Un santo de rodillas ve más lejos que un filósofo de puntillas. (Corrie ten Boom)

24.10.10

Todos los Santos

Próximamente celebraremos la solemnidad de Todos los Santos. Para muchos, la veneración de los santos es problemática. Los no-católicos nos acusan de “adorar” a los santos, cuando la adoración puede dirigirse solamente a Dios. Y los católicos, a veces, exageramos en nuestro culto de ellos, perdiendo la perspectiva correcta.
Pero preguntémonos, ¿qué es un Santo? Es, en primer término, una persona como tú y yo, una persona que, en algún momento de su vida, sintió el llamado de seguir más radicalmente la voluntad del Señor. Para algunos fue un camino largo y espinoso; otros, después de una vida de vicios o fanatismo, experimentaron una conversión. Otros murieron santos, siendo aún muy jóvenes. Pero su característica más importante es que son un reflejo de la gloria y el poder de Dios. Como cantamos en el prefacio de los mártires, “pues en su martirio, Señor, has sacado fuerza de lo débil, haciendo de la fragilidad tu propio testimonio”. Es precisamente cuando el hombre asume su debilidad humana que Dios puede manifestarse poderosamente.
Sobre esta base hay, entonces, los demás rasgos que veneramos en los santos, como dice el prefacio de los Santos Pastores: “…fortaleciendo a tu iglesia con el ejemplo de su vida, instruyéndola con su palabra, y protegiéndola con su intercesión”. Los santos, no lo son solamente para admirarlos, como diciendo “bueno… ellos son Santos; pero yo, ¿qué puedo hacer?” Y con eso nos lavamos las manos, y seguimos en nuestra rutina, nuestra irresponsabilidad, nuestra flojera espiritual y nuestra inconsciencia. Por supuesto, no se trata de imitar a los santos al pie de la letra; la presencia de Dios se manifestó en ellos en un lugar y en unas circunstancias históricas muy precisas. Estas circunstancias pueden ser diferentes hoy en día, y necesitan otra forma de respuesta. En este sentido, los santos siempre son una palabra viviente de Dios a un ambiente y a una época determinada. Por eso, “nos estimulan con su ejemplo en el camino de la vida”, como cantamos en el prefacio de los santos. Nos invitan a seguir, como ellos, el llamado del Señor. Sólo así, la iglesia se manifiesta viva por el poder de Dios.
Cuando estemos dispuestos a seguir su ejemplo, entonces podemos recurrir a ellos también como intercesores. No vale pedirles a los santos muchos favores, mientras nosotros nos quedamos con los brazos cruzados, sin hacer nada. Recordemos qué hizo Jesús cuando los discípulos le pedían comprar pan: “denles Ustedes de comer”. Cuando comencemos a hacer lo imposible, experimentaremos el poder de Dios.
¿De dónde viene la veneración a los santos? Ya comienza en el Nuevo Testamento. Isabel dice a María: “Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor, se cumplirá”. Es la fe de María la que la hace digna de admiración. Y ella misma contesta con el cántico que Lucas pone en boca de ella: “…desde ahora me felicitarán todas las generaciones”, no porque ella fuera como una semi-diosa. ¡No! La felicitarán, “porque el Señor ha hecho obras grandes en mí”, su humilde esclava. Como dice el teólogo Franz Mussner, si estas palabras hubieran sido ofensivas o extrañas a los lectores de su evangelio, Lucas no las hubiera incluido. El hecho de que los incluyó es prueba de que, ya en aquella época temprana, se recordó con admiración a esta mujer que, por haberse entregado al Señor como su “esclava”, fue la persona en quien Dios manifestó su gloria, viniendo al mundo a través de ella.
En los siglos siguientes, se tuvo mucha veneración por los mártires. Se celebraba la eucaristía sobre su tumba, haciendo ver de esta manera, que la entrega de la vida en el martirio, está íntimamente ligada a la eucaristía donde Jesús se nos da a nosotros como alimento. Por eso también se han venerado siempre las reliquias de los mártires, y más tarde de los demás santos.
Hay muchos santos que “nos instruyen con su palabra”, como dice el prefacio. Algunos han dejado escritos muy profundos, otros, pocas palabras. Todos nos animan a seguir a Jesús, a permitir que Dios actúe en nosotros y, de esta manera, se siga manifestando en el mundo.

22.10.10

María, la Esclava del Señor

Pintado detrás de vidrio
por: Ulrike Brunner
München, Alemania
Dijo María: "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra" (Lucas 1,38).
Escuchamos este texto con tanta frecuencia que muchas veces no nos damos cuenta del alcance de su significado. “Esclava” es una palabra muy fuerte; en la palabra griega (“dule”) del texto original se percibe que esta persona está “atada” a alguien. No es libre en sus movimientos ni en sus decisiones. En el mundo antiguo, los esclavos no tenían lo que hoy llamaríamos derechos humanos. En Israel fue la ley de Moisés que comenzó a aliviar algunas situaciones de ellos. Pero su situación seguía siendo muy precaria. Eran la propiedad de sus señores: “No ambiciones la casa de tu prójimo, ni su campo, ni su esclavo, ni su esclava, ni su buey, ni su asno, ni nada que le pertenezca” (Deuteronomio 5,21). Se enumera al esclavo y a la esclava junto con las demás pertenencias del dueño, cosas y animales.
Ahora bien, si María se llama “esclava del Señor”, ¿dónde queda su libertad? ¿Acaso Dios quiere nuestra esclavitud? De hecho, no faltaban teólogos que interpretaban este texto como apoyo al poder patriarcal-machista sobre las mujeres sometidas.
Sin embargo, estas preguntas provienen de una lectura fuera de contexto, y de una imagen equivocada de Dios y de nosotros mismos.
Fuera de contexto, porque se nos olvida quién es este Dios que se dirige a María, y cómo la trata. Es el Dios de Israel que siempre se ha preocupado por el pobre, el Dios que hace “obras grandes” en nosotros, como diría María más tarde en el himno del Magníficat (Lucas 1,46-55).
Es el Dios que la llama “llena de gracia”, que no sólo está, sino que ES con ella; es la presencia de Dios en nosotros. Es un Dios que ama a su creatura infinitamente, la crea “a su imagen y semejanza”, y por eso quiere lo mejor para ella. Es un Dios que nos saca de la modorra de lo acostumbrado de nuestras propias creaciones limitadas, para que podamos dejarnos crear por Él.
En cuanto a la imagen equivocada de nosotros mismos, cabe preguntar en qué consiste la libertad. Creemos que somos libres, para hacer lo que se nos ocurra. Y nos olvidamos de que, la mayor parte de nuestra vida, vivimos “en piloto automático”. Respondemos a nuestras necesidades instintivas, como son el afán de seguridad, de “ser alguien”, de estar en control. Y, muchas veces sin darnos cuenta, estamos presos del miedo a perder algo que consideramos nuestro, del “¿qué dirán?”, de perder el control sobre los demás o de una situación, de quedarnos sin apoyo.
La pregunta, entonces, no es si somos esclavos o no; porque siempre servimos a alguien o algo. La pregunta correcta es, de quién somos esclavos. ¿De nuestros miedos o de Dios? En el himno del Benedictus (Lucas 1,74-75) se dice que “libres de temor, arrancados de la mano de los enemigos, le sirvamos (a Dios) en santidad y justicia”. Es cuando dejamos ir todas estas preocupaciones, cuando superamos el miedo, entonces es cuando podemos servir a Dios y al prójimo.
De esta manera, el hacerse esclavos del Señor, en realidad, es la superación de la esclavitud; porque nos arranca de las ataduras a intereses ajenos, y nos permite dejar que Dios actúe en nuestras vidas para hacer las maravillas que sólo Él sabe hacer, para que lleguemos a ser lo que Él quiere que seamos; sólo eso nos da felicidad.
Por eso, Isabel llama “dichosa” a María porque “ha creído”, ha dado crédito a la palabra de Dios. Y María, más tarde, puede decir que “todas las generaciones la felicitarán”; no porque ella sea famosa, rica o poderosa, sino “porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí”.
Si hoy en día estamos tan interesados en conquistar nuestra “libertad”, ¿nos damos cuenta de que, muchas veces, sólo nos hacemos más esclavos de los poderes que nos rodean y manipulan? Por supuesto, la libertad auténtica lleva consigo el sufrimiento, el asumir las consecuencias de nuestras decisiones. Pero, ¿quién ha dicho que los esclavos no sufren? ¿Cuánta gente “libre” está deprimida y va al siquiatra – ¡que las llena de pastillas!? Pero el deseo de la auténtica libertad no se puede amordazar con drogas. La única respuesta a este deseo es la entrega en las manos del Señor. “En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu; tú, el Dios leal, me librarás” (Salmo 3,5).

5.10.10

El Origen del Rosario

Efrén el Sirio († 373), Padre de la Iglesia, es el primero quien, dentro de una oración más extensa, junta los dos textos de Lucas sobre la Virgen: “Dios te salve María, llena de gracia, el Señor es contigo” (la anunciación del Ángel a María), y “bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre” (el saludo de Isabel).
Entre los monjes orientales de los siglos VI y VII, como entre los monjes occidentales de los siglos VI al XI era muy común la repetición meditativa de breves oraciones, tomadas muchas veces de versos bíblicos. También los comienzos del rosario se remontan a invocaciones de la Virgen durante la temprana edad media. Desde el principio se los combinaba con misterios de la fe y con textos bíblicos, por ejemplo en analogía a los 150 salmos. De allí el nombre alterno por “Rosario”: el “Salterio”. Por la repetición periódica del Padre Nuestro, este salterio recibió también el nombre de “Pater Noster” – Padre Nuestro.
En la abadía de Cluny, en el siglo XI, los monjes rezaban en ciertas circunstancias en vez de los salmos la misma cantidad de Padrenuestros. En el mismo siglo XI, en el testamento de una señora de la nobleza inglesa se menciona por primera vez en la iglesia occidental “una cuerda con piedras preciosas para contar exactamente sus oraciones”. En el siglo XII hubo la difusión de “oraciones supletorias”, normalmente cuentas de padrenuestros, para que también los hermanos legos que no sabían leer, tuvieran su oficio litúrgico.
En un manuscrito antiguo del siglo XIII, bien documentado, hay una colección de 25 leyendas marianas. En una de estas leyendas se cuenta que un devoto a la Virgen acostumbraba confeccionar una corona de rosas y adornar con ella una estatua de la Virgen. Un buen día, en una aparición se le enseña que hay otra “corona de rosas” que alegra más a la Virgen: la repetición de 50 Ave María. Estas oraciones, en la mano de la Madre de Dios, se convierten en rosas, con las cuales ella misma se hace su corona de rosas (=rosario) más bello.
En 1261, el Papa Urbano IV mandó añadir al Ave María, que hasta entonces sólo consistía en las dos citas bíblicas de Lucas, las palabras “Jesucristo. Amén”.
Las dos grandes órdenes de mendicantes, los dominicos y los franciscanos, rezaban desde sus inicios con frecuencia, el Ave María.
En Adviento de 1409 nació en una cartuja de Tréveris la forma del rosario como la conocemos hoy en día. Se debe al prior Adolf von Essen y su novicio. Éste “inventó” el rosario, añadiendo a cada Ave María, después del nombre de Jesús, una “cláusula” que dice lo que Cristo hizo o enseñó. De esta manera, propuso 50 cláusulas, todas tomadas del Evangelio. Así se rezaba el rosario en otras cartujas y monasterios benedictinos. Fue Adolf von Essen quien sistematizó el rosario, reduciéndolo a 15 misterios, y propagándolo en esta forma.
La petición final del Ave María se encuentra por primera vez en Bernardino de Siena (1380-1444), franciscano, y Antonio de Florencia (1389-1459), dominico. A partir de 1470, las muchas cofradías del Rosario contribuyeron a la difusión de esta forma del Ave María. El dominico bretón Alanus (1428-1475) difundió, además, otra forma del rosario, con 150 cláusulas. Propagó también la leyenda según la cual la Virgen entregó a Santo Domingo el rosario, una leyenda confirmada por el Papa León X en varias bulas. Por eso, se atribuye la difusión de la devoción del rosario a la orden dominica.
Jakob Sprenger (1435-1495), prior del monasterio dominico en Colonia, en 1475, fija el rosario en su forma más acostumbrada: al comienzo la cruz del credo, seguido por una cuenta de Padrenuestro y tres de Avemaría. Sigue la corona de cinco veces 10 Avemaría, con una cuenta de Padrenuestro por delante.
En 1568, el Papa Pío V incluye la salutación angélica, en su forma hoy conocida, en el breviario romano. El 17 de septiembre de 1569 fija en un documento el texto definitivo de esta oración. Con eso se convierte en la forma oficial del Ave María.
El 16 de octubre de 2002, el Papa Juan Pablo II introduce en el rosario los “misterios luminosos“.
Fuente (en alemán): http://www.helmut-zenz.de/rosenkranz.html

La Lectio Divina con un Corazón Abierto

Asimilamos cualquier información con los lentes de los esquemas mentales de nuestra cultura, nuestros intereses personales, prejuicios e ideas preconcebidas. Por eso, en la Palabra de Dios hay que distinguir el mensaje que Dios quiere transmitir, y lo que el hombre es capaz de entender. No es por nada que Dios comenzó a revelarse casi dos milenios antes de Cristo. Como dice San Pablo, “en tiempos antiguos Dios habló a nuestros antepasados muchas veces y de muchas maneras por medio de los profetas. Ahora, en estos tiempos últimos, nos ha hablado por su Hijo” (Heb 1,1-2). La humanidad no era capaz de entender la plena revelación de Dios de una sola vez. Y aún después de tanto tiempo, cuando Dios se reveló en Cristo, la mayoría no lo aceptó, y lo crucificó.
Todavía hoy tenemos esta tendencia de ver en la Escritura cosas que Dios no ha dicho. Leemos el mensaje fuera de su contexto, y se convierte para nosotros en pretexto. No se trata de leer la Palabra “desde el pobre” (con el bolsillo vacío – pero el corazón lleno de envidia, hasta tal punto que algunos quieren “descrucificar” al pobre), o “desde la mujer” (que, en vez de aceptar su dignidad que proviene de su condición de hija amada de Dios, trata de conquistar “los privilegios” del hombre desde su baja autoestima). ¡No! Se trata de acercarse a la Palabra de Dios desde un corazón humilde, vacío de sí mismo – como alguien dijo de la Virgen: “Vacía de sí misma, llena de Cristo”. Sólo así podemos entender y recibir la plenitud de la revelación de Dios en Cristo. Por algo dice San Pablo que la cruz “es un escándalo, y una locura” (1Cor 1,22-24). No cabe en nuestros esquemas mentales. La parábola del sembrador (Mc 4,1-20) es importante en este contexto.
Por eso, cuando en la lectio nos sentimos turbados, incómodos o cuestionados, es buena señal. El mensaje de Dios nunca puede ser un invento humano. “Así como el cielo está por encima de la tierra, así también mis ideas y mi manera de actuar están por encima de las de ustedes” (Isaías 55,9). Pero tenemos también un consuelo: cuando el hombre se turba, se asusta, Dios le dice “no temas”. Nuestro Dios es un Dios que inspira confianza, que nos saca de nuestra rutina, y nos atrae siempre más hacia sí. La lectio divina es una práctica muy importante en este proceso de desmantelar nuestro egoísmo, y de permitirle a Dios que se manifieste en nosotros.