Jesús
resucitó de los muertos. Después de todo el sufrimiento, el
desprecio y la descalificación que le habían infligido. Todo lo
malo había terminado ahora; la muerte ya no tenía poder sobre él.
Ese habría sido el momento de castigar a todos los que habían
contribuido a este destino vergonzoso. Podría haberse aparecido a
sus discípulos para acusarlos de todo su fracaso. Los tres más
cercanos, Pedro, Santiago y Juan, que afirmaron morir con él y por
él, se habían escapado. Pedro lo había negado. Todos los demás lo
habían dejado. ¡Después de tantos años con él! No se puede
confiar en personas así. Después se habría aparecido a Caifás,
para arreglar cuentas con éste. Dejemos a nuestra imaginación cómo
habría terminado esta reunión. Del mismo modo con Pilato, y luego
con cada uno de esta chusma que había gritado "¡crucifícalo!"
Pero no
fue así! Resultó muy diferente. Según Juan 20, Jesús vino a sus
discípulos a través de puertas cerradas; y lo primero que dijo fue
"¡La paz sea con vosotros! - Como el padre me envió, yo los
envío a vosotros”. - ¿Estas personas en las que no puedes
confiar? Si, éstas! - Porque siguió diciendo: "Él sopló
sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes les
perdonen sus pecados les quedarán perdonados... ”(Juan 20: 21-23).
La
palabra griega para "espíritu" es la misma que para
"aliento, soplo". Es el aliento de Dios que reciben los
discípulos, el mismo espíritu de amor que siempre había inspirado
a Jesús y lo hizo actuar como lo hizo. El Espíritu Santo es, por
así decirlo, el cordón umbilical espiritual a través del cual el
amor de Dios fluye hacia nuestras almas. Este espíritu nos revela
nuestra verdadera naturaleza: somos amados hijos e hijas del Padre.
Nadie puede quitarnos esta identidad. Y toda reconciliación y perdón
que a veces son necesarios siempre sirven para volver a nuestra
esencia original. Los hombres habían dicho su última palabra: hay
buenos y malos; y, por supuesto, los malos siempre son los otros. Y
tienen que ser castigados de manera ejemplar. Pero es Dios quien
tiene la última palabra. Y ésta siempre es AMOR, porque no puede
ser infiel a sí mismo.
Entonces
¿realmente no hay castigo? Esta pregunta podría ser respondida por
Judas. No logró salir de su mentalidad de juzgar todo y a todos de
acuerdo con su valor monetario. Había vendido a Jesús y quería
recuperar esta "mercancía" por su dinero. Eso no funcionó.
Así que al final se quedó con el vacío y el sinsentido de su vida.
Y se ahorcó. Al negarse a renunciar a sus criterios, finalmente se
castigó a sí mismo. Jesús vino a este mundo para darnos el amor
del Padre. Los hombres no aceptaban eso. Entonces Jesús tuvo que
pasar por una dura prueba, por la muerte en la cruz. Pero también en
medio de esta prueba tan dura seguía amando. Y ahora, resucitado,
este amor continúa fluyendo. Podemos poner obstáculos en su camino
o tratar de detenerlo construyendo una represa de egoísmo. Pero este
amor es como un tsunami que barre todo lo que se interpone en su
camino.
Una
palabra de Jesús explica esta situación con mucha precisión:
“Quien crea en él (Jesús) no será juzgado; pero el que no cree
ya está juzgado por no creer en el Hijo único de Dios”(Juan
3:18).
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