Alguien dijo una
vez, que cuando rezamos el Padre Nuestro, probablemente estamos
mintiendo muchas veces. Decimos hágase
tu voluntad en la tierra como en el cielo (Mateo
6,10).
Pero con nuestra mente y con nuestro corazón estamos en otra parte.
Tenemos miedo a decir estas palabras en serio. Porque sabemos cuánto
tuvo que sufrir Cristo porque los tomó en serio.
La carta a los
hebreos reflexiona sobre esto, diciendo: Por
eso, al entrar en el mundo (Jesús)
dijo: No quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me formaste un
cuerpo. No te agradaron holocaustos ni sacrificios expiatorios.
Entonces dije: Aquí estoy, he venido para cumplir, oh Dios, tu
voluntad –como está escrito de mí en el libro de la ley–... Y
en virtud de esa voluntad, quedamos consagrados por la ofrenda del
cuerpo de Jesucristo, hecha de una vez para siempre
(Hebreos 10,5-10). Así Cristo llevó
su fidelidad a la voluntad del Padre hasta los últimas
consecuencias.
Ya muchos siglos antes se percibe en las
tradiciones de Israel que lo más importante no son los sacrificios
sino la obediencia a la voluntad de Dios. Unos 18 siglos antes de
Cristo, Abrahán estaba dispuesto a sacrificar a su hijo, pero Dios
no quiso el hijo, sino la obediencia de Abrahán. Y Dios le hizo esta
promesa: Todos los pueblos del mundo se
bendecirán nombrando a tu descendencia, porque me has obedecido
(Génesis 22,18). Unos mil años AC el rey Saúl, haciendo caso omiso
al mandato de Dios, se niega a eliminar algunos animales del botín
de sus enemigos vencidos, y los guardó para ofrecerlos a Dios en
sacrificios. El profeta Samuel le dijo: ¿Quiere
el Señor sacrificios y holocaustos o quiere que obedezcan su voz? La
obediencia vale más que el sacrificio; la docilidad, más que la
grasa de carneros. (1Samuel 15,22s). Lo
mismo vuelve a repetir el profeta Oseas en el siglo VIII AC, en el
reino de Israel: porque quiero lealtad,
no sacrificios (Os 6,6). En la misma
época, Isaías proclama en el reino de Judá: estoy
harto de holocaustos de carneros... La sangre de novillos y
corderos... no me agrada (Is 1,11). Y
sigue enumerando algunos mandamientos, cuyo cumplimiento le agrada
más a Dios. La cita en la carta a los Hebreos viene de lo que resume
el salmo en estas mismas palabras: No
quisiste sacrificios... pero me formaste un cuerpo... Aquí estoy, he
venido para cumplir, oh Dios, tu voluntad
(Sal 40,5-7).
Esto es uno
de los primeros aprendizajes en el camino espiritual: es más fácil
darle a Dios algo que no me afecta mucho, algo que no soy yo, con tal
de no tener que entregarme a mí mismo, a mi propia voluntad. Pero
esto es precisamente lo que quiere Dios: a nosotros mismos, a todo
nuestro ser.
Ésta fue
la manera cómo Jesús se mantuvo tan íntimamente unido al Padre: Mi
alimento es hacer la voluntad del que me envió y concluir su obra
(Juan 4,34). Hacer su voluntad era toda su vida, todo lo que le daba
sentido.
Para
nosotros no es tan difícil cumplir la voluntad de Dios, mientras
ésta coincide más o menos con la nuestra, y cuando todo va bien.
Pero cuando nos tocan contrariedades, nos preguntamos si éstas
también son la voluntad de Dios. ¿Cómo puede un Dios bueno
mandarnos cosas tan malas, como lo son enfermedades, la muerte de un
ser querido, catástrofes naturales, especialmente cuando nosotros
mismos somos las víctimas de ellas? Por no hablar de sufrimientos
causados por el hombre, como guerras, hambrunas, genocidios,
torturas, abusos de toda clase, esclavitud, y muchos más. Cuando la
gente me pregunta acerca de esto, yo les contesto con otra pregunta:
la muerte de Cristo ¿fue voluntad de sus enemigos, como Caifás y
Pilato, o fue la voluntad de Dios? Jesús mismo nos da la respuesta
cuando, la noche antes de su muerte, ora en el huerto: Padre,
si es posible, que se aparte de mí esta copa. Pero no se haga mi
voluntad, sino la tuya
(Mateo 26,39.42).
Aquí
tocamos el misterio del libre albedrío que Dios les ha dado a los
hombres. Dios es bueno, y todo lo creado por Él es bueno (Génesis
1). Pero, por
un hombre penetró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte
(Romanos 5,12). Los primeros 11 capítulos del libro Génesis
describen los enredos, sufrimientos y catástrofes que la humanidad
sufre a consecuencia del pecado, de su separación de Dios. En la
misma carta a los Romanos, San Pablo describe cómo él experimenta
esta situación: Sé
que nada bueno hay en mí, es decir, en mis bajos instintos. El deseo
de hacer el bien está a mi alcance, pero no el realizarlo. No hago
el bien que quiero, sino que practico el mal que no quiero. Pero si
hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo ejecuta, sino el pecado
que habita en mí
(Romanos 7,18-20).
Si miramos
nuestra voluntad, ésta siempre quiere ver el problema fuera de sí.
Ya Adán echa la culpa a Eva, y ésta la echa a la serpiente (Génesis
3,12s). No quiere asumir responsabilidades. Además, nos encontramos
con la voluntad de Dios, pero torcida, alterada y desfigurada por la
del hombre. Por ejemplo, es la voluntad de Dios que todos tengan su
alimento. Pero, por la voluntad del hombre, este alimento es
acaparado por unos, dejando con hambre a otros. O es usado para
excesos de comida, con las consecuencias de enfermedades e incluso
una muerte prematura. Aquí podríamos mencionar también todos los
vicios y atrocidades que se han cometido justificándolas con la
religión. Ya Cristo lo dijo a sus discípulos: Los
expulsarán de la sinagoga. Incluso más, llegará un tiempo en que
el que los mate pensará que está dando culto a Dios
(Juan 16,2).
Pero aquí
se nos presenta un segundo aprendizaje: el problema no está fuera de
nosotros, sino que se trata de nuestra actitud interior. Dios quiere
que asumamos nuestra responsabilidad. La
promesa de Dios no consiste en quitarnos nuestros sufrimientos, sino
en ayudarnos a cambiar nuestra actitud hacia ellos. De eso se trata
realmente en la santidad. En esta vida, las raíces de la felicidad
están en nuestra actitud básica hacia la realidad
(Thomas Keating). Aunque no parezca, en todo, por más desagradable y
detestable que sea, en último término es Dios mismo quien nos sale
al encuentro. Por eso, la
pregunta no es si lo que experimentamos como contrario y hostil a
nosotros es la voluntad de Dios, sino más bien, qué es lo que
quiere Dios de nosotros dentro de esta situación.
Con esto asumimos nuestra responsabilidad. Además, dejamos de lado
lo que nos molesta, y dirigimos nuestra mirada directamente a Dios.
Este es el contexto de la oración de bienvenida.
Jesús
dedicó toda su vida a cumplir la voluntad del Padre. Nos volvió a
relacionar con Dios y, así, afirmó nuestra bondad básica. No
excluyó a nadie. En el perdón nos trajo la reintegración y la
unidad. Ni siquiera su pasión y la cruz han podido evitar que
cumpliera esta voluntad. Ante sus acusadores Jesús guarda silencio,
porque no vale la pena discutir con gente que ya ha tomado una
decisión. Y también respeta a sus enemigos. Ya colgado en la cruz,
perdona a los que acaban de crucificarlo. Y promete el paraíso al
que está crucificado con él. No excluye a nadie del amor de Dios.
Por su
bautismo, donde se experimentó como el hijo amado, Jesús sabe que
el Padre es fiel, que no lo abandona, y que lo ama más allá de la
muerte. Por eso, incluso sintiéndose abandonado por Dios, no corta
la relación sino que todavía se dirige a Él con las palabras del
salmo 21. Jesús, quien parece ser el perdedor más trágico, se
mantiene soberano en toda esta situación. No se deja afectar por lo
que le rodea, sino que responde únicamente a la voluntad de Dios.
Esta
respuesta ha sido tan transparente y radical que podemos decir con
toda la razón: Realmente
este hombre era Hijo de Dios
(Marcos 15,39). Nadie
ha visto jamás a Dios; el Hijo único, Dios, que estaba al lado del
Padre, Él nos lo dio a conocer (Juan
1,18). A
Dios nunca lo ha visto nadie; si nos amamos unos a otros, Dios
permanece en nosotros y el amor de Dios ha llegado a su plenitud en
nosotros (1Juan
4,12).