A
veces la gente dice que en Navidad celebramos el cumple-años del Niño
Jesús. Lo harán con buenas intencio-nes, pero esta expresión
falsifica peligrosamente el sentido de esta fiesta. Porque si
celebramos solamente el cumpleaños de Jesús, nos fijamos en un
asunto del
pasado que
no nos afecta mucho, porque solamente nos causa una alegría
momentánea.
Lo
que celebramos realmente en
Navidad es
algo mucho más profundo e importante: celebramos litúrgicamente un
hecho que afecta toda nuestra vida personal, nuestra existencia.
Navidad es
algo que ocurre hoy, en mí.
Ya
lo dijo el místico Angelus Silesius (1624 - 1677) en una ocasión,
aunque
Cristo haya
nacido mil veces en Belén, si no nace en tu corazón, habrá nacido
en vano.
Y,
unos siglos antes, san
Bernardo de Claraval (1090 - 1153)
escribe
en un sermón
en el Adviento del Señor,
que sabemos
de una triple venida del Señor. Además de la primera y de la
última, hay una venida intermedia...
Aquéllas son visibles, pero ésta no...
La intermedia...
es oculta, y en ella sólo los elegidos ven al Señor en lo más
íntimo de sí mismos, y así sus almas se salvan...
Y
para que nadie piense que es pura invención lo que estamos diciendo
de esta venida intermedia, oídle a él mismo: El que me ama -nos
dice- guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él.
Más
claro todavía expresa esto mismo el libro del apocalipsis:
Mira
que estoy a la puerta llamando. Si uno escucha mi llamada y abre la
puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo
(Apocalipsis
3,20). En ambos textos se habla de intimidad con Dios, de la
inhabitación de Él en nosotros.
¿De
qué sirve entonces
hacer
pesebres, si no dejamos entrar a Jesús en nuestro corazón?
Fijémonos
en este aspecto: ¿Cómo podemos dejarlo entrar en nuestro corazón?
Vamos por partes: Muchas
veces creemos saber cómo es Dios. Pero San Juan es tajante: La
Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros... Nadie
ha visto jamás a Dios;
el
Hijo único, Dios,
que
estaba al lado del Padre, él nos lo dio a conocer
(Juan 1,14.18). Tenemos
que deshacernos de nuestros conceptos filosóficos de Dios. La única
manera de hablar de Él es dando testimonio de nuestra experiencia.
Sólo si miramos a este hombre, Jesús, podemos ver quién es Dios y
cómo actúa. Él
es reflejo de su gloria, la imagen misma de lo que Dios es
(Hebreos 1,3).
El
evangelio nos cuenta muchos detalles sobre la vida y actividad de
Jesús: sus palabras, sus portentos y sanaciones; incluso resucitó
muertos. En medio de esta multitud de información nos olvidamos a
veces de lo esencial, de lo que le movió a hablar y actuar como lo
hacía. Pero el nuevo testamento nos da pistas para encontrar este
punto. En la anunciación a José en el evangelio de Mateo, el ángel
le dice: María dará
a luz un hijo, a quien llamarás Jesús, porque él
salvará a su pueblo de sus pecados
(Mateo
1,21). También en el evangelio de Juan, el Bautista presenta a Jesús
como
el Cordero de Dios, que
quita el pecado del mundo
(Juan 1,29). Éste es el centro de todo el evangelio: volver a
relacionar al hombre con Dios, dejándole toda la libertad para
aceptar esta invitación o no. Si miramos alrededor, y quizá dentro
de nosotros mismos, constatamos que podemos resolver muchos
problemas. Pero no podemos con el pecado; no sabemos a dónde ir.
También los sicólogos se dan cuenta de eso. Lo que necesita la
gente muchas veces va más allá de consultas sicológicas:
es el perdón
que los acepte como son, con todo su pasado, que los reintegre de
lleno con Dios, consigo mismos, y con los demás. Porque el pecado es
una separación de nuestra esencia, algo que nos lleva a escondernos
porque no aguantamos la soledad absoluta. Y nos lleva también a
lavarnos las manos echando la culpa a los demás. De esto
nos vino a salvar Jesús. Así
como los hijos de una familia tienen una misma carne y sangre,
también Jesús participó de esa condición, para anular con su
muerte al que controlaba la muerte, es decir, al diablo, y para
liberar a los que, por miedo a la muerte, pasan la vida como esclavos
(Hebreos 2,14-15).
Y yo creo que no habla sólo de la muerte física, sino de la MUERTE,
la aniquilación, del sentirse una nada, del sentirse inaceptable.
Por
eso el perdón es parte del amor de Dios. No se trata de una fría
declaración judicial absolutoria, sino de saberse amado, aceptado,
reintegrado - como lo
vemos en la parábola del
hijo pródigo. Para eso, Jesús se hizo uno de nosotros, nos quitó
el miedo, rebajándose al nivel más bajo, para
inspirarnos desde allí confianza y, de esta manera, manifestarnos el
amor y el perdón de Dios.
Éste
fue el testimonio de los primeros cristianos: ¡Miren
cómo se aman!
decía la gente de ellos. Somos
templo del Espíritu Santo,
lugar
de la presencia de Dios, y
de su acción, que es su amor y su perdón.
La
práctica fiel de la oración centrante es una práctica de dejarse
transformar
progresivamente en la presencia de Dios. Esto no tiene nada que ver
con la Nueva Era que nos dice que, con suficiente esfuerzo,
llegaremos a ser Dios. Al contrario, es precisamente vaciándonos,
que nos preparamos para que Dios nos llene con su presencia y sus
dones.