Alguna
vez en la vida, a todos se nos plantea la pregunta de quién es nuestro Dios, o
qué entendemos por “dios”. Pero antes de esta pregunta está la otra: ¿realmente
hay un dios?
Las
respuestas son muy variadas. La más fácil es decir que no hay dios. Aunque no
debemos olvidar que todos creemos en algo; por eso, el que no cree en Dios,
cree en cualquier cosa, como leí hace poco.
Sin
embargo, la mayoría sabe que hay algo más allá de nosotros. Lo llaman Ser Supremo,
Inteligencia Universal, Madre Gaia, o quizá simplemente El Destino. Sabemos que
hay algo en nuestra vida que parece impredecible y más fuerte que nosotros, algo
que nos rige; pero lo queremos controlar. Eso lleva en las religiones a ritos y
sacrificios, para aplacar a la Deidad, para hacer que nos sea favorable. Tal
religión tiene como actitud básica el miedo. Porque, si bien aceptamos que hay
un dios, la pregunta más importante es si este dios me ama o me castiga, incluso
cuando ni sé por qué.
Las
cosas cambian cuando Dios decide revelarse a Abrahán, y a establecer una
relación personal con los hombres. Se revela como un Dios que, por un lado, exige
la confianza absoluta del hombre, pero que, a la vez, se muestra digno de esta
confianza, y le da al hombre un futuro mucho mejor del que tiene y que puede
imaginarse. A partir de Abrahán, Dios le dice al hombre una y otra vez “¡no
temas!” Es lo primero que le dice al hombre cuando se le manifiesta, casi como
un saludo. Ya el hombre no tiene necesidad de aplacar a Dios y ganarse su favor;
ahora es Dios quien sale al encuentro al hombre y lo “aplaca”, es decir, le
quita el miedo.
Sigue
revelándose más tarde a Moisés, como YHWH, el Dios presente, el Dios que se
interesa, ya no sólo por un individuo, sino por todo un pueblo que es su pueblo
elegido. El Dios que está al lado de su pueblo, y a su favor; los saca de la
esclavitud; durante la travesía por el desierto los educa en la confianza, y
los lleva a una tierra prometida.
En
la época del exilio se revela, además, como el único Dios; los demás dioses,
por más poderosos que puedan parecer, son apenas unos ídolos, hechuras humanas,
condenados a la impotencia y la desaparición. Y así, se asoma poco a poco la fe
de que Dios no es sólo Dios de un pueblo, sino de toda la humanidad.
Siglos
más tarde, Jesús lleva esta fe a sus últimas consecuencias: llama a este Dios “Padre”,
y le confía hasta más allá de la muerte. Hoy en día, algunas feministas quieren
ver a Dios también como “Madre”. Por supuesto, el que creó la maternidad y la
paternidad, es también madre. Pero aquí no hablamos de definiciones filosóficas,
sino de experiencias. Si Jesús llamó a Dios “Padre”, no creo que haya sido porque
se había criado en una sociedad patriarcal. La razón me parece más profunda: la
madre tiende a proteger al hijo, lo cuida, le evita los peligros. El padre más
bien reta al hijo a superarse, a ir más allá de los límites conocidos, a correr
riesgos. Invitar al hijo a “amar hasta el extremo”, hasta la muerte en una
cruz, es más de padre que de madre.
Para
saber si hay un dios, y cómo es este dios, me parece que hay una sola manera:
confiarle totalmente. Mientras nosotros tratamos de controlarlo, no habrá
manera de entrar en una relación con Él. Nos quedamos como uno que quiere
atrapar el aire con su puño: ¡con las manos vacías! Lo conoceremos únicamente cuando
dejemos el control, y pongamos toda nuestra confianza en Él. Será a partir de
ese momento que nuestra vida cambia, que descubriremos quiénes somos verdaderamente,
y cuál es nuestra misión en la vida, para qué hemos nacido. Y podremos esperar
con alegría el destino glorioso que nos espera.
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