin mirar nada en particular, se me ocurrió
orar. Al pensar en qué rezar, se me ocurrió el verso “Padre,
en tus manos encomiendo mi espíritu” (Salmo 31 (30),5; Lucas
23,46). Así que comencé a repetir, Padre, en tus manos enc… ah,
¡NO! Y comenzó algo como un diálogo interior. Si yo me pongo en
sus manos, ¡quién sabe lo que hará conmigo! Eres monje de votos
perpetuos, además sacerdote; ¿por qué no te entregas? Y, ¿para
qué volver a entregarme si ya lo hice el día de mis votos? Bien,
si ya te entregaste, ¿por qué no lo confirmas de nuevo? Y,
¿para qué repetirlo? ¿A qué tienes miedo? – Y así por
el estilo; pasé por una lucha interior que duró un buen rato. Al
fin, cedí a esos “pensamientos”, y me puse a repetir
aquel verso de todo corazón. Comencé a sentirme bien y en paz.
Pocas horas más tarde, ya de regreso, pasó lo que menos me había
esperado.
Sin que yo hubiera sospechado nada, se habían cocinado unas
calumnias contra mí y, como el superior no dio crédito a mi
defensa, fui sometido a una medida drástica. Fue una de estas cosas
que, en aquella época, llevaba a muchos a abandonar el ministerio, y
así me lo aconsejaban también a mí varias personas “bien
intencionadas”.
Por supuesto, esta posibilidad pasó por mi mente. Pero, a la vez,
sabía que el Señor ¡me había tomado en serio! Por eso, nunca he
considerado seriamente abandonar el ministerio sacerdotal ni la vida
monástica. No me quedé como resultado de una larga reflexión, o de
haber tomado una decisión. No, la decisión de quedarme ya estaba
tomada. El Señor ya me había preparado para esta experiencia
dolorosa, cuando yo todavía no había sospechado nada. Él se me
había adelantado.
Es una vivencia muy personal y, por supuesto, cada uno tendrá la
suya propia, quizá muy diferente, según las circunstancias. Pero
quisiera analizarla para ver la estructura básica de un encuentro
con Dios. Más arriba he puesto este diálogo interior en dos letras
distintas, normales y cursivas. Quiero expresar de esta manera
que, si bien estos pensamientos fueron míos, sin embargo, no tenían
el mismo origen. Unos eran pensamientos míos, de mi ego. Los que
están en letra cursiva provenían de otra fuente que, aunque
estaba dentro de mí, no tenía su origen en mí. Venían de otra
parte o, como diría, de EL OTRO. De alguien distinto a mí,
independiente, cuyos “pensamientos no eran mis pensamientos”
(Isaías 55,8). Era alguien diferente que me invitaba, me desafiaba
y, como vi después, me quería preparar para algo que Él ya sabía.
A este OTRO lo llamamos DIOS y, por la confianza que Él nos
inspira, PADRE. Es el Dios
presente en lo más íntimo de nosotros, el Espíritu Santo.
No es un dios cualquiera, encargado de apoyarme en mis planes, de
justificar mi manera de actuar. Un dios que, al fin y al cabo, sería
un producto de mi fantasía, de mis deseos. No, yo me encontré con
el mismo Dios que había llamado a Abrahán a salir de su vida
acostumbrada, para darle confianza a Él, para dejarse guiar por Él.
Es de suma importancia tener eso claro: Dios, si bien se rebaja a
encontrarse conmigo en donde estoy yo, no se queda allí, en mi
nivel, sino que me saca de allí, para llevarme a SU nivel.
Además, es pura iniciativa y acción de Dios. Yo no tengo mérito en
eso. Sólo puedo consentir. Por eso no hay lugar para el orgullo. Al
contrario, descubro la responsabilidad de ser para los demás
instrumento de encuentro con Dios. El encuentro con Dios lleva al
encuentro con el hermano; la contemplación desemboca en una misión.
Hay otro aspecto importante:
aunque este encuentro con Dios puede ser el inicio de un camino
nuevo, nunca nos permite seguir el camino espiritual por inercia.
Porque Dios es, y sigue siendo siempre, EL
OTRO;
siempre se nos revela con facetas nuevas. De ahí que no podemos
hacernos ninguna imagen de Él. No es que Él cambie; somos nosotros
los que crecemos siempre más profundamente en esta relación. Por
eso, en el camino con Él, siempre
seremos principiantes;
no podemos llamarnos nunca “maestros” (Mateo 23,8). Todos somos
hermanos, compañeros de camino, que formamos “el grupo de los
creyentes” (Hechos 2,44).