Un santo de rodillas ve más lejos que un filósofo de puntillas. (Corrie ten Boom)

12.4.20

Domingo de Pascua


Incluso hoy, 2000 años después de la muerte y resurrección de Jesús, hay personas que afirman que Dios castiga. Por extraño que parezca, siempre dicen cuando sucede algo que alguien debería ser castigado. Y esos nunca son ellos. El deseo es el padre del pensamiento. Pero quiero seguir esta idea del castigo de Dios para ver a dónde vamos con eso.
Jesús resucitó de los muertos. Después de todo el sufrimiento, el desprecio y la descalificación que le habían infligido. Todo lo malo había terminado ahora; la muerte ya no tenía poder sobre él. Ese habría sido el momento de castigar a todos los que habían contribuido a este destino vergonzoso. Podría haberse aparecido a sus discípulos para acusarlos de todo su fracaso. Los tres más cercanos, Pedro, Santiago y Juan, que afirmaron morir con él y por él, se habían escapado. Pedro lo había negado. Todos los demás lo habían dejado. ¡Después de tantos años con él! No se puede confiar en personas así. Después se habría aparecido a Caifás, para arreglar cuentas con éste. Dejemos a nuestra imaginación cómo habría terminado esta reunión. Del mismo modo con Pilato, y luego con cada uno de esta chusma que había gritado "¡crucifícalo!"
Pero no fue así! Resultó muy diferente. Según Juan 20, Jesús vino a sus discípulos a través de puertas cerradas; y lo primero que dijo fue "¡La paz sea con vosotros! - Como el padre me envió, yo los envío a vosotros”. - ¿Estas personas en las que no puedes confiar? Si, éstas! - Porque siguió diciendo: "Él sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonen sus pecados les quedarán perdonados... ”(Juan 20: 21-23).
La palabra griega para "espíritu" es la misma que para "aliento, soplo". Es el aliento de Dios que reciben los discípulos, el mismo espíritu de amor que siempre había inspirado a Jesús y lo hizo actuar como lo hizo. El Espíritu Santo es, por así decirlo, el cordón umbilical espiritual a través del cual el amor de Dios fluye hacia nuestras almas. Este espíritu nos revela nuestra verdadera naturaleza: somos amados hijos e hijas del Padre. Nadie puede quitarnos esta identidad. Y toda reconciliación y perdón que a veces son necesarios siempre sirven para volver a nuestra esencia original. Los hombres habían dicho su última palabra: hay buenos y malos; y, por supuesto, los malos siempre son los otros. Y tienen que ser castigados de manera ejemplar. Pero es Dios quien tiene la última palabra. Y ésta siempre es AMOR, porque no puede ser infiel a sí mismo.
Entonces ¿realmente no hay castigo? Esta pregunta podría ser respondida por Judas. No logró salir de su mentalidad de juzgar todo y a todos de acuerdo con su valor monetario. Había vendido a Jesús y quería recuperar esta "mercancía" por su dinero. Eso no funcionó. Así que al final se quedó con el vacío y el sinsentido de su vida. Y se ahorcó. Al negarse a renunciar a sus criterios, finalmente se castigó a sí mismo. Jesús vino a este mundo para darnos el amor del Padre. Los hombres no aceptaban eso. Entonces Jesús tuvo que pasar por una dura prueba, por la muerte en la cruz. Pero también en medio de esta prueba tan dura seguía amando. Y ahora, resucitado, este amor continúa fluyendo. Podemos poner obstáculos en su camino o tratar de detenerlo construyendo una represa de egoísmo. Pero este amor es como un tsunami que barre todo lo que se interpone en su camino.
Una palabra de Jesús explica esta situación con mucha precisión: “Quien crea en él (Jesús) no será juzgado; pero el que no cree ya está juzgado por no creer en el Hijo único de Dios”(Juan 3:18).

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