Un santo de rodillas ve más lejos que un filósofo de puntillas. (Corrie ten Boom)

25.12.10

El Príncipe de la Paz

"Cuando todo el orbe estaba en paz, nació Jesús, el Cristo". Así se nos anunció al comenzar la misa de medianoche de Navidad. Cristo vino a traernos la paz, como dijo: “Les dejo la paz. Les doy mi paz, pero no se la doy como la dan los que son del mundo. No se angustien ni tengan miedo" (Juan 14,27). La paz que reinaba cuando nació Cristo, era la "Paz Romana", la paz impuesta con las armas por el imperio romano. Para hacernos una idea de los extremos a que recurrían los romanos para defender sus intereses y sus ciudadanos, leemos cómo salvaron de un plan de atentado a San Pablo que era ciudadano romano: "El comandante llamó a dos de sus capitanes, y les dio orden de preparar doscientos soldados de a pie, setenta de a caballo y doscientos con lanzas, para ir a Cesarea a las nueve de la noche. Además mandó preparar caballos para que Pablo montara, y dio orden de llevarlo sano y salvo al gobernador Félix." (Hechos 23,23- 24). O sea: 470 soldados, ¡para proteger a un solo ciudadano romano! Esa era aproximadamente la mitad de toda la tropa asignada a Jerusalén. Los romanos iban a lo suyo, ¡y en serio!
Pero, ¿qué trae semejante "paz"? Como es lógico, en los oprimidos causa rabia, se movilizan sus defensas, buscan conseguir lo suyo. Estos pueden ser procesos más o menos largos. Hubo regímenes represivos que duraron pocos años; otros, como el comunismo soviético, unas décadas; otros, como el imperio romano, unos siglos; incluso, como el Egipto de los faraones, que duró varios milenios. Pero, al final, siempre caen. El delirio del poder los lleva al relajo, los hace vulnerables y, tarde o temprano, sucumben a los que buscan sus propios intereses. Esta búsqueda es una mezcla del movimiento del Espíritu Santo, percibido sólo inconsciente y vagamente, y de los deseos y ansias egoístas de los mismos oprimidos. Por eso, un régimen que quiere reprimir estos movimientos es como un borracho que se pone frente a un camión en marcha para frenarlo; termina arrollado. Y lo mismo pasa a los regímenes sucesivos mientras imponen sus propios intereses por encima de las necesidades legítimas de otros.
Jesús vino a traernos otra paz, una paz duradera, que no necesita la defensa con las armas. Es la paz que proviene de la confianza en que somos hijos amados de Dios y que, más allá de sufrimiento y muerte, llegará el Reino de Dios. Ese no es un reino construido sobre el temor de los ciudadanos que sofoca cualquier movimiento sospechoso, sino un Reino que está cohesionado por el amor y la confianza. Es indestructible.
Por eso, Jesús puede "darse el lujo" de nacer en condiciones precarias, expuesto a peligros e incluso a la persecución y a un intento de asesinarlo. "No se aferró a su igualdad con Dios, sino que renunció a lo que era suyo y tomó naturaleza de siervo, haciéndose como todos los hombres y presentándose como un hombre cualquiera" (Filipenses 2,6-7). En otras palabras: vino sin segundas intenciones; solamente para manifestarnos el amor infinito que Dios nos tiene, muriendo por nosotros, y dándosenos en comida. Por eso podemos estar "callados y tranquilos, como un niño en brazos de su madre" (Salmo 130,2).
Cuando los regímenes de turno se den cuenta de que la represión no lleva a ninguna parte, y los creyentes tomemos en serio que la confianza en Nuestro Padre es la única salida: entonces el Reino de la Paz, el Reino de Dios está más cerca.

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