Un santo de rodillas ve más lejos que un filósofo de puntillas. (Corrie ten Boom)

30.4.20

Por qué Jesús


¿Por dónde empezar con la renovación de la iglesia? Además, ¿por qué la iglesia? Hay una opinión generalizada de que todas las religiones nos conducen a Dios, o que todas veneran y adoran el mismo Dios. Entonces, ¿por qué el cristianismo? Por supuesto, como cristianos podemos argumentar con la doctrina de la iglesia. Pero este argumento es poco convincente. Porque los problemas más profundos de la vida no se resuelven con una doctrina, sino a nivel de experiencia. En esto puede ayudarnos si nos damos cuenta de lo que más reprimimos de nuestra consciencia. Son la culpa y la muerte. Nos deshacemos de la culpa descargándola a otros. Y ¿la muerte? Eso es macabro, de esto no se habla. Nos sentimos bien cuando condenan a otros, porque esto fortalece nuestra imagen de buenos. Y la muerte de otros ejerce sobre nosotros cierta fascinación porque nos confirma que nosotros nos salvamos. Pero cuando estas cosas pasan a nosotros, fácilmente nos desmoronamos y caemos en depresión. La vida pierde su sentido.
Además, la “muerte” es un concepto muy amplio. Se refiere a la pérdida de todo lo que yo considero importante o imprescindible para mí. El monje trapense Thomas Keating, con la ayuda de la psicología, describió esto para tres áreas de nuestra vida: seguridad y supervivencia; afecto y estima; poder y control. Después de haber pasado nueve meses en el vientre materno como en un paraíso, porque todo estaba servido, después del nacimiento el niño siente que la satisfacción de sus necesidades ya no está garantizada con plena seguridad. En los primeros cuatro años es normal que el niño sea egoísta. “Niño que no llora, no mama”. Entre los 4 a 8 años de edad se identifica con un grupo que puede satisfacer sus necesidades. La familia, el barrio, el área cercana. Sigue la identificación con los compañeros de escuela, con la parroquia, la religión, la raza, el pueblo, etc. En esto, “nosotros” siempre somos los buenos, y “ellos“ son los otros y, cuando hay un problema, son los malos y tienen la culpa. Consideramos importante esta pertenencia a un grupo porque nos promete seguridad, aprecio y cierta influencia y participación en el poder. Por eso la vida en un ambiente extraño, el aislamiento social, o la pérdida del poder son una experiencia muy dura.
Un grupo no es infalible. Otro grupo puede llegar al poder, con otros valores y criterios, y todo cambia. Cuando me doy cuenta de que he puesto mi confianza en la gente equivocada o en un sistema equivocado, me veo en aprietos. Me pueden tratar y juzgar como uno más de la manada.
Lo que son en la niñez necesidades, se convierte más tarde en deseos y exigencias. Esto está arraigado en nuestro inconsciente tan profundamente que no podemos salir de allí por nuestras propias fuerzas. A veces lo podemos observar en los recién convertidos: Uno, por ejemplo, ha dominado siempre a todo el grupo. Un buen día “se convierte” – y comienza a dominar toda la parroquia. Uno creía tener siempre la razón, y después de su “conversión” se cree el único con la fe verdadera, y es intolerante con todos los demás que no piensan como él. Mientras esta conversión no entra en las profundidades de nuestro inconsciente, no estamos convertidos. Eso es lo que llamamos “pecado”, no el pecado como un hecho aislado que uno comete, sino una situación de pecado, de estar separados del fondo de nuestro ser verdadero, Dios. En Lucas 16,26 encontramos una imagen de esta situación. Lázaro está en el seno de Abrahán, y el rico que en vida no lo atendía sufre ahora en el infierno. Quiere que Lázaro venga a aliviarle los sufrimientos. Pero Abrahán le dice que “entre ustedes y nosotros se abre un inmenso abismo; de modo que, aunque se quiera, no se puede atravesar desde aquí hasta ustedes ni pasar desde allí hasta nosotros”. Es este abismo que no podemos superar por nuestras propias fuerzas. En vista de esta situación Martín Lutero exclamó, “¿Cómo puedo encontrar un Dios misericordioso?” Ya San Pablo se experimenta prisionero de la ley del pecado, como dice en Romanos 7,23-24.
Jesucristo es el único que ha dado una respuesta a estas preguntas existenciales tan profundas, no con palabras sino compartiendo y sufriendo nuestra misma suerte. Él puede hablarnos de su experiencia. De esto más la próxima vez.

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