No podemos con todo en la vida. Basta mencionar la
muerte; nadie la escapa. Pero experimentamos también la culpa. Nadie
puede quitárnosla. Y la consciencia de nuestra dignidad como
persona, ¿de dónde nos viene? Para afirmarnos a nosotros mismos
caemos fácilmente en comparaciones con otros. Recuerdo a alguien que
pasó varios años por un análisis profundo de psicología. Conocía
todos los detalles de su vida, su pasado y la razón por ser cómo
era. Y terminó diciéndome, “PERO NO ME QUIERO A MÍ MISMO!” El
conocimiento de sí mismo no es suficiente, por más exhaustivo que
sea. Necesitamos aprecio, aceptación. Y ésta sólo viene de aquel
que nos creó, y declaró que “todo era bueno, muy bueno”
(Génesis 1).
Por eso Dios se hizo hombre en Jesús, para
compartir nuestra suerte, pasando por el desprecio extremo y la
muerte. Pero su relación con Dios le dio una nueva calidad a su
vida. Hay en los Hechos delos Apóstoles (10,37-38) una frase breve
que, lamentablemente, pasa muchas veces desapercibida: Ustedes
ya conocen lo sucedido por toda la Judea, empezando por Galilea, a
partir del bautismo que predicaba Juan. Cómo Dios ungió a Jesús de
Nazaret con Espíritu Santo y poder: él pasó haciendo el bien y
sanando a los poseídos del Diablo, porque Dios estaba con él.
“Diablo”, en hebreo, es “Satán” - Satanás - , el que me
lleva la contraria, el adversario, el que no ve nada bueno en uno. Y
si lo hay, lo interpreta mal y lo presenta como malo. Demasiadas
veces nos encontramos sometidos a este poder.
Jesús, siendo adulto ya, comenzó su vida
pública. Se dejó bautizar por Juan en el Jordán.
Y mientras oraba, se abrió el cielo, bajó sobre él el Espíritu
Santo en forma de paloma y se escuchó una voz del cielo: “Tú eres
mi Hijo querido, mi predilecto”
(Lucas 3,22). Esto fue una experiencia muy profunda, y nuestro
lenguaje humano llega a sus límites, cuando intenta hablar de algo
semejante:
A Jesús se le abrió el cielo y, con eso, el
acceso directo a Dios, sin intermediarios. Se llenó del Espíritu de
Dios que lo animó e impulsó. Se experimentó a sí mismo
esencialmente como hijo amado, y a Dios no como a madre protectora,
sino como a un padre que reta a su hijo a superarse a sí mismo, a
llegar a ser maduro e independiente, y que acompaña a su hijo en
este proceso. Esto nos hace comprender que Jesús confió en Dios,
incluso más allá de la muerte. Aquí no se trata de una definición
sino de una relación.
Como consecuencia de esta relación, Jesús se
encontró en el desierto. No se precipitó a predicar en seguida.
Tuvo que asimilar primero esta experiencia nueva, permitiéndole
tocar hasta lo más profundo de su ser. En la prueba durante este
proceso demostró que veía todo bajo la luz de su relación con el
Padre.
La experiencia de este amor fue tan profunda y
fuerte que ningún poder y ninguna presión podían sacudirla.
Recordemos: era el Hijo de Dios que nos reconcilió con el Padre, y
justamente esto condujo a su condena. Era el Hijo amado, pero por la
condena a una muerte en cruz lograron presentarlo a la vista de todo
el mundo como un maldecido por Dios. Él era el amor en persona, y
tuvo que sufrir la descarga de odio de todo el mundo. Pero la
respuesta de Jesús al amor del Padre fue más fuerte que su miedo a
la muerte, al desprecio y a la descalificación, más fuerte que la
impotencia y el desamparo en la cruz.
Jesús no quiere solamente predicar este amor,
sino transmitírnoslo por sus hechos. Como
el Padre me amó así yo los he amado
(Juan 15,9). Jesús nos libera de nuestras obsesiones y nuestra
miopía, de nuestros temores y desprecio de nosotros mismos. De esta
manera nos convierte en mujeres y hombres libres, maduros,
independientes, conscientes de su dignidad, y que no tienen necesidad
de venderse a nadie.
Es aquí donde comienza la renovación de la
iglesia: Que se amen unos a otros como
yo los he amado (Juan 15,12). El amor
de Dios no defrauda: si
le somos infieles, él se mantiene fiel, porque no puede negarse a sí
mismo (2 Timoteo 2,13).
No hay comentarios.:
Publicar un comentario