Un santo de rodillas ve más lejos que un filósofo de puntillas. (Corrie ten Boom)

21.3.11

La Muerte de San Benito

Medalla de San Benito
Los monjes benedictinos celebramos hoy, 21 de marzo, el Tránsito de San Benito, es decir, su muerte, como un paso de su vida mortal a la gloria de Dios. Hablamos del Abad Benito, de Nursia, que en Montecasino formó la primera comunidad de monjes benedictinos. Vivió, como se asume tradicionalmente, entre los años 480 y 547. Para los detalles, pueden leer lo que escribe San Gregorio Magno en la Vida de San Benito, capítulo 37. (Lo encuentran entre los enlaces de este blog, bajo “San Benito: Su Vida”, en la dirección: http://www.sbenito.org/vidasb/vida01.htm).
Esta Vida no es una biografía en el sentido moderno, sino más bien una “radiografía” donde se nos presentan las características esenciales de un santo. Por eso, muchos detalles tienen un significado simbólico que nos introduce en la riqueza de esta vida. Una de estas características del santo es su manera cómo asume y vive su muerte.
San Benito siente que se acerca su fin. Lo acepta como parte integral de su vida y, en vez de asustarse o de evadir el hecho, lo predice a varios de sus monjes junto con los signos que acompañarán su salida de esta vida. El “varón de Dios”, como lo llama San Gregorio con frecuencia, se encamina confiadamente hacia Dios a quien había seguido toda su vida.
“Seis días antes” manda abrir su sepultura… “Al sexto día se hizo llevar por sus discípulos al oratorio”. Este “seis días antes” lo encontramos también en el evangelio de Juan (Juan 12.1), donde María de Betania ungió a Jesús con un perfume de nardo. Y Jesús muere un “día sexto”. El número seis, en el evangelio de Juan recuerda la creación del hombre el sexto día (Génesis 1,24-31). En Juan, el significado es que, al morir en la cruz, Jesús da cumplimiento a la creación del hombre. Ser hombre es esto: entregarse sin reservas en las manos del Padre. Por eso, antes de morir, Jesús puede decir “está cumplido”. – Todo eso resuena en el relato de la muerte de Benito; en la muerte se hace verdaderamente hombre, “varón de Dios”, porque por su entrega, Dios puede seguir actuando a través de él. Por eso se hace llevar al oratorio para recibir el Cuerpo y la Sangre del Señor y así, fortalecerse para el último tramo de su vida terrenal.
Débil como es, se mantiene en pie; muere “con las botas puestas”. La muerte no es para Benito algo abrupto e inesperado, como cuando en un programa de televisión de repente se va la luz, y todo queda a oscuras y sin concluir. No, la muerte es parte de su vida, no la sufre, sino que la vive activamente; es “el broche de oro” de su vida. En estos últimos momentos ya no habla con sus hermanos, sino sólo con Dios a quien espera ver pronto cara a cara.
Unos discípulos suyos ven un camino tapizado y resplandeciente de innumerables lámparas que va hacia el Oriente, hasta el cielo. Se les explica que este es el camino por donde el Santo ha subido al cielo. Es como una retrospectiva sobre la vida de Benito: Dios le había preparado e iluminado siempre su camino, un camino que conduce hacia el Sol naciente que es Cristo. Y lo llaman “el Amado del Señor”; la única vez que Gregorio lo llama así. Es decir que Benito, a todo lo largo de su vida, gozaba del amor de Dios.
La cara de la medalla de San Benito que ven representada aquí, tiene como texto: “Eius in obitu nostro presencia muniamur” (Que en nuestra muerte seamos fortalecidos con su presencia). Este no puede ser solamente un deseo, como si en la hora de nuestra muerte, San Benito debería estar a nuestro lado. No; más bien nos recuerda que, si vivimos como él, también nuestra muerte será el último trayecto de nuestra vida, un encuentro con Dios. Son las actitudes de este Varón de Dios que, si las practicamos a lo largo de nuestra vida, nos fortalecen en nuestra hora suprema: una búsqueda auténtica de Dios, poniéndola como primera prioridad. Frente a ésta, todo lo demás, por más importante que sea, tiene un rango subordinado. Cuando realmente nos entregamos a Dios, lo percibiremos una y otra vez en nuestra vida; un Dios que nos ama, nos guía y nos fortalece. Frente a esta realidad, la muerte no será una fatalidad, sino el encuentro definitivo con Aquel que había estado presente en toda nuestra vida con su amor.

18.3.11

San José

Imagen en la
Abadía de San José, Güigüe
San José es un santo muy venerado. Muchos lugares tienen su nombre. Sin embargo, de él mismo sabemos muy poco. La razón de esto es sencilla: los Evangelios nos hablan de Jesús; Él está en el centro de atención. Las demás personas, incluso su madre, se nombran solamente en relación con Él. Esto ha dado pie a que se “rellenara” su vida con datos del patriarca José, cuando éste estaba en Egipto. También hay leyendas y fantasías que, a veces, ya no tienen mucho que ver con nuestro santo. Quizá porque nosotros mismos no sabemos leer con atención lo poco que se nos transmite, no sabemos aprovecharlo a fondo. Así nos quedamos en la superficie de algo interesante, pero algo que, al fin, nos deja tranquilos y no nos interpela. Vamos a ver, entonces, estos pocos datos, y qué nos dicen hoy.
Una primera característica llama la atención: José, en ningún momento, dice palabra alguna. Es puro silencio; no el silencio de uno que está desconectado de la vida, sino el silencio de un hombre que sabe escuchar, y que pone en práctica lo escuchado. Si comparamos esto con la propaganda continua que quiere hacernos creer que se está trabajando en algo, nos damos cuenta de que, cuánto más uno habla, tanto menos trabaja. José es un hombre de hechos, no de palabras vacías.
El Evangelio de Mateo – de él sacamos nuestra información – lo llama “justo” (Mateo 1,19). Es el hombre que cumple con la ley, que agrada a Dios, pero no es legalista. Por encima de su fidelidad a la ley está el respeto a la persona humana. Por eso no quiere exponer a María, su comprometida, a un escándalo público, y a la muerte segura por su embarazo. Debe haber sido una decisión muy difícil para él.
En esta situación descubrimos un tercer rasgo de José: él escucha tan bien que puede percibir el mensaje que Dios le envía en sueños. Cuatro veces nos relata el evangelista que José recibió un mensaje importante - de vital importancia para Jesús - en sueños. Hoy en día, escuchar los sueños no es del todo común. Hace un par de siglos, en Europa se ha entronizado la razón por encima de todo. El inconsciente fue relegado al olvido, por no decir, al desprecio. Sigmund Freud, cuando comenzó a desarrollar su sicología, basándose entre otros fenómenos también en los sueños de sus pacientes, fue tildado de oscurantista. Todavía hay bastante gente que es cerebral, y no presta atención al lenguaje simbólico, tal como se manifiesta en el arte – o en los sueños. José no fue así. No es sólo un hombre cerebral, sino uno que sabe escuchar también las dimensiones del inconsciente, que es uno de los canales, por no decir el canal principal, que Dios usa para manifestarse.
El cuarto rasgo que encontramos en José es su gran confianza en Dios. Dios le habla, y José pone manos a la obra; acoge a su prometida, huye a Egipto, regresa a Israel, y se establece en Nazaret, todo por indicación de Dios. No eran cosas pequeñas las que se le pedían; eran mandatos que le hacían salir de su vida acostumbrada. Surge la pregunta: nosotros, cuando se trata de las decisiones importantes de nuestra vida, ¿escuchamos la voz del Señor, y la ponemos en práctica? O, ¿preferimos confiar más bien en nuestro propio criterio, para estar “seguros”?
Junto con lo dicho, apreciamos el gran sentido de responsabilidad de José. No se encarga sólo de su esposa, sino también del hijo de ella; asume la responsabilidad por un “hecho consumado”, el hijo de María, sin que él haya sido consultado. Es un hombre que se somete de todo corazón a los designios de Dios. Vemos el espíritu de servicio; José no vive para sí, para implementar sus propios proyectos, sino únicamente para facilitar la llegada del Mesías a este mundo, y para protegerlo en los primeros años de su vida, cuando un niño es todavía indefenso. Así este hombre de quien ni siquiera sabemos la fecha aproximada y las circunstancias de su muerte, es, por su servicio, una pieza clave en la historia de la salvación. No es la autorrealización que nos hace personas maduras, sino que es Dios quien nos “realiza”, es decir, nos da nuestra identidad verdadera.

12.3.11

Dios No Castiga

Después del tsunami en Japón
Imagen tomada del internet
Cuando nos toca sufrir la pérdida de un ser querido, o cuando nos enteramos de una catástrofe natural, muchas veces se oye la pregunta: ¿Cómo es posible que Dios sea tan cruel en sus castigos? – Yo quisiera contestar con otra pregunta: ¿Cómo es posible que el hombre sea tan necio? Me explico:
Con esta pregunta no me refiero a la falta de previsión o a una posible negligencia. No; me refiero a algo más profundo. Ya en la Biblia, específicamente en los libros sapienciales y en el Nuevo Testamento, nos encontramos con esta comparación entre el necio y el sabio. Llama la atención que en esta literatura no se habla de castigos, sino de eventos que ocurren. Así, por ejemplo, Jesús habla del ladrón que viene por la noche, a la hora menos esperada; del novio que viene a las bodas cuando algunas de las muchachas que deberían recibirlo están dormidas. El tema no es el castigo, sino la vigilancia. Así vemos que los terremotos ocurren, igual que los tsunamis, las erupciones de volcanes, inundaciones y sequías. No se niegan estos desastres. Lo que se cuestiona es nuestra actitud frente a estos hechos. Según la Biblia, el sabio es el que está en íntima relación con Dios, y orienta su vida según esta relación. Mientras que el necio es el que cree que se las sabe todas, y que puede lograr todo con su propio esfuerzo y su propia astucia. Él mismo se pone en el lugar de Dios. Hasta que Dios, o su creación, se manifiestan mucho más fuertes que él.
Entonces viene la gran lamentación. Quizá hay una buena dosis de mala consciencia cuando comienzan a hablar de castigo. Quizá no quieren verse humillados por alguien más inteligente y más fuerte que ellos. Al que habían eliminado de su consciencia, ahora se hace sentir con fuerza.
Por supuesto: no debemos minimizar el dolor que causan semejantes tragedias. Cuando ya la muerte de una sola persona puede afectarnos tanto, ¡cuánto más una catástrofe de grandes proporciones! Son las pérdidas de vidas humanas y enseres; es la experiencia nuestra impotencia, y de que, a pesar de todo, no somos capaces de prever y controlar todo. Siempre habrá eventos imprevisibles. De repente, los intereses se reducen a las necesidades básicas: bebida, comida, medicinas. Lo demás, pierde importancia, al menos por un tiempo. Pero, los muertos ya no tienen ni eso.
Es en semejantes momentos cuando a uno se le impone la pregunta de “¿qué es, al final, el hombre? ¿Para qué vivimos?” Nosotros, los cristianos creyentes, podemos contestar esta pregunta desde nuestra fe. Nuestra vida, en medio de tantos detalles, es un servicio a Dios, hacia quien nos encaminamos. ¿Por qué tener envidia a los muertos que ya están en la meta? Repito, no queremos minimizar el dolor, pero intentamos ver todo desde otro ángulo. Eso, en medio del luto, nos puede fortalecer. Para los que sobreviven es una oportunidad de revisar su vida, sus prioridades, y de organizarlas mejor, para que la relación con Dios esté en primer lugar. Eso nos permite asumir plenamente las responsabilidades que tengamos, sin aferrarnos a nada en particular. Que vivamos nuestra vida, no con el temor de perder algo, sino que, “libres de temor, sirvamos a Dios” – como dice el cántico del Benedictus (Lucas 1,74).
Por supuesto, la pregunta es, ¿cuántas personas son capaces de esta visión de las cosas? Como creyentes somos responsables que también los demás lleguen a sacar fuerza de la relación con Dios. Nos invita a anunciar la Buena Noticia a los demás; hablarles de Dios que es amor, y que es la meta de todos nosotros. Esto no evitará las catástrofes; sufriremos igual – o quizá, no tan igual; porque en medio del caos que nos rodea, sabemos que estamos en las manos de Dios. De esta manera, las catástrofes no son un castigo, sino una oportunidad para acercarnos más a Dios, de confiar más en Él, de poner todo en Sus manos. Los muertos ya no son solamente números para las estadísticas, sino que sabemos que Dios los conoce a todos, y los llama por su nombre. Y nosotros podemos poner todos nuestros sentimientos y dolores en sus manos; así sabemos que no estamos solos en nuestro sufrimiento porque nos conoce también a nosotros por nuestro nombre.

9.3.11

Miércoles de Ceniza

Entierro en la Abadía
Foto: P. Beda
Hace apenas dos meses comenzamos el año nuevo; abundaban las noticas sobre lo que nos traería el año nuevo, o simplemente más allá de este año, el futuro, a nivel personal, nacional e internacional. Y hay mucha gente que, a lo largo de todo el año, consulta toda clase de oráculos. Llama la atención lo que más interesa en estas consultas: dinero, amor, felicidad, salud, bienestar en general, etc. Sin embargo, a nadie le interesa el futuro que todos tenemos absolutamente seguro.
Hoy, miércoles de ceniza, se nos dice claramente cuál será ese futuro: "Acuérdate de que eres polvo, y al polvo volverás". Nuestra muerte es lo más seguro que nos espera en el futuro, sin excepción. No sabemos cuándo, ni cómo, pero el hecho es seguro. Y, ¡eso es precisamente lo que nadie quiere saber!
Entonces, ¿realmente nos interesa nuestro futuro? ¿O más bien algo que nos ayude a evitar la consciencia de este futuro seguro?
Hace unos años participé en la asamblea nacional de un movimiento apostólico de la iglesia. Para terminar el día con una oración, me pidieron que les dé a todos la bendición. Se la di con las palabras que usamos los monjes después de la oración de la noche: "El Señor nos bendiga, nos conceda una noche tranquila, y una santa muerte"… ¡Me miraron como si yo hubiera caído de otro planeta! La noche siguiente me pidieron de nuevo la bendición. Antes de darla, les pregunté, con cierta malicia, si alguna vez habían rezado el Ave María. “¡Claro que sí!” Y yo, “¿Se han fijado alguna vez en las palabras finales ‘…y en la hora de nuestra muerte?’" Y de nuevo, esta sensación de incomodidad. Para ser breve: la tercera noche le pidieron a otro sacerdote que diera la bendición.
Es que nos negamos a pensar en esta realidad. Cierto, estamos rodeados de la muerte: muerte natural, accidentes, crímenes, guerras. ¡Pero los que mueren son siempre los otros! A nosotros no nos toca (¡todavía!).
Ahora, ¿qué pasa si yo estoy consciente de que, un día, tengo que morir? ¿Cómo afecta esta consciencia mi vida presente? Me doy cuenta de que todo eso que quiero mantener y defender, lo perderé con la muerte. Entonces, ¿para qué aferrarse a ello? ¡Si de toda manera lo perderé un día! ¡Cuántos déspotas han matado miles de personas, para mantenerse en el poder! Y, al final, ¡ellos se murieron también! Y muchas veces, las estructuras de su poder se hundieron con ellos. Todos queremos durar. Que duren nuestras obras. Lo más natural es tener hijos, y ver los nietos. Pero muchas veces, éstos salen muy diferentes de lo que uno había esperado. O se mueren antes de uno. Entonces, ¿qué quedará?
Si asumo conscientemente el hecho de mi muerte, mi vida tendrá otra calidad. Me pregunto para qué vivo, para qué estoy en este mundo. Es entonces cuando puedo ver mi vida como un servicio.
Si comenzamos a comprender que es Dios quien obra en el mundo, podemos aprender a consentir a SU acción en y entre nosotros. Esta acción no se pierde porque nosotros somos apenas “unos siervos inútiles” (Lucas 17,10), quien actúa es Él; y puede ser que nuestra muerte sea incluso parte de la acción de Dios, porque es un testimonio de nuestra confianza de que es Dios quien rige los destinos del mundo. Como lo vemos en la muerte de Cristo, y de tantos mártires.
Este cambio de visión es la conversión a la que se nos invita cuando se nos dice, “conviértete, y cree en el evangelio”. Así recibimos la ceniza, en señal de aceptar conscientemente nuestra muerte. La conversión a la que se nos invita en la cuaresma consiste en buscar ya no nuestros intereses, sino los intereses de Dios; no en ser servido, sino en servir.
San Benito, en su Regla para los monjes, amplía esta consciencia cuando dice que el monje debe “tener la muerte presente ante los ojos cada día” (Regla de San Benito 4,47). Vale la pena aprovechar la cuaresma para este cambio de consciencia, para que podamos vivir una vida llena de sentido.