En el evangelio de Juan (14,15-21) leemos: No
los dejo huérfanos, volveré a visitarlos.
La liturgia nos presenta este evangelio durante el tiempo de tensión
entre la presencia del Resucitado y de su ausencia después de la
ascensión. Es el tiempo del deseo de Magdalena delante de la tumba,
cuando quería aferrarse a Jesús. Pero Él nos asegura que no nos
dejará huérfanos, sino que volverá a estar con nosotros.
Quizá entendemos estas palabras mejor si nos
hacemos conscientes de la suerte de los huérfanos. Niños que han
perdido uno o ambos padres están, ante todo, profundamente
inseguros. Les falta lo imprescindible para vivir: alimento, vestido,
acogida amorosa y una sana autoestima. En tales condiciones, un niño
pequeño y débil se muere. Uno más grande intentará conseguir todo
lo necesario de la manera que sea. Como la voluntad de sobrevivir es
fuerte, prevalece la ley del más fuerte.
Esto mismo se observará también entre nosotros,
los adultos, mientras no creamos que Jesús está con nosotros, y que
nosotros y nuestra suerte están en sus manos. También nosotros
construimos nuestras seguridades y nos aferramos a ellas, incluso
dañando a los demás. Muchas veces nos envalentonamos con una falsa
autoestima despreciando a los demás o, al menos, considerándolos de
poca importancia. En la sociedad, y en nuestros alrededores,
prevalece la ley del más fuerte. Lo que el Señor nos trajo: amor,
perdón, paz, no son posibles si vivimos con semejantes criterios.
Jesús nos aseguró: volveré junto a vosotros.
Pero ¿dónde está? La pandemia que sufrimos ahora pone el dedo en
una llaga que no queríamos reconocer: lo que nosotros llamamos
“fe”, muchas veces no es más que una serie de costumbres
religiosas. Las controversias que surgieron acerca de la eucaristía
lo pusieron de manifiesto. Da la impresión de que, para muchos,
Cristo está presente SOLAMENTE en la eucaristía. Está presente en
estos pocos centímetros cuadrados de la hostia, pero no al lado.
Está en el templo, en el sagrario, en el ostensorio con el sacramento
expuesto; pero fuera de allí, no está. Ahora llegaron las misas por
los medios, misas virtuales, para recibir la comunión “espiritual”.
- ¡Como si alguien hubiera comido alguna vez una “pizza
espiritual”!
De acuerdo: esta comparación es chocante y
molesta. Pero justamente por eso nos indica por donde está la
distorsión que estamos viviendo. En realidad, la “comunión
espiritual” es el deseo de ser uno con Cristo. Él está dispuesto
a llenar este deseo, pero no en el sacramento, sino en la realidad a
la que apunta el sacramento. Es la pregunta por al presencia de
Cristo. ¿Dónde está? La escritura nos da unas respuestas muy
claras: Pablo iba a Damasco para detener a los seguidores de Jesús.
Cuando había caído al suelo preguntó “¿quién eres, Señor?”
La respuesta: “soy Jesús a quién tú persigues”. Los
perseguidos son el mismo Jesús. ¡ALLÍ, EN ELLOS, está presente!
En el último juicio dirá: “Lo que (no) han hecho a uno de estos
mis hermanos más pequeños, a MÍ (no) lo han hecho.” ¡ALLÍ, EN
EL MÁS PEQUEÑO, Jesús está presente!
Pero seamos sinceros: es mucho más fácil adorar
a Jesús en la hostia, en vez de atenderlo en el más pequeño que,
para colmo, puede ser antipático, desagradable, y hasta hostil.
Hemos degradado nuestra fe al nivel de una religión de huérfanos
que buscan seguridad en “tradiciones venerables” que nos
tranquilizan con la sensación de servirle a Dios – sin que nos
duela.
Todo esto nos lleva a otro detalle: en la
presencia sacramental de Cristo nos hemos fijado demasiado en el
“recibir”; yo recibo a Jesús. Esto es correcto. Dios da el
primer paso; nos da su amor. Pero esto no es todo. En la presencia de
Jesús en el prójimo se trata, antes que todo, de “dar”, de
nuestra entrega. Esto nos saca de un recibir pasivo, y nos lleva a
una vida espiritual activa donde asumimos la responsabilidad de dar a
los que nos rodean el amor que hemos recibido de Dios.
No nos pongamos a esperar hasta que alguien dé el
primer paso. ¡Permitámosle a Cristo hacerse presente, dando
nosotros el primer paso!
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