Un santo de rodillas ve más lejos que un filósofo de puntillas. (Corrie ten Boom)

1.5.20

Por qué Jesús (2)


No podemos con todo en la vida. Basta mencionar la muerte; nadie la escapa. Pero experimentamos también la culpa. Nadie puede quitárnosla. Y la consciencia de nuestra dignidad como persona, ¿de dónde nos viene? Para afirmarnos a nosotros mismos caemos fácilmente en comparaciones con otros. Recuerdo a alguien que pasó varios años por un análisis profundo de psicología. Conocía todos los detalles de su vida, su pasado y la razón por ser cómo era. Y terminó diciéndome, “PERO NO ME QUIERO A MÍ MISMO!” El conocimiento de sí mismo no es suficiente, por más exhaustivo que sea. Necesitamos aprecio, aceptación. Y ésta sólo viene de aquel que nos creó, y declaró que “todo era bueno, muy bueno” (Génesis 1).
Por eso Dios se hizo hombre en Jesús, para compartir nuestra suerte, pasando por el desprecio extremo y la muerte. Pero su relación con Dios le dio una nueva calidad a su vida. Hay en los Hechos delos Apóstoles (10,37-38) una frase breve que, lamentablemente, pasa muchas veces desapercibida: Ustedes ya conocen lo sucedido por toda la Judea, empezando por Galilea, a partir del bautismo que predicaba Juan. Cómo Dios ungió a Jesús de Nazaret con Espíritu Santo y poder: él pasó haciendo el bien y sanando a los poseídos del Diablo, porque Dios estaba con él. “Diablo”, en hebreo, es “Satán” - Satanás - , el que me lleva la contraria, el adversario, el que no ve nada bueno en uno. Y si lo hay, lo interpreta mal y lo presenta como malo. Demasiadas veces nos encontramos sometidos a este poder.
Jesús, siendo adulto ya, comenzó su vida pública. Se dejó bautizar por Juan en el Jordán. Y mientras oraba, se abrió el cielo, bajó sobre él el Espíritu Santo en forma de paloma y se escuchó una voz del cielo: “Tú eres mi Hijo querido, mi predilecto” (Lucas 3,22). Esto fue una experiencia muy profunda, y nuestro lenguaje humano llega a sus límites, cuando intenta hablar de algo semejante:
A Jesús se le abrió el cielo y, con eso, el acceso directo a Dios, sin intermediarios. Se llenó del Espíritu de Dios que lo animó e impulsó. Se experimentó a sí mismo esencialmente como hijo amado, y a Dios no como a madre protectora, sino como a un padre que reta a su hijo a superarse a sí mismo, a llegar a ser maduro e independiente, y que acompaña a su hijo en este proceso. Esto nos hace comprender que Jesús confió en Dios, incluso más allá de la muerte. Aquí no se trata de una definición sino de una relación.
Como consecuencia de esta relación, Jesús se encontró en el desierto. No se precipitó a predicar en seguida. Tuvo que asimilar primero esta experiencia nueva, permitiéndole tocar hasta lo más profundo de su ser. En la prueba durante este proceso demostró que veía todo bajo la luz de su relación con el Padre.
La experiencia de este amor fue tan profunda y fuerte que ningún poder y ninguna presión podían sacudirla. Recordemos: era el Hijo de Dios que nos reconcilió con el Padre, y justamente esto condujo a su condena. Era el Hijo amado, pero por la condena a una muerte en cruz lograron presentarlo a la vista de todo el mundo como un maldecido por Dios. Él era el amor en persona, y tuvo que sufrir la descarga de odio de todo el mundo. Pero la respuesta de Jesús al amor del Padre fue más fuerte que su miedo a la muerte, al desprecio y a la descalificación, más fuerte que la impotencia y el desamparo en la cruz.
Jesús no quiere solamente predicar este amor, sino transmitírnoslo por sus hechos. Como el Padre me amó así yo los he amado (Juan 15,9). Jesús nos libera de nuestras obsesiones y nuestra miopía, de nuestros temores y desprecio de nosotros mismos. De esta manera nos convierte en mujeres y hombres libres, maduros, independientes, conscientes de su dignidad, y que no tienen necesidad de venderse a nadie.
Es aquí donde comienza la renovación de la iglesia: Que se amen unos a otros como yo los he amado (Juan 15,12). El amor de Dios no defrauda: si le somos infieles, él se mantiene fiel, porque no puede negarse a sí mismo (2 Timoteo 2,13).

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