El Resucitado da el Espíritu Santo |
Cuando hablamos de
Pentecostés, pensamos normalmente en la versión de los Hechos de los Apóstoles:
la venida del Espíritu Santo como en un viento huracanado, la valentía de los
apóstoles, y el don de lenguas.
Pero nos
olvidamos muchas veces de un relato que podemos considerar complementario: el
del Evangelio de Juan, donde el Resucitado exhala su Espíritu sobre los
discípulos, diciendo: “La paz esté con ustedes. Como el Padre
me envió, así yo los envío a ustedes.” Al decirles esto, sopló sobre ellos y
añadió: “Reciban el Espíritu Santo. A quienes les perdonen los pecados les quedarán
perdonados; a quienes se los retengan les quedarán retenidos” (Juan 20,21-23).
En estas palabras se resume la misión
de Jesús: traer la paz, la paz entre Dios y hombre, y la paz entre los hombres.
Esta paz no se consigue mediante la sumisión de unos supuestos enemigos, ni con
guerras, ni con “fuerzas de paz”; ¡no! se consigue única y exclusivamente por
el perdón. Ésta ha sido la misión de Jesús, y ésta es nuestra misión que somos
seguidores suyos; es más: somos, como iglesia, la continuación de su presencia
y acción en el mundo.
Ya al comienzo de la presencia de Jesús
en el mundo, cuando ni siquiera había nacido todavía, el Evangelista Lucas
cuenta que, en el nacimiento de Juan Bautista, Zacarías, lleno de Espíritu Santo, profetizó: “Y a ti, niño, te
llamarán profeta del Altísimo, porque caminarás delante del Señor, preparándole
el camino; anunciando a su pueblo la salvación por el perdón de los pecados” (Lucas
1,67.76-77). El perdón de nuestros pecados es la verdadera y definitiva
salvación. Nos hace libres de temor; nos
arranca de la mano de nuestros enemigos; de esta manera nos capacita para
servirle a Dios y al prójimo (Lucas 1,74). El servicio más importante es
éste: hacer participar a otros de este gran don que hemos recibido de Dios, el
perdón.
Expresamos esta dinámica en los
sacramentos de bautismo y confirmación: en el bautismo recibimos y aceptamos el
perdón, y el hecho de ser hijos amados de Dios. En la confirmación recibimos el
Espíritu de Jesús que nos capacita para transmitir este perdón a nuestros
hermanos. Creo que normalmente se olvida esta faceta de la confirmación, ni
está prevista en la preparación para este sacramento. Esta misma dinámica se
refleja en la oración del Padre Nuestro, donde rezamos Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que
nos ofenden (Mateo 6,12).
¿De dónde sacamos fuerzas para
perdonar? Muchas veces no nos sentimos capaces de hacerlo. La pregunta es, si
nosotros hemos aceptado el perdón que Dios nos da. Porque cuando lo aceptamos,
nos damos cuenta de que Dios está realmente con nosotros y a nuestro lado. Y, si Dios está de nuestra parte, ¿quién estará
en contra? El que no reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos
nosotros, ¿cómo no nos va a regalar todo lo demás con él? ¿Quién acusará a los
que Dios eligió? Si Dios absuelve, ¿quién condenará? ¿Será acaso Cristo Jesús,
el que murió y después resucitó y está a la diestra de Dios y suplica por
nosotros? ¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿Tribulación, angustia,
persecución, hambre, desnudez, peligro, espada? (Romanos 8,31-35).
Perdonar no significa caer una y otra
vez por inocente. Sino que significa estar bien arraigado en el amor y la
aceptación de Dios y, desde allí extender la mano al hermano para ofrecerle
este mismo perdón. Por eso no basta con sólo renunciar a Satanás, sino que es tan
necesario poner nuestra confianza en Dios, como lo expresamos en la Vigilia
Pascual cuando renovamos nuestros votos bautismales.
Puede ser que alguien no esté interesado
en pedir perdón, y que tenga incluso el propósito de volver a cometer el mismo
pecado. En esta situación nos ayuda la distinción entre el pecado y el pecador.
Por supuesto que no podemos estar de acuerdo con el pecado, y tenemos derecho a
cuidarnos de daños posibles. Pero esto no excluye que mantengamos nuestro
corazón abierto hacia el pecador. Es necesario crear y mantener un clima de
confianza donde es posible pedir perdón, y donde se acoge al pecador
arrepentido.
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