Es
una experiencia en la vida cristiana, y más aún, en la vida
monástica, que nunca llegamos a la perfección. ¡Cuántas veces nos
confesamos de lo mismo! Unos, por eso, se desaniman, y dejan de
confesarse. Siguen viviendo desanimados y sin mayores aspiraciones.
Otros, peor todavía, juzgan a los que se esfuerzan, como a gente que
“se da golpes de pecho”, pero que no pasan de ahí. Hacen el
papel del fariseo en el templo que desprecian a los “pecadores”.
Pero otros, más por la gracia de Dios que por propia iniciativa, se
levantan una y otra vez.
Esto
supone varias actitudes: en primer término, nos mantiene humildes.
La bondad, la vida de virtudes, no es nuestro mérito. Es gracia de
Dios. Y no es para juzgar a otros, sino para tener compasión de
ellos. En segundo término, exige una actitud positiva: no cuentan
las veces que caemos, sino las veces que nos levantamos. Igual que un
niño que aprende a caminar. ¡Cuántas veces se cae! Y ¡cuántas
veces se levanta! Pero alguna vez se levanta por última vez, la
definitiva, y sigue caminando. Eso es lo que importa.
¿Por
qué caemos continuamente? Hay varias razones. Una es nuestra
ignorancia. Muchísimas acciones provienen de nuestro inconsciente.
Creemos saber qué estamos haciendo. Y no nos damos cuenta de que
nuestros miedos y deseos inconscientes nos hacen una jugada – una y
otra vez. Por eso, Cristo dice en la cruz, “perdónales porque no
saben lo que hacen”.
Pero
más allá de estos miedos y deseos hay algo más profundo, algo que
se escapa a la sicología: nuestro ego. Este ego, de hecho, se cree
dios, y se quiere oponer a Dios. Muchas veces no nos damos cuenta de
eso. Nuestro camino espiritual consiste precisamente en llegar a este
punto donde entregamos el ego a Dios, donde decimos “hágase TU
voluntad, y no la mía”. En un momento dado de nuestro camino
espiritual podemos tomar esta decisión. Pero con eso no termina el
camino. Mientras vivimos, tenemos un ego que busca salirse con la
suya. La tarea no es la aniquilación del ego, sino su puesta al
servicio de la voluntad de Dios. Y ésta es una tarea que dura toda
la vida.
Quisiera
comparar este proceso con el vuelo de un avión. Véanse la imágenes
arriba. En primer término, un aparato tan enorme ¡no puede volar!
Plenamente cargado y abastecido, un Airbus A380 pesa más de 500
toneladas. Imposible que vuela. Sin embargo, tiene un diseño que,
bajo ciertas circunstancias, le permite elevarse al aire. Los planos,
con suficiente velocidad, lo levantan. Así somos nosotros: nuestro
ego nos mantiene centrados en nosotros mismos. Pero hay algo dentro
de nosotros que os atrae. Si le hacemos caso, si nos dejamos facinar,
orienta nuestra atención a algo más allá de nosotros. Y
descubrimos que es Dios quien nos está llamando y atrayendo. El
impulso para levantarnos sobre nuestro ego es la oración. No rezar
rezos, sino abrirse a Dios, comunicarse con Él, y consentir su
presencia y acción en nosotros. Mientras mantenemos este impulso,
sentimos que Él nos carga. Puede haber turbulencias; el viento fuera
del avión es como un huracán, mientras que, caminando en tierra,
sentiríamos apenas una brisa apacible. Pero, caminando no llegamos
muy lejos; volando, sí. Así también, cuando nos entregamos a Dios,
tenemos dificultades. Pero, ¿quién no las tiene? San Pablo pide
compartir los sufrimientos de Jesús. Eso no es masoquista, porque
hay también muchos otros sufrimientos. Pero los de Jesús tienen
sentido, y llevan a la resurrección.
Hay
todavía una cuarta imagen: la cabina de los pilotos. Todo este
esfuerzo enorme de levantar el avion y mantenerlo volando, se hace
con unos movimientos sencillos de la mano. Dejarnos atraer por Dios
es, en el fondo, sencillo. Esto no significa que sea fácil. Nuestro
ego es muy fuerte y astuto para conseguir lo suyo. Pero con los ojos
fijos en el Señor no tenemos por qué asustarnos de lo que llevamos
dentro de nosotros y de lo que nos rodea. La fidelidad del Señor es
capaz de vencer tosas estas atracciones y amenazas. Nuestro
movimiento, nuestra “actividad de piloto”, es la oración, la
comunicación con Dios.
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