Cuando
hablamos de “Vocación”, nos referimos normalmente a la vocación
sacerdotal o religiosa. Sin embargo, conviene aplicar la palabra a
todos los bautizados. Porque todos estamos llamados a vivir como
reconciliados con Dios, y a proclamar esta reconciliación a los
demás, según los diferentes carismas que Dios nos concede. Los
esposos se aman en el nombre de Dios: demuestran que, amándose
exclusivamente, sin que terceras personas tengan acceso a esta
relación, que Dios nos ama como si fuéramos el único ser en el
universo. El uno demuestra al otro con su fidelidad (“hasta que la
muerte los separe”) que Dios es siempre fiel, que nunca, pero
NUNCA, nos falla. La madre es la primera que inspira confianza a su
hijo; es la primera que le habla del Dios que nos ama hasta el
extremo, y lo ama en nombre de Él. El padre es el que, dentro de una
relación de confianza, invita a su hijo a buscar nuevos horizontes,
a ir más allá de los límites, a intentar cosas nuevas. De esta
manera, la familia realmente es un templo – lugar de la presencia –
de Dios.
Esto
suena muy ideal. Pero en la relación con Dios, lo ideal se vive en
las circunstancias concretas de nuestras deficiencias. Fijémonos en
la elección de los apóstoles: Por
aquel tiempo subió a una montaña a orar y se pasó la noche orando
a Dios. Cuando se hizo de día, llamó a los discípulos, eligió
entre ellos a doce y los llamó apóstoles: Simón, a quien llamó
Pedro; Andrés, su hermano; Santiago y Juan; Felipe y Bartolomé;
Mateo y Tomás; Santiago hijo de Alfeo y Simón el rebelde; Judas
hijo de Santiago y Judas Iscariote, el traidor
(Lucas
6,12-16). Según nuestros criterios humanos, no son gente apta para
enfrentarse a todo un mundo con un mensaje que fue rechazado
categóricamente con la crucifixión de Jesús. En estos momentos
decisivos de su maestro, ellos se desempeñaron de una manera muy
pobre.
Pero
Jesús no los escogió según criterios humanos. Antes, había pasado
toda la noche en oración. Los escogió con la mirada de Dios. En
este contexto se aplica lo que leí hace poco: Dios
no escoge a los capacitados sino que capacita a los escogidos.
Es Dios quien quiere manifestar su poder en nuestra debilidad. Para
que conste que es Él quien actúa (No
hubo dioses extraños con Él.
Deuteronomio 32,12). Y que toda la gloria sea de Él. Es importante
recordar que esta capacitación no se impone, depende también de
nuestra aceptación de ella. Judas Iscariote no la aceptó, y tuvo
que ser reemplazado por Matías.
¿En
qué consiste, entonces, nuestra capacitación? Se me ocurren dos
maneras: una desde fuera, otra desde dentro del hombre. Desde fuera:
Jesús vino a amarnos, a buscar a los perdidos y olvidados, a dar
dignidad a los despreciados, a perdonar a los que se sentían
condenados. Vino a perdonar, a reunirnos, a anunciar la Buena Noticia
de que somos hijos amados de Dios, y que Dios es nuestro Padre. Con
su muerte en la cruz demostró cuánto nos ama: ¡hasta el extremo!
Al llamarnos a nuestra misión en la vida – cualquiera que sea –
nos da a entender que confía en nosotros, que cuenta con nosotros.
Podemos decir con San Pedro: humanamente, aquí no hay nada que
pescar; pero por tu palabra echaré las redes.
La
otra forma de capacitación es la que Dios obra desde dentro de
nosotros: nos da su mismo Espíritu. Con Él nos experimentamos como
fundados sobre roca segura. Si
Dios está con nosotros, ¿quién podrá estar contra nosotros?
(Romanos
8,31). Eso nos da aplomo, valentía y fortaleza. Lo que llama la
biblia “autoridad interior”; la palabra griega en el Nuevo
Testamento es “exousía”: lo que procede de mi esencia, desde el
fondo de mi ser. Y sabemos que en el fondo de nuestro ser está Dios
o, mejor dicho: Él ES el fondo de nuestro ser. Nuestra capacidad es
lo que proviene de Dios.
Por
eso es tan importante mantenerse en relación con este fondo, con
Dios en nosotros. Es la oración. Porque si vivimos fuera de
nosotros mismos, dispersos, no podemos escuchar a Dios. Se exige
nuestro silencio. Cuanto más amamos el silencio, con tanta más
autoridad podemos hablar.