La
fiesta de Cristo Rey y la próxima preparación para la Navidad nos
invitan a reflexionar sobre nuestra misión como cristianos en este
mundo. En muchas regiones del mundo la práctica de la vida cristiana
se ha hecho cuesta arriba. En Venezuela, a nivel político, se han
intentado muchas cosas para cambiar la situación. Pero los
responsables del desastre parecen bien atornillados en su silla. Se
han intentado elecciones libres; imposible. Se ha intentado mediante
diálogos; imposible. Se ha pedido al Papa que dé un pronunciamiento
claro; se esperaba un salvador desde fuera. Se ha recurrido a
manifestaciones en la calle; hasta ahora han sido reprimidas. Se ha
esperado un golpe militar; no se dio. Algunos piden una “intervención
humanitaria”; eso parece un riesgo muy grande, porque el problema
no es sólo el régimen, sino que el cáncer del mal está como
metástasis en toda la sociedad. Además, la violencia, aunque
parezca justificada, a la larga genera más violencia. Así que, esta
vía no lleva a ninguna parte.
Con
estas actividades, muchos han intentado restaurar sólo la
democracia. Sin embargo, esto no es suficiente. En 1998 Chávez fue
elegido democráticamente. Hasta donde yo sepa, en elecciones
legítimas y limpias. Hoy sabemos que con eso se ha elegido
democráticamente el fin de la democracia. Y quien se acuerda de la
campaña electoral de aquellos tiempos sabrá que, en el fondo, fue
un circo y una burla de la gente. No extraña que haya ganado uno que
se presentaba como un mesías. El problema, por lo tanto, no es
político, sino espiritual.
Desde
los primeros años del régimen comenzaron a pulular los santeros y
paleros, hasta la profanación de tumbas. Con esto, junto con los
cultos satánicos, estamos frente a una situación que nos recuerda
la tentación de Jesús en el desierto: “Todo
esto (los reinos del mundo en su esplendor) te daré si te postras
para adorarme”
(Mateo 4,9). La investigación periodística de David Placer en su
libro “Los Brujos de Chávez” habla justamente de esto. En vez de
las leyes y convenios de una convivencia civilizada ahora cuenta la
voluntad del amo. Se dice muchas veces que, para mantener la paz
interior, hay que separarse de gente tóxica. Pero el problema es que
todo el ambiente es tóxico, es decir, nocivo para el bienestar
interior. Es necesario buscar otra solución: despertar nuestros
recursos interiores, para tener la fortaleza de vivir EN un ambiente
hostil, sin que nos domine.
En
esta situación los primeros cristianos nos pueden servir de ejemplo.
Desde el día de pentecostés, y a lo largo de 300 años, fueron
descalificados y perseguidos, primero por la élite judía, después
por todo el imperio romano. No tenían adónde huir. Tenían que
recordar que vivían EN el mundo, pero no eran DE este mundo. Tenían
que recordar que el Reino de Dios no viene de fuera sino que está
DENTRO de nosotros. El que espera el reino desde fuera, espera que
alguien le arregle las cosas como una mesa servida. Reclama sus
derechos, piensa primero en sí mismo. Cuando falta la paciencia, le
da un empujoncito para que llegue más rápido. Así se abre la
puerta a la violencia y opresión de los demás. Pero el Reino de
Dios no es una conquista o un logro nuestro, sino un don de Dios. El
que acepta que el Reino está dentro de nosotros, sabe que Dios le
ama. Si Dios está con nosotros, ¿quién puede estar contra
nosotros? Lo dice San Pablo, ¡y habla de experiencia! Al confiar en
este hecho podemos dejar todo en las manos de Dios; Él tiene todo
bajo control. El amor de Dios nos hace inmunes; la hostilidad puede
matarnos, pero no puede quebrarnos. El capo de una banda de crimen
organizado dijo después de su conversión que un grupo criminal se
mantiene unido por el miedo. Pero un grupo de creyentes se mantiene
unido por el amor. Él sabía de qué hablaba. Este amor de Dios es
la roca firme donde nos apoyamos, y que nos permite vivir con los
ojos puestos en la meta, Cristo, sin que nadie ni nada pueda
desviarnos. No olvidemos: no somos sopa, sino la sal en la sopa; no
somos masa, sino el fermento en la masa. Recordemos lo que dice San
Pablo sobre el amor: El
amor es paciente, es servicial, el amor no es envidioso ni busca
aparentar, no es orgulloso ni actúa con bajeza, no busca su interés,
no se irrita, sino que deja atrás las ofensas y las perdona, nunca
se alegra de la injusticia, y siempre se alegra de la verdad. Todo lo
aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta
(1Corintios 13,4-7).
Eso
es el Reino de Dios dentro de nosotros. Es esa fuerza interior que
nos da confianza en Dios, en la vida, en nosotros mismos. Nos anima a
asumir nuestra responsabilidad para tender la mano a los más
necesitados, a servir en vez de dominar, a reconciliar en vez de
dividir y enemistar, a sanar en vez de herir. El otro no es una
amenaza, sino una imagen de Dios – afeada quizá, necesitada,
irreconocible – pero imagen de Dios. Desmantelamos nuestro ego, y
ayudamos al otro a desmantelar el suyo, para que lleguemos a ser la
persona que Dios tenía en mente cuando nos creó.
Todo
esto tiene consecuencias para nuestra oración. Al pedir que venga
a nosotros tu Reino
reconocemos que el Reino de Dios es un don, un don que ya está
dentro de nosotros. Esta petición es una invitación a dejar que el
Reino se manifieste en nosotros, a actuar en sintonía con él.
¿Cómo? La segunda petición nos lo dice: hágase
tu voluntad.
De esta manera nos invitamos a nosotros mismos a hacer la voluntad de
Dios. Como decimos: vivir
la vida ordinaria con amor extraordinario.
Ésta es nuestra respuesta cristiana a una situación desagradable,
hostil y amenazante.