En
estos días pasados hemos meditado brevemente sobre los títulos que
dan la Escritura y la liturgia al Mesías esperado. A primera vista,
estos títulos de Cristo parecen haber sido escogidos al azar. Y así
lo creen algunos autores. Sin embargo, las primeras letras de cada
título forman un acróstico que completa el mensaje de estos días.
En este acróstico, el principio, la letra “S” (Sapientia -
Sabiduría) del día 17, se lee como la última letra. Y viceversa:
la letra del último día, la “E” (Emanuel) del día 23, se lee
como la primera. De esta manera forman las palabras - en latín -
"ERO CRAS": "Estaré mañana". Cristo es
Principio y Fin, Alfa y Omega (Apocalipsis 2,8) y, como decimos en la vigilia
pascual, al bendecir el cirio: suyo es el tiempo y la eternidad.
Este mensaje coincide con la antífona
del Magníficat de las primeras vísperas de Navidad: "Cuando
salga el sol, verán al Rey de reyes, que viene del Padre, como el
esposo sale de su cámara nupcial".
Pero,
¿qué "Rey de reyes" veremos? Es verdad, el Ángel anuncia
a los pastores, miren, les doy una Buena Noticia, una gran alegría
para todo el pueblo: Hoy les
ha nacido en la Ciudad de David el
Salvador, el Mesías y Señor. Eso
suena muy grande y bello. Pero, ¿cómo lo reconocerán?
Esto les servirá de señal:
encontrarán un niño envuelto en
pañales y acostado en un pesebre (Lucas 2,10-12).
¡Quién
buscaría al Mesías en un Pesebre! Sólo Dios, el Ángel del Señor,
puede darnos esta información. Jesús no era el tipo de mesías como
lo esperaba Israel, y como todos nosotros esperamos a alguien que nos
resuelva definitivamente nuestros problemas. El Mesías nació en
unas circunstancias extremadamente precarias. Todos conocemos los
riesgos de un embarazo, del parto, de la total dependencia de una
madre durante los primeros años de vida. Precisamente por eso es el
Dios-con-nosotros. Comparte con nosotros no sólo la vida, sino la
precariedad de esta vida, con todos sus riesgos. El Mesías ha
asumido nuestra naturaleza en absolutamente todo, menos en el pecado
- como dice San Pablo.
Estas
dudas quedaban cuando Jesús ya había comenzado su ministerio. El
mismo Juan, su precursor que lo había bautizado, manda gente para
preguntar, ¿Eres tú el que había de venir o tenemos que esperar
a otro? (Mateo 11,3).
Jesús sólo contesta con hechos, profetizados desde hace siglos, que
lo identifican como Mesías. Y termina diciendo, Feliz el que no
se escandaliza por mí (Mateo 11,6).
Este
“Mañana” resulta ser un tiempo muy largo ya. La culpa no es de
Dios. Somos nosotros que necesitamos tanto tiempo para entender y
aceptar sus pensamientos y planes. Seguimos empeñados en buscar un
mesías a nuestro gusto. Por eso no nos damos cuenta de que ya está.
La segunda carta de San Pedro reflexiona sobre esto: Ante
todo deben saber que al final de los tiempos vendrán hombres cínicos
y burlones, entregados a sus apetitos, que dirán: ¿Qué ha sido de
su venida prometida? Desde que murieron nuestros padres, todo sigue
igual que desde el principio del mundo. Al afirmar esto, ellos no
tienen en cuenta que desde antiguo existía un cielo y una tierra
emergiendo del agua y consistente en medio del agua por la palabra de
Dios. Y así el mundo de entonces pereció a causa del diluvio. El
cielo y la tierra actuales por la misma palabra están conservados
para el fuego, reservados para el día del juicio y condena de los
hombres perversos. Que esto, queridos hermanos no les quede oculto:
que para el Señor un día es como mil años y mil años
como un día. El Señor no se retrasa en cumplir su promesa, como
algunos piensan, sino que tiene paciencia con ustedes, porque no
quiere que se pierda nadie, sino que todos se arrepientan.
El día del Señor llegará como un ladrón. Entonces el cielo
desaparecerá con estruendo, los elementos serán destruidos en
llamas, la tierra con sus obras quedará consumida. Y si todo se ha
de destruir de ese modo, ¡con cuánta santidad y devoción deben
vivir ustedes!, esperando y apresurando la venida del día de Dios,
cuando el cielo se consumirá en el fuego y los elementos se
derretirán abrasados. De acuerdo con su promesa, esperamos un cielo
nuevo y una tierra nueva en los que habitará la justicia. Por tanto,
queridos hermanos, mientras esperan estas cosas hagan todo lo posible
para que Dios los encuentre en paz, sin mancha ni culpa (2Pedro
3,3-14).
Con
esta reflexión termino la serie de las Grandes Antífonas. Les deseo
a todos un corazón muy abierto para que puedan ver la presencia del
Dios amoroso que actúa en sus vidas desde el principio, desde antes
de su concepción.