Un santo de rodillas ve más lejos que un filósofo de puntillas. (Corrie ten Boom)

22.10.10

María, la Esclava del Señor

Pintado detrás de vidrio
por: Ulrike Brunner
München, Alemania
Dijo María: "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra" (Lucas 1,38).
Escuchamos este texto con tanta frecuencia que muchas veces no nos damos cuenta del alcance de su significado. “Esclava” es una palabra muy fuerte; en la palabra griega (“dule”) del texto original se percibe que esta persona está “atada” a alguien. No es libre en sus movimientos ni en sus decisiones. En el mundo antiguo, los esclavos no tenían lo que hoy llamaríamos derechos humanos. En Israel fue la ley de Moisés que comenzó a aliviar algunas situaciones de ellos. Pero su situación seguía siendo muy precaria. Eran la propiedad de sus señores: “No ambiciones la casa de tu prójimo, ni su campo, ni su esclavo, ni su esclava, ni su buey, ni su asno, ni nada que le pertenezca” (Deuteronomio 5,21). Se enumera al esclavo y a la esclava junto con las demás pertenencias del dueño, cosas y animales.
Ahora bien, si María se llama “esclava del Señor”, ¿dónde queda su libertad? ¿Acaso Dios quiere nuestra esclavitud? De hecho, no faltaban teólogos que interpretaban este texto como apoyo al poder patriarcal-machista sobre las mujeres sometidas.
Sin embargo, estas preguntas provienen de una lectura fuera de contexto, y de una imagen equivocada de Dios y de nosotros mismos.
Fuera de contexto, porque se nos olvida quién es este Dios que se dirige a María, y cómo la trata. Es el Dios de Israel que siempre se ha preocupado por el pobre, el Dios que hace “obras grandes” en nosotros, como diría María más tarde en el himno del Magníficat (Lucas 1,46-55).
Es el Dios que la llama “llena de gracia”, que no sólo está, sino que ES con ella; es la presencia de Dios en nosotros. Es un Dios que ama a su creatura infinitamente, la crea “a su imagen y semejanza”, y por eso quiere lo mejor para ella. Es un Dios que nos saca de la modorra de lo acostumbrado de nuestras propias creaciones limitadas, para que podamos dejarnos crear por Él.
En cuanto a la imagen equivocada de nosotros mismos, cabe preguntar en qué consiste la libertad. Creemos que somos libres, para hacer lo que se nos ocurra. Y nos olvidamos de que, la mayor parte de nuestra vida, vivimos “en piloto automático”. Respondemos a nuestras necesidades instintivas, como son el afán de seguridad, de “ser alguien”, de estar en control. Y, muchas veces sin darnos cuenta, estamos presos del miedo a perder algo que consideramos nuestro, del “¿qué dirán?”, de perder el control sobre los demás o de una situación, de quedarnos sin apoyo.
La pregunta, entonces, no es si somos esclavos o no; porque siempre servimos a alguien o algo. La pregunta correcta es, de quién somos esclavos. ¿De nuestros miedos o de Dios? En el himno del Benedictus (Lucas 1,74-75) se dice que “libres de temor, arrancados de la mano de los enemigos, le sirvamos (a Dios) en santidad y justicia”. Es cuando dejamos ir todas estas preocupaciones, cuando superamos el miedo, entonces es cuando podemos servir a Dios y al prójimo.
De esta manera, el hacerse esclavos del Señor, en realidad, es la superación de la esclavitud; porque nos arranca de las ataduras a intereses ajenos, y nos permite dejar que Dios actúe en nuestras vidas para hacer las maravillas que sólo Él sabe hacer, para que lleguemos a ser lo que Él quiere que seamos; sólo eso nos da felicidad.
Por eso, Isabel llama “dichosa” a María porque “ha creído”, ha dado crédito a la palabra de Dios. Y María, más tarde, puede decir que “todas las generaciones la felicitarán”; no porque ella sea famosa, rica o poderosa, sino “porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí”.
Si hoy en día estamos tan interesados en conquistar nuestra “libertad”, ¿nos damos cuenta de que, muchas veces, sólo nos hacemos más esclavos de los poderes que nos rodean y manipulan? Por supuesto, la libertad auténtica lleva consigo el sufrimiento, el asumir las consecuencias de nuestras decisiones. Pero, ¿quién ha dicho que los esclavos no sufren? ¿Cuánta gente “libre” está deprimida y va al siquiatra – ¡que las llena de pastillas!? Pero el deseo de la auténtica libertad no se puede amordazar con drogas. La única respuesta a este deseo es la entrega en las manos del Señor. “En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu; tú, el Dios leal, me librarás” (Salmo 3,5).

1 comentario:

  1. Gracias Padre Beda por esta entrada. Es verdad "la libertad auténtica lleva consigo el sufrimiento" A veces somos señalados por ejercer nuestra libertad de hijos de Dios y si esto nos hace sufrir entonces se lo mejor que podemos hacer es ofrecerlo al Señor.
    Bendición Padre Beda

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