En
todas las sociedades, la relación entre varón y mujer ha sido más que un asunto
privado entre los dos. Se intuye que de esta relación no depende sólo el
bienestar de un hombre y una mujer concretos, con sus hijos, sino también, de alguna
manera, el bien de toda la sociedad. No hace falta ser moralista para darse
cuenta de que, a lo largo de la historia, cuando fallaba esta relación, la
misma sociedad comenzaba a sufrir las consecuencias, hasta el extremo del derrumbe
y la desintegración de imperios enteros. Pensemos sólo en los daños sicológicos
de los niños maltratados, abusados, o de los que no conocen a uno o ambos de
sus padres.
Antes
de entrar en detalle, precisemos algunas diferencias:
- Una convivencia informal entre un hombre y una mujer (llamada unión libre o concubinato).
- El matrimonio formal, según los mandatos de una religión o de las leyes civiles de una sociedad.
- El sacramento del matrimonio, como lo conocemos en la iglesia católica.
A
la sociedad le interesa reglamentar de alguna manera esta convivencia, aunque
sea sólo por cuestiones legales y económicas. Eso es válido en tiempos modernos
donde nos encontramos con mucha gente que no tiene afiliación con ninguna religión,
o con religiones que no son cristianas.
Pero
la iglesia ve la relación entre un varón y una mujer mucho más profunda: como
imagen del amor que Dios tiene a su iglesia. Es un sacramento de la presencia y
acción de Dios en un ambiente claramente definido: el matrimonio. De allí que
el matrimonio contraído por la iglesia nunca podrá tratarse igual como otras uniones
o matrimonios, civiles o de otros credos.
La
presencia y acción de Dios se manifiestan concretamente en el hecho de la exclusividad: un solo hombre se une a
una sola mujer. De esta manera, uno facilita al otro la experiencia de que Dios
nos ama y atiende tanto como si fuéramos el único ser humano en el mundo. Esta
es una experiencia que necesitamos, y que no hemos recibido siempre de nuestros
padres: soy uno entre muchos, pero tengo mi identidad irrepetible. Recuerdo que
hace muchos años una pariente mía me dijo que no podía entender cómo Dios podía
ocuparse de cada uno de nosotros, de (entonces) seis millardos de seres humanos.
Semejante pensamiento tiene dos posibles consecuencias: o tengo que ganarme el
amor de Dios de alguna manera, y en detrimento de los demás, o me rindo de una
vez y me siento abandonado. En ambos casos el ego hará de las suyas. El matrimonio,
vivido como sacramento, es una escuela de crecer continuamente en este amor de
entrega y atención exclusiva.
Otra
faceta del sacramento del matrimonio es el de la fidelidad. Ésta, hoy en día, no está muy de moda. Pero facilita al
otro la experiencia de que Dios es fiel,
aunque nosotros seamos infieles (2Tim 2,13). Todos, en el fondo, tenemos
miedo a ser abandonados. La fidelidad en el matrimonio facilita la
reconciliación. Es la postura del padre del hijo pródigo. En los Encuentros
Conyugales siempre decía a los matrimonios que tenían derecho “a rehacer su
vida”, pero con la misma pareja.
Estas
dos características nos dan a entender que, cuando se ha metido una tercera
persona en la relación, no hay nada que hablar con ésta. Normalmente saben que
uno está casado. El que juega con fuego puede quemarse. ¡Nada de falsa
misericordia! Estas terceras personas se hacen a veces la víctima, como si
ellas fueran las agraviadas. No hay que caer en la trampa. Otra cosa son los
hijos, si los hubiera de tal relación. Pero aún así, hay que recordar que “por
el becerro se llega a la vaca”.
Dentro
de este contexto, la pregunta que los fariseos le ponen a Jesús es muy actual,
sólo que hoy se la formula de manera diferente: ¿por qué los divorciados, vueltos
a casar, un pueden “tomar la hostia”? La respuesta de Jesús no deja lugar a dudas:
Porque son duros de corazón (Marcos
10,5), y sigue diciendo, lo que Dios ha unido que no lo separe el
hombre (Marcos 10,9). Estos no son inventos de una iglesia, supuestamente
manteniendo disciplinas del pasado. No, es la protección del matrimonio, es la
ayuda que se ofrece a la gente a vivir su amor de lleno y hasta el extremo. Todo
lo demás, según Jesús, es adulterio (El que se divorcia de su mujer y se casa con
otra comete adulterio contra la primera. Si ella se divorcia del marido y se
casa con otro, comete adulterio – Marcos 10, 11-12), una palabra que no queremos escuchar hoy en día. El evangelio de Mateo
hace una precisión al respecto: salvo en
caso de “porneia”. ¿Qué
significa esta palabra del griego antiguo? Unas traducciones algo
superficiales, por demasiado literales, dicen “prostitución”. Pero el concepto
de esta palabra es más amplio. Se refiere a una unión que, según las costumbres
civiles y religiosas de la época, es ilegítima. Esto podemos aplicar hoy a las
uniones libres y a los matrimonios solamente civiles de un católico bautizado. Éstos
se pueden disolver, pero el matrimonio legítimamente contraído por la iglesia,
no. Eso suena muy exigente. También los discípulos de Jesús lo percibieron así,
y le dijeron: Si ésa es la condición del
marido con la mujer, más vale no casarse (Mateo 19,10). Les causó mucho
desánimo.
¿No
son éstas unas exigencias muy altas? – Sí, pero, la cruz es una exigencia muy alta,
“escándalo y locura”. Y la pregunta que se nos plantea es qué entendemos nosotros
por ser cristianos.
Estas
preguntas y otras, de tipo pastoral, trataré en otro blog.
sencillamente genial P.Beda...que forma tan clara, profunda y hasta divertida de decir grandes verdades!! Dios te siga bendiciendo:)
ResponderBorrarGracias, Elvia. No lo veo tan difícil presentar las cosas; lo difícil es presentar el mensaje con amor, toda la verdad, pero sin herir susceptibilidades, sino invitando a vivir en la verdad. Que Dios nos bendiga.
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