Un santo de rodillas ve más lejos que un filósofo de puntillas. (Corrie ten Boom)

12.3.11

Dios No Castiga

Después del tsunami en Japón
Imagen tomada del internet
Cuando nos toca sufrir la pérdida de un ser querido, o cuando nos enteramos de una catástrofe natural, muchas veces se oye la pregunta: ¿Cómo es posible que Dios sea tan cruel en sus castigos? – Yo quisiera contestar con otra pregunta: ¿Cómo es posible que el hombre sea tan necio? Me explico:
Con esta pregunta no me refiero a la falta de previsión o a una posible negligencia. No; me refiero a algo más profundo. Ya en la Biblia, específicamente en los libros sapienciales y en el Nuevo Testamento, nos encontramos con esta comparación entre el necio y el sabio. Llama la atención que en esta literatura no se habla de castigos, sino de eventos que ocurren. Así, por ejemplo, Jesús habla del ladrón que viene por la noche, a la hora menos esperada; del novio que viene a las bodas cuando algunas de las muchachas que deberían recibirlo están dormidas. El tema no es el castigo, sino la vigilancia. Así vemos que los terremotos ocurren, igual que los tsunamis, las erupciones de volcanes, inundaciones y sequías. No se niegan estos desastres. Lo que se cuestiona es nuestra actitud frente a estos hechos. Según la Biblia, el sabio es el que está en íntima relación con Dios, y orienta su vida según esta relación. Mientras que el necio es el que cree que se las sabe todas, y que puede lograr todo con su propio esfuerzo y su propia astucia. Él mismo se pone en el lugar de Dios. Hasta que Dios, o su creación, se manifiestan mucho más fuertes que él.
Entonces viene la gran lamentación. Quizá hay una buena dosis de mala consciencia cuando comienzan a hablar de castigo. Quizá no quieren verse humillados por alguien más inteligente y más fuerte que ellos. Al que habían eliminado de su consciencia, ahora se hace sentir con fuerza.
Por supuesto: no debemos minimizar el dolor que causan semejantes tragedias. Cuando ya la muerte de una sola persona puede afectarnos tanto, ¡cuánto más una catástrofe de grandes proporciones! Son las pérdidas de vidas humanas y enseres; es la experiencia nuestra impotencia, y de que, a pesar de todo, no somos capaces de prever y controlar todo. Siempre habrá eventos imprevisibles. De repente, los intereses se reducen a las necesidades básicas: bebida, comida, medicinas. Lo demás, pierde importancia, al menos por un tiempo. Pero, los muertos ya no tienen ni eso.
Es en semejantes momentos cuando a uno se le impone la pregunta de “¿qué es, al final, el hombre? ¿Para qué vivimos?” Nosotros, los cristianos creyentes, podemos contestar esta pregunta desde nuestra fe. Nuestra vida, en medio de tantos detalles, es un servicio a Dios, hacia quien nos encaminamos. ¿Por qué tener envidia a los muertos que ya están en la meta? Repito, no queremos minimizar el dolor, pero intentamos ver todo desde otro ángulo. Eso, en medio del luto, nos puede fortalecer. Para los que sobreviven es una oportunidad de revisar su vida, sus prioridades, y de organizarlas mejor, para que la relación con Dios esté en primer lugar. Eso nos permite asumir plenamente las responsabilidades que tengamos, sin aferrarnos a nada en particular. Que vivamos nuestra vida, no con el temor de perder algo, sino que, “libres de temor, sirvamos a Dios” – como dice el cántico del Benedictus (Lucas 1,74).
Por supuesto, la pregunta es, ¿cuántas personas son capaces de esta visión de las cosas? Como creyentes somos responsables que también los demás lleguen a sacar fuerza de la relación con Dios. Nos invita a anunciar la Buena Noticia a los demás; hablarles de Dios que es amor, y que es la meta de todos nosotros. Esto no evitará las catástrofes; sufriremos igual – o quizá, no tan igual; porque en medio del caos que nos rodea, sabemos que estamos en las manos de Dios. De esta manera, las catástrofes no son un castigo, sino una oportunidad para acercarnos más a Dios, de confiar más en Él, de poner todo en Sus manos. Los muertos ya no son solamente números para las estadísticas, sino que sabemos que Dios los conoce a todos, y los llama por su nombre. Y nosotros podemos poner todos nuestros sentimientos y dolores en sus manos; así sabemos que no estamos solos en nuestro sufrimiento porque nos conoce también a nosotros por nuestro nombre.

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