Últimamente
estoy observando algo en la práctica de lectio divina que me
inquieta enormemente: hay sacerdotes y responsables de grupos de
lectio que preparan el texto de una reunión determinada de tal
manera que ya queda claro de antemano lo que Dios “nos” dice. Y
la gente se lo traga. Recordemos un hecho de suma importancia:
DIOS NO TIENE
NIETOS, ¡SÓLO HIJOS!
Somos hijos adultos,
y ¿qué adulto ingiere una comida que ya fue masticada por otro? O
¿todavía nos cuesta creer que Dios realmente puede hablar a cada
uno personalmente - a mí? Éste me parece ser el problema más
profundo: que estamos tan acostumbrados a ver a Dios “allá fuera”,
que no nos entra que pueda hablarnos directamente a nosotros. Estamos
acostumbrados a escuchar a “la iglesia”, es decir, a otros,
normalmente al clero y a los “que saben” - o ¡creen que saben!
Pero Dios habla a cada uno de nosotros. La cuestión no es si lo hace
o no. La cuestión es si nosotros realmente le abrimos nuestro
corazón y lo dejamos entrar; si sabemos escuchar con un corazón
abierto. Por eso, al disponernos a hacer la lectio nos dirigimos
brevemente a Dios en la oración – como para ubicarnos. Todo esto
tiene que ver con la “meditatio”, con este paso donde dejamos que
Dios se dirija a nosotros y, a lo largo del tiempo, nos transforme en
SU imagen y semejanza.
Por supuesto, si
ponemos tanto énfasis en este aspecto de la lectio, surgen en
seguida unas dudas, por no decir: miedos. ¿No será entonces que
cada uno entienda lo que más le conviene? Yo diría: ¡ojalá que
sí! Porque a nadie le conviene ser copia de nadie. Somos imagen de
Dios, y estamos llamados a serla siempre más. Lo importante es que
el lector no lea el texto según sus prejuicios conscientes o
inconscientes, sino con un corazón abierto, y dispuesto a oír cosas
diferentes de lo que espera.
Y, ¿si el lector
tiene poca cultura? Respondo con otra pregunta: ¿Qué cultura tenía
Santa Teresa del Niño Jesús? No es cuestión de cultura, sino de
abertura a la palabra de Dios. Dios no engaña, ni defrauda. Él se
deja encontrar por los que lo buscan con un sincero corazón.
Y, ¿eso no pone en
peligro a la unidad de la iglesia? A la uniformidad, sí. Pero a la
unidad, ¡no! Donde es el mismo Dios quien inspira a cada uno, no
puede haber división, sólo unidad en la diversidad.
Los frutos de una
lectio divina entendida de esta manera son múltiples: por la
experiencia de la presencia y acción de Dios en uno crece una sana
autoestima, en la cual no hay orgullo sino gratitud. Hay sanación y
discernimiento, y uno descubre su misión en la vida. Se experimenta
fortaleza interior que quita el miedo al “qué dirán”. Porque
“si Dios está con nosotros, ¿quién podrá estar contra
nosotros?”
Quizá,
inconscientemente, tenemos en la iglesia dos problemas de fondo: por
una parte, se quiere mantener el control; y el Espíritu Santo
siempre echa a perder los intentos de control humano. Por otra parte,
quizá nos queda todavía el susto de la reforma luterana hace unos
500 años. Pero la solución no es mantener todo bajo control, sino
que debemos ayudar a la gente a abrirse a Dios. Por eso, al enseñar
la lectio divina, no tiene tanta importancia dar unas clases bíblicas
– que son importantes y útiles en otro momento – sino de enseñar
el método de la lectio, y dejar que la gente lo practique.
Entonces tendremos
una iglesia viva y fuerte, porque Dios está presente, vivo en y
entre nosotros.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario