Un santo de rodillas ve más lejos que un filósofo de puntillas. (Corrie ten Boom)

19.5.13

Dios Nos Habla. Pero, ¿Cómo?


Pintura: Polykarp Ühlein OSB
Jesús subió al cielo; ya había preparado a sus discípulos diciendo que “es bueno que yo me vaya”. Sin embargo, a la vez les dijo que estaría con ellos hasta el fin del mundo. Nos envió su Espíritu, que nos enseñaría todo. Suena bello y consolador. Pero, ¿cómo percibimos hoy la voz del Espíritu?
Algunos dicen que Dios nos habla en la biblia. Correcto. Pero eso, por sí solo, encierra el peligro de que tomamos la biblia como cualquier otro libro; si por alguna razón no nos convence más, perdemos la fe. Otros dicen que Dios nos habla en el prójimo: el pobre, el hermano, la autoridad. Pero cuando éstos nos caen mal o nos maltratan, también tenemos una crisis de fe. Además, ¿cómo sé que una persona determinada me habla de parte de Dios, y otra no? Allí vemos que, en el fondo, hay una instancia dentro de nosotros mismos que nos indica a quién darle crédito. Se puede llamar “consciencia”. Pero también ésta puede ser bien formada o deformada. Debemos ir más allá todavía.
Quisiera contar aquí con detalle una experiencia mía que puede explicarnos este proceso. Estoy consciente de que es una experiencia muy personal; cada uno tiene la suya propia, quizá muy diferente. Pero, en un segundo momento, analizaré esta experiencia mía, para ver la estructura básica de cómo Dios se nos puede manifestar. En este sentido – así lo espero – mi experiencia podrá ayudar a algunos a acercarse más a Dios, para poner su confianza en Él.
Eran los últimos meses del año 1970. Era la época después del Concilio Vaticano II, una época de muchos cambios, y de mucha inseguridad. Muchos religiosos y sacerdotes entraban en crisis, y colgaban los hábitos. Yo me sentía seguro, creía no estar en crisis. En eso, durante un viaje algo largo en tren, cuando uno ve pasar el paisaje sin mirar nada en particular, se me ocurrió orar. Al pensar en qué rezar, se me ocurrió el verso “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Salmo 31 (30),5; Lucas 23,46). Así que comencé a repetir, Padre, en tus manos enc… ah, ¡NO! Y comenzó algo como un diálogo interior. Si yo me pongo en sus manos, ¡quién sabe lo que hará conmigo! Eres monje de votos perpetuos, además sacerdote; ¿por qué no te entregas? Y, ¿para qué volver a entregarme si ya lo hice el día de mis votos? Bien, si ya te entregaste, ¿por qué no lo confirmas de nuevo? Y, ¿para qué repetirlo? ¿A qué tienes miedo? – Y así por el estilo; pasé por una lucha interior que duró un buen rato. Al fin, cedí a esos “pensamientos”, y me puse a repetir aquel verso de todo corazón. Comencé a sentirme bien y en paz. Pocas horas más tarde, ya de regreso, pasó lo que menos me había esperado.
Sin que yo hubiera sospechado nada, se habían cocinado unas calumnias contra mí y, como el superior no dio crédito a mi defensa, fui sometido a una medida drástica. Fue una de estas cosas que, en aquella época, llevaba a muchos a abandonar el ministerio, y así me lo aconsejaban también a mí varias personas “bien intencionadas”.
Por supuesto, esta posibilidad pasó por mi mente. Pero, a la vez, sabía que el Señor ¡me había tomado en serio! Por eso, nunca he considerado seriamente abandonar el ministerio sacerdotal ni la vida monástica. No me quedé como resultado de una larga reflexión, o de haber tomado una decisión. No, la decisión de quedarme ya estaba tomada. El Señor ya me había preparado para esta experiencia dolorosa, cuando yo todavía no había sospechado nada. Él se me había adelantado.
Es una vivencia muy personal y, por supuesto, cada uno tendrá la suya propia, quizá muy diferente, según las circunstancias. Pero quisiera analizarla para ver la estructura básica de un encuentro con Dios. Más arriba he puesto este diálogo interior en dos letras distintas, normales y cursivas. Quiero expresar de esta manera que, si bien estos pensamientos fueron míos, sin embargo, no tenían el mismo origen. Unos eran pensamientos míos, de mi ego. Los que están en letra cursiva provenían de otra fuente que, aunque estaba dentro de mí, no tenía su origen en mí. Venían de otra parte o, como diría, de EL OTRO. De alguien distinto a mí, independiente, cuyos “pensamientos no eran mis pensamientos” (Isaías 55,8). Era alguien diferente que me invitaba, me desafiaba y, como vi después, me quería preparar para algo que Él ya sabía. A este OTRO lo llamamos DIOS y, por la confianza que Él nos inspira, PADRE. Es el Dios presente en lo más íntimo de nosotros, el Espíritu Santo.
No es un dios cualquiera, encargado de apoyarme en mis planes, de justificar mi manera de actuar. Un dios que, al fin y al cabo, sería un producto de mi fantasía, de mis deseos. No, yo me encontré con el mismo Dios que había llamado a Abrahán a salir de su vida acostumbrada, para darle confianza a Él, para dejarse guiar por Él. Es de suma importancia tener eso claro: Dios, si bien se rebaja a encontrarse conmigo en donde estoy yo, no se queda allí, en mi nivel, sino que me saca de allí, para llevarme a SU nivel.
Además, es pura iniciativa y acción de Dios. Yo no tengo mérito en eso. Sólo puedo consentir. Por eso no hay lugar para el orgullo. Al contrario, descubro la responsabilidad de ser para los demás instrumento de encuentro con Dios. El encuentro con Dios lleva al encuentro con el hermano; la contemplación desemboca en una misión.
Hay otro aspecto importante: aunque este encuentro con Dios puede ser el inicio de un camino nuevo, nunca nos permite seguir el camino espiritual por inercia. Porque Dios es, y sigue siendo siempre, EL OTRO; siempre se nos revela con facetas nuevas. De ahí que no podemos hacernos ninguna imagen de Él. No es que Él cambie; somos nosotros los que crecemos siempre más profundamente en esta relación. Por eso, en el camino con Él, siempre seremos principiantes; no podemos llamarnos nunca “maestros” (Mateo 23,8). Todos somos hermanos, compañeros de camino, que formamos “el grupo de los creyentes” (Hechos 2,44).

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