Un santo de rodillas ve más lejos que un filósofo de puntillas. (Corrie ten Boom)

9.3.11

Miércoles de Ceniza

Entierro en la Abadía
Foto: P. Beda
Hace apenas dos meses comenzamos el año nuevo; abundaban las noticas sobre lo que nos traería el año nuevo, o simplemente más allá de este año, el futuro, a nivel personal, nacional e internacional. Y hay mucha gente que, a lo largo de todo el año, consulta toda clase de oráculos. Llama la atención lo que más interesa en estas consultas: dinero, amor, felicidad, salud, bienestar en general, etc. Sin embargo, a nadie le interesa el futuro que todos tenemos absolutamente seguro.
Hoy, miércoles de ceniza, se nos dice claramente cuál será ese futuro: "Acuérdate de que eres polvo, y al polvo volverás". Nuestra muerte es lo más seguro que nos espera en el futuro, sin excepción. No sabemos cuándo, ni cómo, pero el hecho es seguro. Y, ¡eso es precisamente lo que nadie quiere saber!
Entonces, ¿realmente nos interesa nuestro futuro? ¿O más bien algo que nos ayude a evitar la consciencia de este futuro seguro?
Hace unos años participé en la asamblea nacional de un movimiento apostólico de la iglesia. Para terminar el día con una oración, me pidieron que les dé a todos la bendición. Se la di con las palabras que usamos los monjes después de la oración de la noche: "El Señor nos bendiga, nos conceda una noche tranquila, y una santa muerte"… ¡Me miraron como si yo hubiera caído de otro planeta! La noche siguiente me pidieron de nuevo la bendición. Antes de darla, les pregunté, con cierta malicia, si alguna vez habían rezado el Ave María. “¡Claro que sí!” Y yo, “¿Se han fijado alguna vez en las palabras finales ‘…y en la hora de nuestra muerte?’" Y de nuevo, esta sensación de incomodidad. Para ser breve: la tercera noche le pidieron a otro sacerdote que diera la bendición.
Es que nos negamos a pensar en esta realidad. Cierto, estamos rodeados de la muerte: muerte natural, accidentes, crímenes, guerras. ¡Pero los que mueren son siempre los otros! A nosotros no nos toca (¡todavía!).
Ahora, ¿qué pasa si yo estoy consciente de que, un día, tengo que morir? ¿Cómo afecta esta consciencia mi vida presente? Me doy cuenta de que todo eso que quiero mantener y defender, lo perderé con la muerte. Entonces, ¿para qué aferrarse a ello? ¡Si de toda manera lo perderé un día! ¡Cuántos déspotas han matado miles de personas, para mantenerse en el poder! Y, al final, ¡ellos se murieron también! Y muchas veces, las estructuras de su poder se hundieron con ellos. Todos queremos durar. Que duren nuestras obras. Lo más natural es tener hijos, y ver los nietos. Pero muchas veces, éstos salen muy diferentes de lo que uno había esperado. O se mueren antes de uno. Entonces, ¿qué quedará?
Si asumo conscientemente el hecho de mi muerte, mi vida tendrá otra calidad. Me pregunto para qué vivo, para qué estoy en este mundo. Es entonces cuando puedo ver mi vida como un servicio.
Si comenzamos a comprender que es Dios quien obra en el mundo, podemos aprender a consentir a SU acción en y entre nosotros. Esta acción no se pierde porque nosotros somos apenas “unos siervos inútiles” (Lucas 17,10), quien actúa es Él; y puede ser que nuestra muerte sea incluso parte de la acción de Dios, porque es un testimonio de nuestra confianza de que es Dios quien rige los destinos del mundo. Como lo vemos en la muerte de Cristo, y de tantos mártires.
Este cambio de visión es la conversión a la que se nos invita cuando se nos dice, “conviértete, y cree en el evangelio”. Así recibimos la ceniza, en señal de aceptar conscientemente nuestra muerte. La conversión a la que se nos invita en la cuaresma consiste en buscar ya no nuestros intereses, sino los intereses de Dios; no en ser servido, sino en servir.
San Benito, en su Regla para los monjes, amplía esta consciencia cuando dice que el monje debe “tener la muerte presente ante los ojos cada día” (Regla de San Benito 4,47). Vale la pena aprovechar la cuaresma para este cambio de consciencia, para que podamos vivir una vida llena de sentido.

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