El
maligno tiene otras armas más para molestarnos: cuando ve que no puede con
nosotros con halagos (serpiente, diablo), va al ataque frontal. En la biblia se
llama esta experiencia satanás, en
hebreo “satán”, el adversario, el acusador. Es el que está en contra de nosotros,
que quiere nuestra perdición y ruina. El significado original de la palabra es
el del acusador en un juicio, el que solamente ve lo malo en nosotros. “Tú no
sirves, no levantas cabeza, no tienes futuro, eres malo, has pecado, etc.”… Por
eso, Jesús es tan tajante cuando pone el dedo en esta llaga: Ustedes han oído que se dijo a los antiguos:
No matarás; el homicida responderá ante el tribunal. Pues yo les digo que todo
el que se enoje contra su hermano responderá ante el tribunal. Quien llame a su
hermano imbécil responderá ante el Consejo. Quien lo llame estúpido incurrirá
en la pena del infierno de fuego. (Mateo 5,21-22).
Pero,
en un juicio hay también un defensor; éste se llama en griego “paráclito”. Es una
de las palabras que se usan para referirse al Espíritu Santo. Él es nuestro defensor,
él nos recuerda que Dios nos ha hecho buenos; esta bondad es nuestra esencia
que no perdemos nunca, y a la que podemos regresar, igual como el hijo pródigo
de la parábola, en cualquier momento si nos hemos alejado de Dios. Hay una escena
en la Vida de San Benito donde el maligno se le aparece y lo maldice, haciendo
juego de palabras con su nombre: ¡no Benito (= bendito), sino maldito! Pero San
Benito no le contestó ni palabra. Con el enemigo no se habla. Por eso es tan
grave cuando se desprecia a otro; se intenta quitarle el “precio” que tiene.
Fuimos comprados por la sangre de Cristo. El que des-precia, niega este hecho
fundamental, y le dificulta al otro el acceso a Dios.
Es
importante no dejarse envolver en conversación con el maligno porque es más
fuerte que nosotros: la biblia usa, además, con frecuencia la palabra “demonio”. No es exactamente el diablo o
satanás. En la antigüedad, los demonios no eran dioses, sino “dioses intermedios”
que podían dominar a los hombres. Hoy en día, algunas escuelas de sicología los
identifican con complejos, arquetipos, adicciones o compulsiones. Esto se
acerca bastante a la realidad; es nuestra tendencia al mal, a consecuencia del
pecado original. Pero la sicología, por sí sola, no siempre puede curar estos
problemas. También entra la dimensión de la fe. Recuerdo que, hace mucho tiempo,
me encontré con una persona que se había analizado por muchos años, se conocía
muy bien, sabía cómo funcionaba, y por qué. Pero ¡no se aceptaba a sí misma!
Esta aceptación sólo nos viene de una relación personal y de confianza en Dios.
En
la biblia hay todavía otra palabra que se traduce normalmente con “diablo” o
“satanás”. Pero el significado original tiene que ver con alguien que nos hace
pasar trabajo, nos fastidia,
estresa, que “nos tiene a monte”, nos aturde con su actitud entrometida (cfr.
la imagen arriba). Es cuando una persona, una situación, no nos deja en paz, no
nos deja respiro. Estamos como fuera de sí, estresados. Nos saca de nuestro
centro. Hay una forma de “lavado de cerebro” que no permite que la gente piense;
la mantiene sin sueño, bombardeándola continuamente con información o amenazas.
Entre nosotros son las exigencias excesivas del trabajo, pero también la
propaganda comercial y las ofertas continuas, por no hablar de la propaganda
política. A veces, uno responde cayendo en inactividad o incluso depresión.
De
nuevo: con esta fuerza no hay diálogo. Hay que saber decir NO. Hay que reservarse
tiempos para el descanso, silencio, oración. ¿De qué sirve un trabajo para
mantener la familia, si pierdes la familia porque nunca estás? El que quiere sacarnos
de nuestro centro, donde está Dios, no tiene derecho sobre nosotros. Hay que darle
la espalda. Hay que huir de la dispersión, que es una forma de lavado de cerebro.
San Benito, después de haber estado empeñado en imponer su disciplina monástica,
hasta que, contrariados, querían envenenarlo, regresó a su soledad, y “vivió consigo
mismo”. A los que nos estresan, hay que dejarlos.
De
todas estas facetas del mal nos libra Dios. Pero tenemos que poner de nuestra
parte: dirigirnos a Dios, mantener una íntima relación con Él, silencio,
oración. Y eso no va “en piloto automático”; eso necesita una intención
consciente, un acto de voluntad. Damos el paso cuando vemos que nuestra vida de
oración no es cuestión de tiempo disponible, sino de prioridades.
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