En María vemos la santidad de la
Iglesia. Siendo modelo de los creyentes, ha respondido, desde siempre
y cabalmente,
a la voluntad del Señor. Pero la Iglesia es también
pecadora y, sin embargo, Iglesia de Cristo. Los discípulos que
después de Pentecostés iban a actuar, llenos y guiados por el
Espíritu Santo, no han sido gente muy perfecta que se
diga. ¿Podrán
llevar adelante la obra que se les encomendó? Para ser breve: dados
sus antecedentes, hoy en día no tendrían la posibilidad de ser
nombrados
obispos o elegidos como papa.
En el Evangelio de Juan hay tres
ocasiones
más donde Jesús se dirige a una mujer como a su esposa -
¡y no son precisamente mujeres perfectas!
Ya hemos meditado sobre
Magdalena y la Samaritana.
Otra faceta de la Iglesia es
representada por la mujer sorprendida en adulterio.
Antes de
apedrearla, los presentes aprovechan la situación para tender una
trampa a Jesús; la ley de Moisés es clara: el adulterio está
penado con la muerte.
Jesús les recuerda a los jueces que todos
somos pecadores. Se incorporó y le
dijo: Mujer, ¿dónde están?
¿Nadie te ha condenado? Ella contestó: Nadie, Señor. Jesús le dijo: Tampoco yo te
condeno. Ve y en adelante no peques más (Juan
8,10-11).
Jesús trata a esta pobre infeliz como
“mujer”, es decir, esposa. En este contexto
es importante que no
pensemos en su adulterio solamente como un pecado
sexual. A lo largo
del Antiguo Testamento, el adulterio ha sido el símbolo de la
infidelidad del pueblo de Israel a la alianza con Dios. La idolatría
es adulterio. La
mujer adúltera del evangelio representa a la
iglesia que, a lo largo de su historia,
una y otra vez ha sido
infiel a la misión que el Resucitado le ha encomendado. Fue
el Papa
Juan Paulo II quien públicamente pidió perdón por tantos errores y
pecados cometidos por la Iglesia a lo largo de los siglos.
Y donde otros se esfuerzan por
encontrar los “trapos sucios” de la Iglesia y sus
ministros,
Jesús les ofrece continuamente su perdón. “No mires nuestros
pecados,
sino la fe de tu Iglesia” rezamos en la misa antes de
darnos la paz. Porque donde
abundó el pecado, sobreabundó la
gracia (Romanos 5,20). Nuestros pecados
pueden ser muchos y
graves, pero Jesús nos ofrece continuamente su perdón. La
Iglesia
es este ambiente de perdón. Esa es su misión, nuestra misión:
reconciliar,
en vez de condenar
Tomado, y ligeramente editado de mi libro "María, Modelo del Creyente"
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